Este relato ganó una mención en la segunda edición del concurso de Crónicas Patagónicas de la Fundación de Periodismo Patagónico. Ésta es la historia de Veronique Capron, una marinera francesa que pasó 23 días en una isla desierta en los fiordos de Chile. Su deseo era cruzar en velero el estrecho de Magallanes. Una falla inesperada cambió su rumbo: una pérdida de gas, un fósforo, una llamarada en la cabina y el barco se hundió delante de sus ojos.
Veronique Capron baja a la laguna de El Trébol con Kaia, su perra. Se saca el vestido -corroído por el aire de mar- y camina hacia la orilla. De a poco sus piernas largas, su cadera, sus hombros huesudos se unen a su reflejo en el agua. Después de treinta años bajo el sol de la Polinesia y las marcas del naufragio, su piel ahora tiene un color indefinido. Sumerge su cabeza justo antes del arco de juncos. Kaia la espera en la orilla.
Sigo su impulso, pero con titubeos, el fondo de la laguna es arcilloso. Atravieso la hilera de juncos y una franja de algas me roza el cuerpo. En el barrio El Trébol dicen que Veronique sobrevivió comiendo algas durante 23 días en una isla al sur de Chile. Nada con una brazada firme y continua. Traza una línea recta, tal vez, hasta la otra orilla. Dicen en El Trébol que hubo una explosión en el velero, que la cabina voló por los aires, que Veronique se tiró al océano y nadó con los brazos en llamas hasta atrapar el botes salvavidas, mientras su pareja recogía todo lo que podía rescatar del barco.
Ahora Kaya corre de un lado al otro de la orilla, mueve la cola y aúlla como si Veronique volviera de una isla desierta.
***
Tres mañanas a la semana Veronique hace la limpieza de unas cabañas turísticas a doce kilómetros del centro de Bariloche. Son cinco pirámides de madera con la punta transparente, una combinación inédita entre la mística egipcia y las fuerzas telúricas de las montañas.
Por las tardes, en el estacionamiento de tierra de las cabañas, se junta con sus amigos franceses a jugar a la Petanca, una especie de juego de bochas con bolas de metal. Ella lo jugaba de chica con su padre en París. Cada uno tiene su estilo; el ex bailarín y propietario de las pirámides andinas, flexiona sus rodillas e impulsa con todo su cuerpo la bola que marca una curva en el aire y cae indecisa hasta que se detiene. Su hermano solo mueve el brazo arrojando la bola con la palma hacia abajo, apuntando a desviar las bolas de sus contrincantes. Si hay dudas, saca el centímetro y mide los milímetros exactos.
Veronique tiene puesta una camisa de manga corta y unas bermudas hasta las rodillas. La piel de sus brazos exhibe una historia de vida en el mar: lunares, arrugas, cicatrices, manchas de sol. Mientras espera su turno, canta las canciones de ídolos franceses -ya muertos- que suenan en una tablet sobre el parabrisas de una camioneta. Ahora apunta y lanza con certeza. Su jugada es imbatible.
Al final de la partida comparten una cerveza helada. Veronique brinda como un primer oficial con sus marineros al llegar al puerto de una colonia de ultramar.
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Una tarde calurosa nadamos hasta un pequeño muelle escondido entre los juncos. Nos trepamos con cuidado, algunas tablas están sueltas. El sol arde sobre nuestros hombros. Veronique no usa protector solar, cree que es todo un invento de las industrias farmacéuticas. Se prepara su propia crema de coco, una receta que aprendió de las mujeres polinesias y se la unta antes de irse a dormir.
Los tábanos nos descubren. Hay uno que insiste en revolotear sobre su cabeza.
Me cuenta que en Chile los tábanos son gigantes, que en la isla desierta, después del naufragio, se encerraban en la carpa durante las horas de sol para evitar que los comieran vivos.
Le pregunto qué hacía todo ese tiempo dentro de la carpa.
-Llevaba un diario -me dice-, lo escribía todos los días para no perder la noción del tiempo. En el velero teníamos un container, que no se hunde, donde guardábamos medicamentos, libros, alimentos, una bengala, una caña de pescar, un espejo y otras cosas, y un cuaderno para escribir.
Le pregunto por Pierre, su pareja.
-Podíamos pasar uno o dos días sin hablarnos -me dice-. Estamos acostumbrados a estar los dos solos. Diez años navegando juntos. En el barco es lo mismo, pero ahí sabés que al cabo de un tiempo echás ancla en un lugar.
El mismo tábano se posa sobre su pelo lacio y canoso. Parece no molestarle.
