El enorme caudal de votos libertarios provenientes de clases populares que escrutamos en las PASO nos han puesto a quienes militamos en el campo nacional y popular, progresistas, zurdos, frente a una difícil otredad: una enorme porción de la población que es la nuestra, pero que no entendemos, que hace cosas que nos asustan, que no nos gustan, que nos generan rechazo.
La barbarie se ha hecho presente, y notoria, como si nos tocara vivir nuestro propio aluvión zoológico. Y eso nos pone frente a dos (o más, ahora me ocuparé de dos) grandes problemas discursivos, grandes incomodidades en cómo nos paramos frente a la situación, en cómo nos dirigimos a los otros.
En primer lugar, hay un problema en cómo pensamos a esos otros, o, dicho de forma más llana, cómo resistir el impulso de explicar todo diciendo que los otros están sencillamente equivocados, que son idiotas. Porque estamos muy convencidos, y con razones, de que ese voto mayoritario parte de un error, pero al mismo tiempo tres grandes obstáculos nos impiden insistir en ello: 1) No está en la esencia del campo nacional y popular tratar al pueblo de imbécil, todo por el contrario. Ese es un lujo que se puede permitir la derecha. Incluso es propio de muchas de las ilustradas y elitistas izquierdas “rojas”. Pero no nosotros. La identidad misma del peronismo (agradezcámoslo) nos lo impide. 2) Tal reacción sería un acto de arrogancia muy difícil de sostener, y algo reñido con la realidad, considerando las importantes faltas y las muchas frustraciones a las que nos ha sometido el gobierno que debemos defender. 3) Desde un punto de vista más pragmático, tratar al otro de idiota no suele ser un buen modo de conseguir votos.
Por estas razones nos encontramos frente a una contradicción interna que resulta paralizante, o que termina cristalizándose en aquello que finalmente terminamos haciendo: declaramos de buena fe nuestro respeto a la elección de nuestros conciudadanos, afirmamos nuestra máxima voluntad para escuchar el mensaje del voto popular, y acto seguido pasamos a explicar todos los errores, horrores y estupideces cometidos por los otros. ¿Qué otra nos queda? ¿Qué debemos hacer, entonces? No podemos, desde ya, renunciar a nuestras convicciones y abrazar la causa libertaria, aceptar dolarizaciones, vouchers y defensoras de genocidas como soluciones ideales para las desigualdades y problemas de las clases populares argentinas. Pero tampoco podemos permitirnos la soberbia de defender a ultranza el lugar que ocupamos, que acostumbramos ocupar, y que ha fracasado tanto en el gobierno como en el cuarto oscuro.
Lo que quizás debamos hacer es algo a lo que la grieta nos ha desacostumbrado, aquello que normalmente se hace en un desacuerdo entre personas de buena fe, que se quieren, se respetan y desean volver a estar del mismo lado: escucharse, esperar de ambas partes que estén dispuestas a cambiar su posición, y apostar a que la solución está a mitad de camino. Por eso, la idea de esta nota es la de colaborar en la medida de lo posible en la parte que nos toca, es decir, la de empezar a pensar cómo movernos de nuestra posición, cuáles son nuestros errores, qué podemos escuchar del otro, qué cosas podemos cambiar, qué pasos podemos conceder para acercarnos a ese punto medio del camino que nos ha separado de buena parte del pueblo en las urnas. Y eso duele, nos hace decir y escuchar cosas que no queríamos decir ni escuchar. Y eso pasará, seguramente, a continuación, con el segundo de los dos grandes problemas que quería tratar acá. El lector está advertido.
El campo nacional y popular ha asentado en buena medida su identidad en una serie de derechos adquiridos para la clase trabajadora (y ha basado allí también su unidad: son esos mismos derechos los que nunca cuestionó Sergio Massa, y por los que hoy podemos votarlo después del camino transcurrido). Hablamos del aguinaldo, vacaciones, indemnización, obra social, paritarias, derecho a huelga. Son derechos que, por su naturaleza, garantiza el estado, y por ende dependen de, y están restringidos a, el empleo registrado. Por otra parte, la cara visible de otros derechos que defendemos, y que sí son universales, como la salud y la educación públicas, es una serie de trabajadores registrados que con frecuencia ponen sobre la mesa los derechos que tienen como tales.
