En la Patagonia y bajo los principios de la economía solidaria, el comercio justo y el consumo responsable, las tejedoras de la Línea Sur desarrollan una labor que entrelaza lo social, lo económico y lo cultural. Comallo, Laguna Blanca, Villa Llanquín y Dina Huapi son algunos de los lugares que participan con sus producciones en los puntos de encuentro que permiten acercar a la comunidad un lugar donde poder vender y aportar a las economías locales.
Rosa sonríe. La luz del mediodía cae sobre la mesa donde almuerza en el Mercado de la Estepa “Quimey Piuke”, espacio fundado hace casi 20 años para reunir y comercializar los tejidos que se producen en los distintos parajes de la Línea Sur, como se conoce al tramo de la ruta 23 que une la costa marítima de la provincia de Río Negro con la cordillera de los Andes en 609 km. Allí, el paisaje de la estepa patagónica se desenvuelve con una belleza minimalista que el viento arremolina. Desde los caminos es difícil imaginar la vida que se urde sobre esos territorios, y sin embargo, la cultura ancestral que los habita sigue tejiéndose y entretejiéndose por sobre todas las dificultades.
Es un domingo de un invierno que aún no trajo la nieve que muchos esperan y Rosa Sandoval llega para atender en el mercado desde Pichi Leufu, un paraje del Departamento de Pilcaniyeu de donde es originaria. Es una de las más de doscientas cincuenta asociadas que participan de este espacio que reunió y organizó a tejedoras e hilanderas, artesanas mujeres en un 95 por ciento, para que pudieran mostrar y vender sus producciones. Cuenta que está desde que se fundó el mercado, ubicado en el Municipio de Dina Huapi, donde antes no había nada, donde “solo corría el viento”. Fue en uno de sus viajes cuando vio que algo se estaba levantando sobre la ruta 23 y 40 y más tarde admiró la estructura como si fuera un faro. Se acercó a preguntar y se encontró con Roberto Killmeate, uno de los principales impulsores del espacio. Al poco tiempo se había integrado bajo los principios de la economía solidaria, comercio justo y consumo responsable que proponía la asociación.
“Aprendí a tejer de mi abuela. La gente de campo siempre teje, pero la lana era cara y al principio desarmaba los pulóveres que me regalaban y con esa lana les hacía cosas a mis hijos. Ahora tengo mis animales y de ahí saco la lana”. También tiene dos yeguas, gallinas y patos. “Cuando estás tejiendo te sentís en paz. No tenés otro pensamiento”, dice y cuenta que, si bien no vive del tejido, puede generar una entrada que le sirve mucho a ella y al mercado. “Mucha gente piensa que como uno tiene la oveja no es trabajo, pero es el doble: tenés que elegir la oveja, esquilarla, lavar ese vellón, hilarlo, no solo con una hebra sino con dos, después si querés teñirlo tenés que ver qué color da tal o cual mata”, detalla.
Una de las características de los tejidos es que no usan ningún tipo de anilina artificial, con lo cual, cada prenda tiene el color que brinda la naturaleza en todas sus expresiones. Diferentes yerbas, piñones, nueces, flores, van dando los tintes necesarios: raíz de Michay, corteza de Pañil, de Radal, frutos del Sauco, de Maqui, hojas de Maitén.
“En cada paraje hay una referente y en la mayoría tenemos una casa donde se juntan a tejer, a llevar los productos, a hilar o cardar la lana”, dice Soledad Soto, también integrante de la asociación hace muchos años. Comallo, Laguna Blanca, Villa Llanquín, Dina Huapi, son algunos de los lugares que participan con sus producciones en este punto de encuentro que permite acercar a la comunidad un lugar donde poder vender y aportar a las economías locales.
“Desde el inicio la idea fue que sirva para que estas mujeres de la Línea Sur que, hacen cosas maravillosas, que trabajan el telar mapuche, que hilan, no sigan vendiéndole a la gente que iba y le cambiaba su trabajo por cualquier cosa: a veces se llevaban una prenda que vale muchísimo por una bolsa de harina. Cuando el mercado empezó a funcionar ellas empezaron a participar y a vender sin intermediarios, de productor a consumidor. Eso hizo que la gente de la Línea Sur que no tenía dónde vender sus productos sean hoy socias de mercado que es de todas nosotras. Tenemos una comisión directiva por la parte administrativa, pero todas somos dueñas, todas vendemos nuestros productos”. Soledad explica que el mercado retiene un 10% para la luz, el agua, el gas, los seguros, pero el 90% es de la artesana y ella pone el precio, que se valora y respeta. También cuenta que han llevado adelante talleres de género, que la pandemia interrumpió, a través de los cuales se fueron empoderando, compartiendo saberes, historias, experiencias. También destaca la importancia de que todas puedan tener la oportunidad de estar en el mostrador, tener contacto con el público, organizar los pagos, buscar la mercadería. Por eso se van rotando: durante la semana atienden las que viven más cerca y los fines de semana llegan las mujeres que viven más lejos. “En este tiempo está un poco más difícil. Desde Comallo y Laguna blanca no pueden venir, por ejemplo, porque no pasa el colectivo. De Mencué tampoco y a Villa Llanquín que está más cerca también le está costando mucho. Pero hacen un esfuerzo tremendo y vienen. Es lindo que todas puedan participar”.
