El modelo agroindustrial posibilitó resultados económicos irrefutables para algunos de los productores que lo implementaron. Pero, al mismo tiempo, estos números exitosos de rentabilidad están cimentados en enormes asimetrías económicas hacia adentro y hacia afuera del modelo agropecuario. ¿Cómo revertirlo? Por Juan Martín Azerrat.

Del conflicto de la “125” a la actualidad, es necesario realizar un esfuerzo a la hora de caracterizar a lo que denominamos como “el campo” y existe una insuficiente política estratégica hacia este sector clave no solo para la economía, sino también, para la construcción del federalismo
Hablar de “el campo” en la actualidad implica analizar a un sector que sufrió notables transformaciones en su estructura socioeconómica en los últimos 30 años. Durante estas tres décadas se consolidó un modelo agropecuario específico que modificó el “tradicionalismo” histórico al cual estábamos acostumbrados. Las dos variables claves -pero no las únicas- que podemos remarcar son: el notable incremento productivo vía rindes de monocultivos y la igualmente notable degradación social y ambiental requerida para ello.
Junto a Brasil y EEUU, Argentina es uno de los mayores productores agropecuarios del mundo (Gras y Hernández 2013). Por ejemplo, para la campaña 2020/2021 el país produjo 45 millones de toneladas de soja en 16,9 millones de hectáreas, 52 millones de toneladas de maíz en 7,3 millones de hectáreas y 17 millones de toneladas de trigo en 6,5 millones de hectáreas (Bolsa de Comercio de Rosario 2021). Esto representa para la Argentina ser, para el 2020, el 3° exportador a nivel mundial de soja (detrás de EE. UU. y Brasil), el 2° de maíz (detrás de EE. UU.) y el 7° de trigo (2° de América detrás de EE. UU.). A su vez, sumadas, esto representa una superficie de 30 millones de hectáreas destinadas a estos tres cultivos que equivalen a la superficie total de Italia, la mitad de la superficie de Francia, ¾ de la superficie de Alemania o 10 veces la superficie de Bélgica u Holanda. Estos rindes económicos sólo pueden explicarse a partir de la transformación profunda y rápida que se ha dado en el modelo agropecuario en las últimas tres décadas. Una “revolución no tan silenciosa” (Bisang et al., 2008) que ha posibilitado la expansión y rendimiento económico de las cosechas argentinas.
Este modelo de carácter agroindustrial, posibilitó resultados económicos irrefutables para algunos de los productores que lo implementaron. Pero, al mismo tiempo, estos números exitosos de rentabilidad están cimentados en enormes asimetrías económicas hacia adentro y hacia afuera del modelo agropecuario. Hacia adentro, vemos una considerable disminución de Explotaciones Agropecuarias (EAPs) al mismo tiempo que se expandió territorialmente la frontera agraria productiva. En los últimos 20 años las EAP se han reducido en un 42% (INDEC, 2019). Esto significa que la producción se concentró y muchos productores remataron o vendieron sus campos por deudas adquiridas para capitalizarse y formar parte de este modelo (Leguizamón 2020). Hacia fuera del modelo, mientras las cosechas aumentaron a niveles récord, también lo hicieron los precios de los alimentos para el consumo local. El resultado es que actualmente, según el Banco Mundial, en Argentina un porcentaje de más del 20% de la población tienen dificultad para acceder a los alimentos de forma regular (Perfil 2021). Sumado a esto, en términos ambientales, al igual que Brasil y EE.UU., Argentina atraviesa un proceso de desertificación del 70%de sus tierras productivas resultado del “manejo ganadero, forestal o agrícola no sostenible; la deforestación y el uso inadecuado de los recursos hídricos” (Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sustentable de la Nación 2018). En un contexto donde existe evidencia robusta de la capacidad de los suelos para capturar altas cantidades de carbono del aire posibilitando una alternativa de solución al cambio climático (Ferrelli et al. 2015; Nicholls y Altieri 2017), la mayoría de los suelos destinados a la actividad agropecuaria pierden esta capacidad cada año.

