Desde hace quince años la Asociación de Recicladores Bariloche (ARB) realiza un trabajo fundamental para la comunidad. Con nueva comisión directiva, siguen apostando a la organización para salir adelante.
Saben por el peso de una bolsa el tipo de basura que puede contener. Con una mirada, adivinan si vale la pena meter las manos entre los desperdicios. Dicen que hay gente que escribe “cuidado, vidrio” y otra que llegó a mandar ropa planchada. La gran mayoría tira todo mezclado y hace que el trabajo se vuelva más difícil.
El gesto despreocupado de cerrar una bolsa y despacharla, se vuelve más complejo cuando se sigue la ruta de la basura y se toma conocimiento del minucioso trabajo que despliegan las 58 familias que se desempeñan en la Asociación de Recicladores Bariloche (ARB) clasificando los desperdicios: cartón, latas, vidrio, plástico, papel, metales.
El recorte inmaculado de las montañas contrasta con el manto de basura que se extiende a metros de la ruta 40 Sur, a la altura del Km 7. Las decenas de pájaros carroñeros que sobrevuelan el Vertedero Municipal indican el lugar donde van a parar los residuos de los más de 150 mil habitantes que tiene esta ciudad.
Son las ocho de la mañana. Llueve sin parar hace varios días y los que van llegando ya tienen la ropa mojada. Así van a permanecer durante toda la jornada. El barro se pega en los zapatos donde queda encastrado.
Silvia Acum es la flamante presidenta de la ARB y una de las integrantes más antiguas. Cuando empezaron allá por el 2001, metiéndose en el basural para rescatar comida o lo que se pudiera, éste estaba ubicado del lado del frente. Trabajaban directamente en el manto, abriendo bolsas, separando lo que se pudiera vender, algo que hacían de forma individual. Después comenzaron a organizarse y en el 2003 dieron nacimiento a la asociación.
“Llegue hace casi 20 años al vertedero para subsistir. Tenía hijos chiquitos, estaba sola, no tenía nada. Con el paso del tiempo nos agrupamos, éramos más de 120 familias, muchas de las cuales después se fueron porque lo que se sacaba era muy poco”, recuerda Silvia. “Nunca pensé que iba a llegar a ser presidenta, siempre acompañé desde afuera y en estos años hemos logrado cosas, pero falta mucho. No hay que bajar los brazos, si nos rendimos estamos del otro lado. No vamos a dejar que la crisis nos ataque de nuevo. No podemos”, dice y evoca imágenes de décadas que se repiten: “Ya no hay plata que alcance, es difícil, pero llevo el orgullo de estar donde estoy, desde donde salimos adelante. Te pones en el lugar de las personas que no tienen nada de nada y es muy doloroso. Yo me acuerdo la tristeza de decirle a los chicos: no hay nada”.
Ahora reparten las ganancias según las horas trabajadas. Si no fuera por el fondo compensatorio de 11 mil pesos que otorga el Municipio debido a la disminución abrupta que hubo en la recolección cuando pasaron a trabajar en el galpón –los ocho o diez camiones que sacaban se redujeron a tres o cuatro- no ganarían más de 2 mil pesos por mes, trabajando cinco horas de lunes a sábado. Y es que la planta cambió la forma de trabajo, pero en la práctica se redujo la juntada de materiales ya que desde el municipio no se hace una recolección diferenciada. Por eso ahora siguen metiéndose en el manto, donde los camiones de Cliba tiran todo junto. “Soñamos con un camión que traiga alguna vez por semana solo lo seco. Eso cambiaría la situación. Hay muchos proyectos, pero sigue viniendo todo mezclado. Lo que llega al galpón separado es lo que traen particulares, o lo que va a buscar nuestro camión a las grandes cadenas que nos separan”, cuenta Carolina Álvarez, vicepresidenta.
– ¿Sirve igual que la gente separe la basura en sus casas?
-Sí, no solo porque se genera la costumbre, para cuando alguna vez logremos el camión especial, sino que cuando uno abre las bolsas se da cuenta enseguida cuando está separado o todo mezclado.