Se acostumbraron a recibir turistas del otro lado de mundo y tratar con ellos. Dimensionaron el legado de sus obras. “Cuando venían de otros países les preguntábamos a dónde se iban las prendas y te decían: este chaleco se va a Francia o África. Entonces les decíamos a las compañeras, pregúntele a su nieto, busquen en el mapa dónde está ese lugar. Y se alegraban de ver a dónde llegan sus trabajos. Algunas no saben leer ni escribir, pero saben muy bien el precio que le tienen que poner a sus productos y eso lo trabajamos en el taller, el valor que se le da al trabajo. Pero además, esto no es solo vender, es dar a conocer la organización, el por qué esta cantidad de mujeres, por qué continúan, por qué el precio justo, cómo estas mujeres pueden llevar sustento a sus casas”.
En el territorio
Tejidos en telar mapuche, mantas, ponchos, alfombras. Chalecos, medias, gorros. Lana hilada a mano, prendas tejidas a dos agujas o de fieltro. Tesoros en cada puntada de un saber que guardan cada vez menos personas. La experiencia de generación en generación que se vuelca en cada prenda. La etiqueta que señala con letra manuscrita: nombre, apellido, paraje. El hilo que se extiende. Territorios como puntos en un mapa que muchos desconocen pero que están lejos de estar deshabitados, a pesar de la falta de rutas y caminos, de máquinas que no pasan hace más de siete años, de la inclemencia climática, de las economías empobrecidas, del intento de avance de los proyectos mineros que hoy ponen en peligro sus recursos.
En el Mercado de la Estepa hay una amplia variedad de productos hechos con lanas naturales, teñidos de manera artesanal, sin usar ningún tipo de anilina artificial, con diferentes yerbas, piñones, nueces, flores, raíces, frutos y hojas de árboles y plantas de la región.
“Empecé a tejer con mi mamá, me gusta hilar en el huso”, cuenta Zulema Rodríguez. “Antes lo hacía para nosotros y después, cuando empecé a estar en el mercado, me compré una rueca. Ahora, hace más o menos cuatro años que también trabajo el fieltro. Aprendí la técnica de una artesana que sabe mucho”, dice. Así, lo que no se sabe se le pregunta a otra. El tejido va conformando redes de trasmisión y compartir. Las mujeres se juntan a tejer, se acompañan.
“Me crié en el valle del Ñirihuau arriba, somos la cuarta generación en este lugar, se puede decir que estamos de toda la vida”, dice Zulema. El paraje ha crecido mucho, pero recién hace cuatro años que tienen luz. La mayor parte de la juventud parte a buscar trabajo y/o estudios a la ciudad, la más cercana es Bariloche, a treinta kilómetros. Zulema tiene cuatro hijos y hace algunos años comenzaron un proyecto de turismo rural, a partir de lo cual crearon una propuesta para dar a conocer el ciclo de la lana y ofrecieron el servicio para que puedan asistir desde las escuelas. La pandemia frenó todo, pero era en ese espacio que mostraban concretamente cómo se esquila, cómo se hila, las diferentes herramientas que hay para tejer.
De alguna manera estas acciones van acortando la brecha que tanto separa al consumidor del origen de las cosas, de saber de dónde viene una prenda, quién la hizo, cómo. Comprender el esfuerzo que significa el trabajo artesanal y el ambiente en el lugar que se produce. “Ahora hay un problema muy grande”, reflexiona Zulema: “Esto es algo artesanal, pero es cultural también, el hilar, el tejer. En el círculo también están los animales, las ovejas, que comen, toman agua. Pero ahora hay peligro, porque las mineras están queriendo hacer cateos en diferentes partes de la Línea Sur. Por esto, ya se han manifestado en contra diferentes cooperativas, porque si prospera no solamente destruirían el medio ambiente sino una forma de vida, una cultura. Y ahí caemos nosotras, las mujeres. Yo tengo el rio al lado, la montaña, la nieve. Pero para la Línea Sur, eso no está. Entonces, el poco recurso de agua que hay muchas veces lo dejan para comer, para beber. Y cuando juntan agua lavan las lanas. Todo es un gran sacrificio. Si hoy viene una minera a explotar sería terrible”.
Zuem Mapuche
La Cooperativa Artesanal Zuem Mapuche nació en el año 84, aunque se formalizó en el 89, agrupando a más de cien artesanos después de la gran nevada de aquel año que quedó en la memoria regional como un surco. Fue la organización, una vez más, el impulso para salir adelante y el espacio se convirtió en un punto de unión y encuentro para las tejedoras de la región, principalmente de las localidades de Mallín Ahogado, Río Chico, Ingeniero Jacobacci, Comallo, Pilcaniyeu y Bariloche.