Veamos esta situación en números según los datos brindados por el Censo Agropecuario confeccionado por el INDEC:
● Entre 2002 y 2018, la cantidad de hectáreas utilizadas para la actividad agropecuaria pasó de 33.491.480 ha a 168.837.695 ha respectivamente.
● Entre el 2002 y 2018, la producción de cultivos pasó de aproximadamente 70 millones de toneladas a más de 130 millones de toneladas respectivamente[i].
● Sin embargo, la cantidad de Explotaciones Agropecuarias (EAP) se redujo en un 42%, es decir, pasó de 421.221 en 1998 a 249.663 en 2018.
● Si bien a partir de la sanción de la Ley de Bosques (2007) la deforestación tuvo una baja considerable año a año, los desmontes legales e ilegales que acompañaron este crecimiento agropecuario es dramático (Figueroa 2021).
Como reflejan estos datos estructurales, la actividad agropecuaria se transformó notablemente, y tuvo como punto de partida dos hechos que constituyen un pathdependence: a) la aprobación en 1996 de la primera semilla genéticamente modificada (GM) de soja que abrió el juego a un nuevo paradigma productivo y, b) la salida de la convertibilidad en el año 2001 que significó un inicio dramático para las quiebras y remates masivos con su consecuente concentración de la tierra que no se ha frenado desde entonces.
Para el primer punto, es imposible pensar la suba de la productividad de la actividad agropecuaria sin la introducción de un paquete tecnológico asociado a los principios básicos de la Revolución Verde Norteamericana. Este paquete se compone de semillas transgénicas, agroquímicos, maquinaria industrial y actores externos a la actividad agropecuaria que capitalizan el modelo (Gras y Hernández 2013, 26; Giraldo 2019, 35). Se trata de un modelo que se extiende a nivel global desde una metodología específica en la cual el ambiente es considerado un factor de producción que puede ser controlado y moldeado desde la racionalización científica-tecnológica (Gras y Hernández 2016; Phélinas y Choumert 2017). Este modelo transformó notoriamente la dinámica agraria bajo una idea estructurante: lograr la mayor cantidad de rindes al menor costo posible con la aplicación de nuevas tecnologías (Leguizamón 2016b). Esta idea, arraigada en una visión economicista de la actividad agropecuaria, contagió las decisiones de la mayoría de los productores agropecuarios convencionales que implementaron este modelo homogéneamente en zonas rurales muy heterogéneas entre sí. Sin embargo, numerosos trabajos dan cuenta de los impactos ambientales y sociales que este boom economicista generó en el sector agropecuario argentino (Gras 2009; Leguizamón 2016a; Cáceres 2015).

También, el sujeto agrario se modificó notablemente. Hoy encontramos, al menos, cuatro grandes actores en el sector agropecuario (Bisang 2022) que a su vez se diferencian notoriamente hacia adentro de cada uno de ellos:
● Productor agropecuario
● Peón Rural
● Empresas Contratistas/Servicios
● Empresas Acopiadoras/Exportadoras
Estos cuatro grandes sujetos agrarios que hoy confirman la actividad agropecuaria, deben ser tratados y estudiados en detalle por separado ya que configuran una red de actores muy heterogéneos entre sí. A modo de ejemplo, se puede mencionar que no es lo mismo un productor agropecuario rentista que alquila 50.000 hectáreas a otros productores, que un productor promedio de 1000 hectáreas que vive y trabaja en su campo; no es lo mismo una pyme que ofrece servicios (máquinas, semillas, agroquímicos, etc.) que una multinacional como Bayer; no es lo mismo una empresa acopiadora cooperativa (que todavía las hay y muchas) que una empresa concentrada como Grobocopatel. Es decir, debemos ser muy rigurosos para entender la compleja red de actores e intereses que hoy conforman “el campo”.