Y el problema es que, al menos desde el retorno de la democracia, aun si la proporción de la población económicamente activa que tiene trabajo en blanco ha variado mucho, a veces para mejor, siempre ha sido mucho, muchísimo menor a la que necesitamos para que el empleo registrado sea garantía de justicia social, siempre ha estado lejísimos de ser algo que pueda ser llamado decorosamente “universal”. Y así tenemos hoy un grupo importantísimo de argentinos que no conocen el empleo en blanco, que nunca lo han tenido, que nunca lo han visto en sus padres, que raramente lo han encontrado entre sus vecinos y que, cada vez más, a eso que nosotros llamamos “derechos” han empezado a decirle “privilegios”.
Nuevamente nos encontramos frente a una contradicción, en un dilema que no podemos aceptar: el que nos fuerza a elegir entre atrincherarnos en la defensa del statu quo de una colección de sujetos supuestamente privilegiados, o abrazar la flexibilización laboral, aplaudir la aplicación universal de la uberización de la economía como una bandera de la equidad y la distribución. Y, nuevamente, como en el primer problema que planteamos, es un laberinto del que se sale por arriba, un dilema del que salimos negándonos a aceptarlo como tal.
La única tarea que puede sacarnos de ese dilema es la de hacer todo lo que esté a nuestro alcance para desarticular la idea de que los derechos de los trabajadores de la economía formal están en contradicción con el número enorme y creciente de los trabajadores que están en la informalidad, y muchas veces en la marginalidad. Que es lo mismo que decir que la tarea que nos espera es la de hacer todo lo que esté a nuestro alcance para recomponer un vínculo social, para reparar y reconstruir el tejido de la solidaridad social de la clase trabajadora.
Decir esto es muy sencillo, suena muy bonito, y estoy seguro de que convence a una muy buena parte de los lectores de esta nota. Pero mejor que decir es hacer, decía alguien, y hacer es mucho más difícil que eso. Porque la tarea, entonces, no es la de decir, la de insistir en que existe un vínculo solidario que los otros no ven, en el que los otros no creen, sobre el que los otros se equivocan. La tarea es la de hacer que los intereses de los trabajadores de la economía formal no estén en contradicción con el número enorme y creciente de los trabajadores que están en la informalidad y, sobre todo, la de ponernos nosotros como misión y como prioridad no hacer nada que colabore con esa contradicción.
¿Cómo se hace eso? Con solidaridad, y con esa solidaridad que a veces duele. Sosteniendo, por supuesto, que las vacaciones, la indemnización, el aguinaldo son derechos a los que no hay que renunciar. Pero reconociendo que probablemente en este momento la prioridad sea otra. Que quizás no estamos viendo las preocupaciones de los otros, que no están atravesados por la urgencia de defender esos derechos y cuyas necesidades son hoy más urgentes. Está transcurriendo la tercera semana posterior a las PASO. En la primera de ellas nuestro movimiento entero cerró filas para enfrentar a las amenazas que sufre el CONICET, las movilizaciones se produjeron en el pabellón del ministerio de ciencia y técnica. En la segunda se viralizaron en redes las defensas cerradas de Aerolíneas Argentinas. Esta tercera semana empieza en nuestra ciudad con el anuncio de un paro de 48 hs. del gremio estatal, con sus consecuentes dos días sin clases. Defendemos a muerte, por supuesto, el Conicet, Aerolíneas Argentinas, el derecho a huelga y los sueldos de los empleados estatales. Pero es posible que si dejamos de gritarlo por un instante (por ejemplo, por ese instante de diez semanas que separa las PASO de la elección general) podamos escuchar a los otros, a aquellos a quienes los beneficios de la ciencia nacional le quedan muy lejos, que jamás viajaron en avión, que no pueden hacer paro, para los que un día de sus hijos sin clase es un día sin ingresos, y que están enojados, y que sienten que quienes formamos hoy el campo nacional y popular nos hemos olvidado un poco de que la patria también son ellos, de que la patria es el otro, son los otros.
Por Manuel Abeledo
Cooperativa de Comunicación Popular Al Margen
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