Tiempos de relaciones vía Zoom, los afectos y los efectos del confinamiento. Desde Bariloche se enteró que su papá tenía coronavirus. Crónica conmovedora de un compañero que lo puso en palabras.
Te llamo por Facebook. Eso le dije a mi mamá, pensando en otra alternativa a la videollamada. Se entrecortaba, la cadena de datos se perdía, la imagen se congelaba, su sonrisa no aparecía. Mi viejo al lado miraba como queriendo descifrar qué decía su nieta menor, porque además de jodido de los pulmones está sordo. Había estado con fiebre, tos y medio que mi mamá lo obligó a participar de la no conexión. La imagen desinencial, el ahogo del video, del audio, del en vivo. En la llamada todo se perdía y yo extrañaba las tradicionales, viejas, comunes llamadas por teléfono, como cuando uno extraña una naranja después de probar un jugo supra edulcorado. Mis hijas aprendieron a comunicarse a la distancia con esos delays, con esa marea de pixeles detenidos y demorados. Con una abuela que responde sobre la respuesta de su nieta, la pregunta sobre la pregunta posterior. No se entiende nada, pero ellas lo prefieren. Mi mamá me dice que al menos así siente que tiene a las nenas, mis hijas, sus nietas, en su casa. Creo que mi viejo lo sufre, mi vieja le pone las re-pilas. A mi me agobia. Un agobio de la supermodernidad que nos deja a todos sensible – digitalmente estancados sin mucho que hacer más que mirar una pantalla. La llamada se corta.
Ahora nos quedamos sin luz. Estamos en pandemia, entrando a una cuarentena, que espero no dure más de un par de meses. No le dije a mi vieja todo lo que quería decirle. Ni a mi viejo le conté un chiste que había pensado para hacerlo reír. Me abracé a mis hijas y las dormí, pero yo acá despierto. Entré leña, cerré la casa, busqué la linterna. Hago un chiste con mi compañera al respecto de lo que falta que pase: ¿Un meteorito? ¿Un Terremoto? En Croacia hoy hubo un terremoto, me cuenta. No murió nadie porque están todos encerrados en cuarentena. No me consuela.
Es de mañana. Hablo con mi mamá. El viejo sigue con fiebre. Tiene como una gripe jodida. El médico que lo vé cree que puede tener una neumonía. Si no satura bien de oxigeno, lo internan. La saturación de oxígeno es un tema que nos atraviesa como familia desde hace un tiempo, al menos desde que papá tuvo que empezar a usar un concentrador de oxígeno, para dormir, primero, y para toda la vida después.
Papá, el Pachi, fue (o es) asmático, pasó la gran parte de su infancia en la pobreza, laburando de gurí, cuidando coches o vendiendo flores en la puerta del cementerio, siempre junto a alguno de sus nueve hermanos. Once si no contamos los que no pasaron el año de vida, victimas de otras enfermedades, de la falta de salud pública. A los 6 años el Pachi ya laburaba en una verdulería. Tenía 12 cuando ya lo hacía formalmente, en una bicicleta con canasto, haciendo un esfuerzo enorme para que no se le cayeran las sandías, las bolsas de papa, los pedidos de las señoras. Era un nene que trabajaba y la bicicleta le quedaba pesada y grande. A esa edad empezó a fumar y a esa edad dejó de ir a la escuela. A los 14 ya trabajaba en un hotel y su madre, la abuela Elena, le permitió que administre su sueldo con la condición de que antes haga un aporte en la casa. Tenía que pagarse la comida, colaborar cómo hacían sus hermanos más grandes, con la crianza de sus hermanos más chicos. Sus gastos eran comprarse cigarrillos y algún pantalón largo. Desde entonces, hasta que casi se murió en unas vacaciones que hicimos en Piriápolis a mediados de los noventa, fumó todos los días. Unos cuarenta y cinco años, seguidos y continuos, dedicados al tabaco como método para calmar una ansiedad que aún hoy le atraviesa la piel.
Me acuerdo del olor a nicotina en sus dedos gordos, ajados y hermosos. Me acuerdo de mi mano abrazando su dedo índice y del aroma a esos 43/70, cigarrillos negros con tanto alquitrán como para pavimentar una calle y sus bronquios. Me parecía hermoso el olor de aquellos hasta que en algún momento tomé conciencia, creo, y empecé a destruirlos, a enterrarlos en las macetas.
Después de que casi se muere en Uruguay, de tener que pagar en dólares una internación en Punta del Este, como si fuera una estrella del Jet Set argentino, le salió carísimo el vicio y se terminaron los argumentos frente a los de su familia. En lo personal, ya no me ganaba carreras corriendo los cien metros que había del portón a “la repetidora”, en el campo del abasto, en Concordia, donde está esa gran antena que lo empleaba. El tipo que recuerdo más cerca del cielo, trepado a una torre, por sobre los vientos, el que pinchaba el éter para transmitir con sus fierros, del que dependía que no se corte el suspiro novelesco de una señora o se ahogue el grito de gol de una familia, en su retiro se queda sin aire y es probable que se muera por ello.