Este breve panorama nos induce a realizar varias aproximaciones:
● En la actividad agropecuaria existe una tendencia a la desaparición del productor agropecuario y del peón rural como sujetos agrarios. Al mismo tiempo, las decisiones respecto de la producción se concentran en grandes empresas contratistas, empresas exportadoras grandes terratenientes rentistas.
● Numerosos y recientes trabajos dan cuenta de la aceleración de la degradación de la capacidad productiva de nuestros suelos aptos en la Región Pampeana y cómo la concentración de la tierra tiende a la degradación ambiental (Marinara, Sacchi, y Gasparri 2022; Nicolas et al. 2022; Garibaldi et al. 2023).
● El punto anterior tiene una consecuencia directa en los costos de producción: Argentina es uno de los países con mayor uso de agroquímicos (en especial herbicidas y fertilizantes) por unidad de tierra productiva del mundo llegando a 6kg por hectárea según OurWord in Data (2019) [ii]. Se usan más químicos, mientras que los suelos necesitan cada vez mayor fertilización y las “malezas resistentes” necesitan cada vez mayor cantidad de químicos para eliminarlas.
● A su vez, de acuerdo al Censo Agropecuario 2019, en la Región Pampeana más del 50% de la producción se realiza sobre suelo alquilado. El promedio del costo del alquiler en estos suelos son del 40%-50% del costo total de producción[iii], es decir, una situación pre capitalista. Existe en la actividad agropecuaria una captura rentística por parte de los grandes propietarios rurales (definamos “grandes” aquellos que poseen más de 10.000 hectáreas) que no tiene racionalidad económica. ¿Existe alguna actividad en Argentina en la cual el alquiler se lleve entre el 40-50% del costo de producción?
● Todo indica que estas tendencias, lejos de revertirse, se profundizarán en el futuro como en las últimas tres décadas, por la necesidad del pago de intereses y cuotas de la deuda con el Fondo Monetario Internacional. Este condicionamiento es una de las causas por las cuales sectores del gobierno nacional buscan potenciar un modelo agro-bío-industrial (como lo ha definido tanto el presidente como los ministros y secretario de Agricultura, Ganadería y Pesca[iv]).

¿Qué podemos hacer?
Lo primero y más importante es pensar una política rural estratégica desde un enfoque Nacional y Popular, es decir, pensar la problemática desde una mirada de soberanía nacional, independencia económica y de justicia social. La desaparición del productor agropecuario y del peón rural como sujeto agrario central de la actividad atenta contra los tres pilares de una política rural Nacional y Popular.
En primer lugar, no podemos esperar que la soberanía nacional se exprese en las empresas (nacionales e internacionales) de exportación de granos y derivados ya que el trabajo rural se expresa en los campos, no en el capital financiero-rentístico. La consolidación de las empresas contratistas y exportadoras como los sujetos centrales en la toma de decisiones de la actividad agropecuaria da muestras de la pérdida de soberanía nacional sobre nuestro principal bien común estratégico. Como se describió brevemente en la introducción, el cooperativismo y las Ligas Agrarias deberían ser un eje central para cuidar y reconstruir al sujeto agrario que habita y trabaja en el campo. ¿Hay posibilidad de pensar un país federal mientras el éxodo rural hacia las grandes urbes se sigue profundizando? ¿Es posible pensar la soberanía nacional si el principal sujeto agrario de nuestro principal bien común estratégico deja de ser y deja de estar (en términos de Rodolfo Kusch[v])?
Es urgente implementar políticas de reconstrucción de las condiciones de vida rural y de cuidado del productor agropecuario, principalmente los pequeños y medianos.