Carolina empezó hace once años. Sus hijas gemelas eran muy chiquitas y aprendió el trabajo a fuerza de hacer. “Entré en pleno invierno, primero estuve tres meses a prueba y después quedé. Sabía lo que me esperaba: no importaba si había nieve o lluvia, tenías que cumplir tu meta que era sacar 20 bolsas y clasificar 25 de plástico: un fardo. Era difícil, agotador: estábamos todo el año en la basura, a la intemperie, sin un techo, no había dónde refugiarse”, recuerda.
Pero siguieron hasta lograr el galpón donde funciona la planta recicladora. “Antes, por ejemplo, la carga de vidrio la hacíamos a pulso, los hombres tiraban las bolsas para arriba y ahí las mujeres molían”. Era un tiempo eterno y un esfuerzo descomunal a lo largo de siete u ocho horas que ahora se redujeron a tres. “Hoy estamos mejor, tenemos la facilidad de esa máquina y arriba vamos moliendo con un fierro u otra botella”, explica.
Ya es el mediodía. El primer turno termina a las 13. Carolina anota con letra redonda las toneladas que llevan acopiadas. En una pared están detallados los costos: 3 pesos el kilo de cartón de primera, 2,30 el de segunda, igual que el papel mixto. Las tapitas 3 pesos. Pagan por kilo y hay distintos precios según el material. Computa todo prolijamente y baja a la planta.
Algunas mujeres se agrupan al final de la jornada. Prosperina cuenta que vino de Comallo, donde trabajaba desde que era niña. Tiene seis hijos y desde hace 15 está en la ARB. “Lo primero que hago cuando llego acá es ir a estudiar. Estoy terminando la primaria”, relata.
Desde hace un tiempo funciona un aula donde varios siguen sus estudios como parte del compromiso para recibir ayuda con el Plan Argentina Trabaja. De ahí comienzan la labor. Moler vidrio, separar las latas, recibir los camiones, internarse en el manto para abrir bolsas. “Ya de acá no me voy, con 54 años dónde voy a trabajar. Acá salimos adelante”, dice.
Elías, Matías y José se sientan después de una mañana ardua. “Estoy hace seis años, entré cuando tenía 21. Mi mamá ya trabajaba acá”, narra uno de ellos. “Ahora trabajamos en la planta pero igual vamos a juntar abajo, porque lo que dejan para reciclar no es mucho. Allá está todo mezclado, pero se nota cuando la gente separa y uno no tiene que estar sacando la yerba u otros desperdicios”, sigue. Cuenta que se van dividiendo: los hombres juntan las botellas y las mujeres plástico y cartón, generalmente. Después hay que ayudar a cargar el camión de la asociación- que ya no da a basto- y clasificar lo que se manda a Buenos Aires.
A la ganancia le tienen que descontar el envío que sale 18 mil pesos y el resto queda para repartir según las horas trabajadas. Se encarga un coordinador o una coordinadora que va rotando todos los meses “para que todos pasen por esa experiencia y vean cómo es ese rol”.
Lo cierto es que el trabajo de la ARB no solo es una herramienta de subsistencia para las familias, sino una labor central para la comunidad y el ambiente: son toneladas de basura las que se reciclan, que si no fuera por la labor minuciosa de las manos que las separan quedarían allí, tratando de ser enterradas, como hoy pasa con gran parte debido a la falta de una política que concrete la separación en origen, poniendo nuevamente al borde del colapso al vertedero.
Por eso la toma de conciencia de la población sobre la importancia de separar los residuos y ayudar en el circuito es importante, pero necesita sumar el acompañamiento del municipio para concretar proyectos truncos como la recolección diferenciada, asumiendo las acciones necesarias para mejorar las condiciones de trabajo en la planta, donde por estas horas sigue un trabajo silencioso que no se detiene.
Por Violeta Moraga
Fotografía Eugenia Neme
Equipo de Comunicación Popular Colectivo al Margen