Hagámosla corta. Vuelvo a los inicios de la cuarentena. El viejo empeora en su casa. El médico decide internarlo. Entramos en pánico. Por su estado general lo mandan a terapia intensiva. Ya se había declarado la cuarentena estricta. Ni mi vieja, ni mis hermanas, ni nadie podía acompañarlo, ni verlo, ni nada. Yo no podía viajar. El viejo estaba solo en una sala de terapia intensiva, aislado. Le escribo por el único canal que consideraba abierto. Un WhatsApp diciéndole todo lo que lo amaba, todo lo que le agradecía la vida. Lo sentí una despedida, aunque lo sentía muy injusto. Me hubiera parecido más razonable que la quedara cuando fumaba dos o tres atados por día, o cuando se subía con mocasines lisos a una torre de cien metros de alto. Hice varias caminatas al Gauchito Gil del barrio pidiéndole que no se muera así. Las últimas imágenes que había tenido de mi papá fueron aquellas charlas entrecortadas, donde mi viejo aparecía en un rincón de la pantalla, en la parte oscura de la toma, sin entender nada. Nunca antes me había sentido tan lejos de él.
Semanas de papá en terapia. Nos vamos enterando de lo que le pasa sólo por una cadena de llamados telefónicos que empezaban con mi hermana bancándose la música de espera del sanatorio por horas, luego un mensaje general para el grupo de hermanos y después el uno a uno para contarnos novedades e interpretar los datos que teníamos. Mi vieja ya no parecía mi vieja. Estaba detenida en la circunstancia, acompañada de mi hermana menor y mi cuñado que la distraían con comidas y películas viejas.
Pasado un tiempo se confirma lo que todos pensábamos, lo que temíamos. Tiene coronavirus. Hablé con todo el espectro de la medicina que tenía a mi alcance. Médicos viejos, jóvenes, amigos, los del sanatorio, los de otros sanatorios, los de él, los míos. Todos me decían lo mismo. Estaban sorprendidos de que se haya contagiado y más sorprendidos aún que, a pesar de su pre-condición, la de paciente vulnerable, esté bien, estable. Ya había pasado la parte más fea y eso era algo bueno, muy bueno, milagroso. Yo estaba absorto y agradecido. Lloraba. Leía noticias de personas muy jóvenes muriendo de este nuevo no-bicho y el viejo, hecho mierda de los pulmones de fumador, sobrevive.
Mi compañera me cuenta una teoría propia que venía guardando desde hace un tiempo: los virus son alienígenas. La escucho con atención en un intercambio con un amigo ingeniero que trabaja con cosas espaciales. Estoy maravillado. Los virus son organismos no vivos, de estructuras geométricas rarísimas y perfectas, distintos a todo organismo vivo celular terrestre y, por todo ello, no parecen de este planeta. Este virus nuevo, además, es peor que los anteriores. Es más contagioso y parece diseñado para matar viejos, discapacitados y enfermos.
A pesar de ello, el Pachi sobrevive. Me manda audios desde el sanatorio, lo escucho a través de una máscara de saturación de oxigeno, que entiendo funciona como automáticamente. Escucho un pffffffff y un shhhhhhhhhhhffffff mecánicos. Escucho la voz de mi viejo, convertida en la de Darth Vader, con el sonido de la respiración artificial al frente. Lo escucho diciendo “I’m your father”, lo veo combatiendo con fuerzas alienígenas y nos veo juntos, con espadas láser en la mano, liberando galaxias. Porque si él es Darth Vader, yo soy, nada más y nada menos que Luke Skywalker. Mi alegría resurge de las cenizas.
Nueva elipsis. Después de varias piruetas sanitarias y burocráticas, Papá volvió a su casa. Lo veo en un video donde baja de una ambulancia, como si volviera de una odisea por el espacio. En la grabación mi vieja le grita que lo ama, llorando desde atrás de una ventana. Desde aquel momento, cada día está un poco mejor. Esta semana mandó un video bailando boleros con mamá y mi hermana menor. Para mi es un ejemplo de que siempre se puede pelear un poco más, tener más ganas de vivir, de estar. Hoy cumplió 80 años. Por primera vez el tiene el doble de años que yo. Sigo viéndolo por las pantallas, a las que él todavía no se acostumbra. Todavía pone el dedo en la cámara, no escucha una goma de lo que le decimos, pero en la familia tratamos de estar atentos a lo que él dice porque sabemos que aún nos alimenta. Seguro nos cuenta una nueva historia que nos sirve para dormir a nuestras hijas con amor y orgullo. Seguro que nos tira una que nos deja despiertos en lo oscuro de la noche, pensando cuáles son las cosas importantes de la vida. Por las dudas, como si a él y a mi nos hiciera falta decirnos lo obvio, nos prometimos un lechón y un vino para cuando volvamos a encontrarnos. Espero con ansiedad sea más pronto que nunca.
Por Ramiro Sáenz
Equipo de Comunicación Popular Colectivo al Margen