En segundo lugar, es necesario descentralizar las políticas en otros modelos agropecuarios posibles. Actualmente, el financiamiento público-privado se destina casi exclusivamente a un modelo agropecuario particular (el agrobioindustrial), sin embargo, en la actividad agropecuaria habitan otros modelos que no se dedican exclusivamente a la producción de granos y derivados para la exportación. Numerosos trabajos dan cuenta de la potencialidad en la generación de empleo, producción estable y conservación del ambiente por parte de modelos como la agro ecología que se desarrollan con un marginal acompañamiento de políticas (nacionales, provinciales y locales -estas últimas con contadas excepciones-) y muestran empíricamente que es falso el planteo de que solo hay un modelo agropecuario posible (Tittonell et al. 2020; Cotroneo, Walsh, y Jacobo 2021; Azerrat 2021) [vi].

En tercer lugar, planificar estratégicamente el uso de los suelos. No podemos obviar la injusticia que existe en el acceso de alimentos accesibles, variados y saludables para la población en general, en un país cuya principal actividad económica se realiza en torno a la producción de alimentos. Es necesario pensar, desde un enfoque nacional y popular, el uso de los suelos de al menos una parte de la tierra apta. Es cierto que también existe un problema en la distribución de los alimentos, pero es difícil asumir que teniendo todas las condiciones ambientales y humanas para alimentar al pueblo, más del 50% de los niños/as y jóvenes menores de 18 años tengan problemas de acceso a la alimentación saludable[vii]. Planificar el uso de los suelos no es en detrimento de nadie, sino que puede ser un ganar-ganar para todos los actores involucrados. Es necesario definir qué suelo será destinado para la producción nacional, cuál lo será para la producción exportable y cuál para la conservación y regeneración del ambiente.
En cuarto lugar, administrar, controlar y regular el comercio agropecuario exportable. En los últimos años se evidenciaron las numerosas maniobras que las empresas exportadoras realizan con el fin de evadir impuestos y evitar la declaración de la producción real exportada. Es evidente que el control vía derechos de exportación es insuficiente y es necesario repensar los mecanismos por los cuales el Estado Nacional asegura un intercambio comercial justo y equitativo. En esa línea podemos pensar desde la reconstrucción de una Marina Mercante hasta Instituciones y empresas nacionales que regulen desde la competencia en el mercado (por ejemplo, como lo hace YPF en el mercado local de los combustibles).
En síntesis, este breve artículo pretende ser un disparador para pensar y re discutir una política agropecuaria Nacional y Popular en función de datos preocupantes para la obtención de soberanía nacional, independencia económica y justicia social. El primer paso, tal vez, sea comenzar a desglosar lo que denominamos “el campo” y comencemos a tener mayor rigurosidad en la caracterización actual del sujeto agrario y vincularla con el recorrido histórico que marcó su configuración. Sin una política agropecuaria nacional y popular, difícilmente podamos construir una justicia social efectiva, duradera y federal.
[i] Ver en https://www.agrositio.com.ar/noticia/217551-destinos-de-la-produccion-de-granos-de-la-campana-2021
[ii][ii] Ver en https://ourworldindata.org/pesticides
[iii] Ver en https://www.bcr.com.ar/sites/default/files/2022-04/gea_760_2022_04_28.pdf
[iv] Ver en https://www.telam.com.ar/notas/202203/584960-fernandez-destaco-el-crecimiento-de-produccion-agropecuaria-y-puesta-en-marcha-de-planes-sectoriales.html
[v] Ver “Geocultura del hombre americano” de Rodolfo Kusch (1976).
[vi] Además ver https://aapepyg.com/2021/07/01/la-agroecologia-como-oportunidad-desandando-mitos/ y https://aapepyg.com/2022/02/11/cambio_climatico-y-agroecologia-como-afecto-la-historica-ola-de-calor-a-los-campos-agroecologicos-extensivos/
[vii] Ver en https://www.unicef.org/argentina/comunicados-prensa/mas-de-un-millon-de-ninas-ninos-y-adolescentes-se-priva-de-una-comida-diaria
Por Juan Martín Azerrat Doctorando en Ciencia Política (UNSAM), Becario Doctoral CONICET (IIDyPCa-UNRN).
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