-Habíamos descubierto una cascada de agua dulce -me cuenta como si eso bastara para mantener la calma en una isla desierta-. Teníamos comida, paquetes de fideos, arroz, que habíamos atrapado flotando entre las olas. No había nada que hacer. Solo esperar a que nos rescaten -agrega como si nunca hubiera dudado de que iba a sobrevivir.
Después habla sobre la gente de mar, la describe como “gente de otra especie”. -Nos acusan de egoístas -me dice-. Pero no, no somos egoístas, es una necesidad de irse, de dejar todo, no podemos luchar contra eso. Pierre luchó en la segunda guerra mundial en el frente ruso y en Vietnam. Después de tanta muerte, querés irte de la civilización.
Otro tábano se acerca a su oreja y esta vez hace un gesto con la mano para espantarlo.
***
Se trastabilla con un tronco en el sendero que va de la laguna a la ruta. Rueda por el suelo sin emitir sonido, ni siquiera el instintivo ¡Ay! ante la sorpresa de la caída. Se sostiene de unas cañas para ponerse de pie y sigue con su relato justo donde lo dejó, cuando -después de un año y medio de estar separados, Pierre cansado de pasear a turistas por las islas del Caribe y Veronique, que había terminado su contrato a bordo de un velero de franceses que querían conocer la Polinesia, se vuelven a encontrar y Pierre la invita a cruzar el estrecho de Magallanes. Veronique se da vuelta, me mira y sonríe como si le hubieran propuesto matrimonio.
Atravesar ese estrecho según el escritor Meneses -testigo de ese cruce de océanos-: “es como obtener un título nobiliario en bares de navegantes en Francia”. Pigafetta, el cronista de Magallanes, lo describe como una encrucijada de bahías, fiordos y canales, como un gran imán cuyo magnetismo azota a los buques contra la costa. Cuenta que solo dos carabelas tajaron por primera vez esas aguas. La tercer nave desertó ante la amenaza del naufragio.
Veronique se toma de una rama para subir la cuesta de tierra resbaladiza. Me cuenta que el plan era hacerlo en sentido inverso a Magallanes, atravesar ese pasaje desde la Isla de Chiloé hacia el Atlántico, si esa pérdida de gas no hubiera existido.
Antes, en la orilla de la laguna, me mostró fotos de su velero: La Nouvelle Brise. En una se ve el barco acercándose, a través de aguas cristalinas, a la isla de Raitea en la Polinesia francesa. En otras se evidencia la fuerza abrasiva del fuego y del agua. La armada chilena los ayudó a reflotar el velero hasta Puerto Chacabuco. Veronique, con anteojos y un mameluco azul, se asoma entre los restos de lo que fue su vida en el mar. Es como entrar en el interior de un animal carcomido por un ave carroñera.
Una vez arriba en la ruta me doy cuenta que por entre los dedos de su pie derecho chorrea sangre. Le ofrezco llevarla a su casa. Pero rechaza mi ayuda con un movimiento de la cabeza. Insisto. Me dice que está cerca. Se saca las ojotas y cruza la ruta, escoltada por Kaia. Dobla por una calle de tierra, amancays y cipreses.
***
La invito a una fiesta. Lleva una remera con flores azules, jeans, sandalias y el tobillo derecho vendado. Tomamos vino y bailamos. Antes de irse me entrega el mismo álbum de fotos que me mostró en la laguna.
A la mañana siguiente, abro el álbum y encuentro unas hojas dobladas, escritas a mano, arrancadas de un cuaderno de espiral y un artículo de diario viejo. Leo solo el título: Rescatan a dos tripulantes de yate francés en el litoral de Aysén y observo la foto de Veronique -con el pelo corto, castaño- y Pierre -casi pelado- sonriendo en el barco de la armada chilena.
Tomo las hojas manuscritas: son cinco, están numeradas y traducidas al español.
15 de diciembre 2005
Después de múltiples anclajes en la costa este de Chiloé, atacamos el terrible golfo de Corcovado. 20 millas separan el sur de Chiloé de las islas Guaitecas, archipiélago de islotes inhabitados.
Tuvimos un meteo increíble: sol, calor. Con el motor deslizamos en un espejo donde las cumbres nevadas se doblan, tienen la cabeza al revés. Llegamos a la caleta Millabu en la isla Clemente. Pierre cambia la botella de gas (13 kg) francesa por una chilena. La noche es linda: estrellas sin viento. Nuestra última noche en la Nouvelle Brise.