A la distancia, si Sanmartiniano Painefil, actual presidente de la cooperativa, tiene que destacar lo que más valora de todo el trayecto recorrido dirá que el gran aprendizaje de la organización conjunta. “Después del 84 todas las cooperativas que trabajaban sueltas se organizaron. Antes cada lugar era una cooperativa, pero no tenían a dónde vender, hasta que se conformó un grupo y se hizo cargo de las cosas que venían y de comercializarlas”.
Físicamente el espacio estuvo antes en otros dos lugares hasta asentarse donde se ubica desde el año 1992, sobre una de las arterias principales de la ciudad de Bariloche. Allí llega para la venta centralizada la producción de los múltiples parajes y pueblos. “Se fusionaron diversas cooperativas y nació la Cooperativa Artesanal Zuem Mapuche. Un poco esa es la historia. Acá estamos”, sintetiza Painefil.
Pero ese acá estamos no es poca cosa. En la historia están las grandes nevadas, la explosión del volcán y las largas cenizas que paralizaron todo. Las contingencias de una ciudad que basa su economía en el turismo, la pandemia, que los tuvo un año con el local cerrado, entre tantas cosas más, son décadas de historia. Actualmente, son alrededor de 45 los asociados activos, aunque cuenta que otros participan como pueden. La pandemia también trabó las asambleas para poder realizar los cambios de autoridades, pero Painefil sueña con volver a reunirse pronto y recuerda esos encuentros de más de cien personas donde podían exponer las problemáticas y encontrar puntos de encuentro y apoyo. “Destaco todo lo que se ha logrado con las cooperativas”, dice este hombre que vio nacer y fue impulsor de Federación de Cooperativas de la Línea Sur, donde trabajó largos años, viviendo al menos 20 en Jacobacci. “Uno siente que la gente aprendió a defenderse, a no entregar así nomás lo que produce. También el concepto de organizarse y de pelearla juntos”. Piensa también, como Zulema, en la cantidad de compañeros, compañeras y comunidades indígenas que en estos días salieron a cerrar tranqueras frente al avance minero en la región sur rionegrina. La alerta se enciende por estos días y se vienen reuniendo para planear acciones en el territorio: las tierras en las que habitan las comunidades mapuches son codiciadas principalmente por las empresas extractivistas que avanzan con artimañas de todo tipo.
“La organización tiene que ver con la trayectoria que tienen, con el camino andado. Se ve el sentido de la solidaridad, de trabajar juntos. El cooperativismo educa sobre muchas cosas, aprendés del otro, aparecen cosas muy importantes. Cuando uno cree que está por encima de los demás no apreciás lo que hace el otro. El cooperativismo ha hecho eso: sembrar igualdad”. Cuenta así como los productores medianos comenzaron a trabajar con los más chicos y comenzaron a vender la lana de manera conjunta. “Es un aprendizaje tremendo. Después de un tiempo el más grande evoluciona y quiere que también el chiquito venda: hemos llegado a licitar 200 mil kilos de lana, donde todos los productores chiquitos traían sus producciones. Algunos cuatrocientos kilos, otros 5 mil. Pero esa lana iba toda junta”.
Como a muchos, le preocupa que el saber y el trabajo se vaya perdiendo. “La mayoría de las artesanas están muy viejitas, algunas no siguieron tejiendo y las nuevas generaciones no han tomado mucho de esto, están trabajando en otra cosa, se han ido a estudiar. Es una preocupación: estamos en extinción, somos los únicos que estamos quedando”, dice. Repasando su propia historia cuenta que se crió en el campo, en Pichi Leufu abajo, y que aprendió a hilar por sus abuelas. “En el campo es muy común, si quería algo mi tía me decía: hile y le hago. Y me ayudaba a armar las peleras que después yo terminaba, o algún tipo de manta. Después dejé años, me olvidé. Estuve como 20 años trabajando con las cooperativas en Jacobacci y en un momento dejé todo y me vine por temas de salud. Ya no volví. Estaba mucho tiempo sin hacer nada y empecé a retomar el hilado y el telar. Una compañera que es socia de acá me volvió a orientar y a recordar cosas que me había olvidado y me entusiasmé”.
El agua de la pava en la cocinita de Zuem hierve. Orieta Nactoh se acerca y apaga el fuego. Integra la cooperativa desde el año 2000. Cuenta que había visto tejer mucho a su abuela, pero que aprendió también con sus compañeras. “Cuando vengo acá me siento como en mi casa. Queremos integrar gente joven para que siga el proyecto, pero es difícil”.
Dice que no quiere “que esto se pierda” y pasa sus manos laboriosas por una manta de dibujos complejos en blanco y negro. Cuenta que la persona que la hizo no sabe leer, pero que “tiene todo en su cabeza”. Le gusta trabajar con la lana casi pura, la lava con agua tibia y jabón blanco. Sonríe con los ojos sobre el barbijo y valora que “esta cooperativa no discrimina a nadie: la que sabe más le enseña al que no sabe y así. Vos acá te sentís bien”.
Por Violeta Moraga (Publicada en Nuestras Voces)
Redacción
Cooperativa de Comunicación Popular Al Margen