16 de diciembre
Me levanto a las 8.30. Raspo una cerilla para calentar la pava y una explosión extrema me sorprende. Pierre se levanta y ve que el techo, los tragaluces, el cockpit son revueltos 1 m, el fregadero no está en su lugar., el agua empieza a subir. Cierra todas las compuertas, pero la del baño no alcanza. De repente pienso en el dinghy… se fue. Sin pensar me meto al mar para traerlo. El casco de aluminio está torcido y falta un tapón, el agua sube.
Nos queda el bote de sobrevida que por milagro no explotó. Tomamos todo lo que está a nuestro alcance. La Nouvelle Brise se hundió a 2, 50 m. Era marea baja. Ponemos la vela para que el viento acerque el barco a la orilla.
La primera noche fue caótica. Marea alta. El bote sobrevida choca contra las rocas. No puedo dormir. Me duelen los brazos, mi cara está hinchada. Pierre corta mi pelo quemado con un cuchillo.
17 de diciembre
Marea baja. Buscamos un lugar para instalarnos. El primer café. El día pasa esperando una lancha. Mis brazos están negros.
22 de diciembre
Decidimos remar al encuentro de una lancha. Remar es fácil, pero la sobrevida no es para eso, es para que nos vean en altamar. No tenemos reloj. Es difícil calcular las mareas para que la corriente nos lleve. Contra el viento imposible! Mis brazos están sangrando.Volvemos.
Conrad compara -en una escena de Lord Jim- la pérdida de un barco con la pérdida de la cordura: “Es como si las almas de esos hombres que flotan sobre un abismo y que están en contacto con la inmensidad hubieran quedado en libertad para cometer cualquier desmesura heróica, ridícula o abominable.”[1]
31 de diciembre.
Celebramos con una vela y dos alfajores.
1 de enero
Bruma. Viento del norte. Encuentro una chapa. Cocinar chapatis: ¡Es la fiesta!
2 de enero
Hay poca vida en la isla. Las focas que bucean alrededor del barco y nos roban los peces que intentamos pescar. Escribo SOS con piedras sobre la playa.
3 de enero
Lluvia. No fuego. No comida caliente.
4 de enero
Percibo un ruido lejano. No es la cascada, que creció con la lluvia de ayer. Es un avión. Lanzamos la bengala para que nos vea. Bailamos, gritamos, lloramos de alegría.
***
-¿Sentiste miedo?
-No. El primer día lloramos los dos. No por miedo. Para sacar fuera todo lo que no podíamos decir. Miedo no. No podés abandonarte, tenés que luchar por tu vida. ¿Te acordás de los pasajeros que se cayeron del ferry cerca de la costa uruguaya? Los autos estaban mal puestos y las olas los volcó hacia un lado. Cuatro hombres cayeron al mar, solo uno sobrevivió. Se iban muriendo de hambre, de desesperación.
…Me perturbaba el viento que golpeaba contra la vela. Ese fuuu, fuuu me recordaba la Nouvelle Brise hundida frente a nosotros, a mi otra vida. Era la prueba de que la aventura había terminado.
La madrugada del 5 de enero del 2006 llegó la armada chilena. Seis horas -a veinte nudos de velocidad, bajo la lluvia y el viento- tardaron en alcanzar Puerto Chacabuco. La armada los alojó durante 15 días y los ayudó con el rescate del velero. Un amigo de Puerto Montt les adelantó el dinero para pagar una lancha pesquera, a sus tripulantes y a un buzo para reflotarlo. La Nouvelle Brise estaba destrozada. Hasta ese momento estaban convencidos que podían arreglarla y seguir navegando. Había sido su hogar durante diez años: Venezuela, San Blas, Panamá, Galápagos, Marquesas, Tahití, Tuamotus, Kiribati, Hawai, Alaska, Vancouver, San Francisco, Tonga, Nueva Zelanda, Nueva Caledonia, Polinesia francesa y Chile. Una vez que se recuperaron del shock, rescataron lo que pudieron: el ancla, el motor, algunos vestidos y libros. Se tomaron un colectivo y se fueron a Bariloche, donde unos amigos franceses le prestaron una casa en el barrio El Trébol.
-¿Lo volverías a intentar?
-No me moriré sin atravesar ese canal. Sin Pierre, está viejo y ya no sale de casa.
Antes de irse de Chile, un navegante les compró el casco de aluminio y se lo vendió a otro que tardó 5 años en reconstruir el velero. Como una mujer blindada por la armadura de la determinación, la Nouvelle Brise volvió al océano. Sigue navegando.
[1] Conrad, J. (2002) Lord Jim. Buenos Aires: Edaf (pág 180)
Por Verónica Battaglia
Fotos: Gentileza de Veronique Capron
Cooperativa de Comunicación Popular Al Margen