Los nadies valen menos que la bala que los mata dice Eduardo Galeano en su libro de los abrazos. Esos nadies son los pibes excluidos absolutamente de todo. Sus muertes las lloran en soledad los familiares, los amigos de la victima y algunas de las organizaciones que se animan a intervenir en esas complejas situaciones que muchos prefieren ignorar.
Por estos muertos invisibilizados no hubo marchas, ni jornadas de reflexión, ni asueto escolar, ni palabras grandilocuentes de ministros, ni tapas en los principales diarios, solo una mención al pasar en la crónica policial y la cita del prontuario y antecedentes de la victima o el victimario.
Tal vez el origen de estas muertes de primera y de segunda, sean los mismos medios que no describen la realidad de forma objetiva como suelen esbozar; sino más bien que la construyen. Largas cadenas de significantes tales como: “reconocida familia del mundo del hampa”, “sobrino de un detenido”, “operativo policial, “hermano de un chico asesinado” y otros, que tienden a construir un relato que busca justificar que están bien muertos ya que de alguna u otra manera se los buscaron.
“Jonathan”, “Marcelo”, “Miguel”, David, Ulises, Luciano, son algunos de los nombres de los pibes que precedieron a Isaías en los últimos 12 meses.
Todos estos pibes también deberían haber estado en la escuela y su futuro haber sido una promesa en esta ciudad de la furia. Con todos ellos, llegamos tarde, mal y a destiempo. De todas esas muertes somos responsables, porque no nos cansamos de repetir: todos los pibes son nuestros.
A ellos y sus familias que tratan de cerrar heridas que nunca cierran van en homenaje estas líneas y un solo grito:
Ni un pibe menos!!!!
por COLECTIVO AL MARGEN
No me Acostrubro
Crónica de la marcha de silencio por Isaías.
No me puedo acostumbrar a tener un estudiante menos en el aula. No me puedo acostumbrar a sostenerle la mirada de resignación a un chico de dieciséis años. No me puedo acostumbrar a enumerar muertos. No me puedo acostumbrar a un centro cívico lleno de pibes y pibas llorando. No me puedo acostumbrar a la impotencia de esas mamas. No me puedo acostumbrar al discurso que busca culpables. No me puedo acostumbrar al compañero que siente que el día a día en las aulas se nos va en un mediodía. No me puedo acostumbrar a la vereda manchada de sangre. No me puedo acostumbrar a acostumbrarme.
Dicen que la urgencia del dolor obliga a la gente a reunirse, a agruparse, a saberse doliendo. El centro cívico se disfrazó de patio escolar. Grupos reunidos de chicos y chicas haciéndole frente al frio que no daba tregua. Grupos de mamás y papas buscando tejer redes para contener. Grupos de educadores respetando el silencio. Grupos que ante la pequeña indicación de agruparse frente a una escalinata que obraba de escenario se fusionaron en un colectivo de gente. “Vengan más cerca, no pasa nada si nos juntamos” dijo la adolescente que llevaba el megáfono que se empeñaba en no andar. Pero pasa. Pasó. Cuando estuvimos más cerca se sintió el dolor, se escuchó la bronca, se compartió la responsabilidad. La escuchamos, y obedecimos el recorrido planteado. La única consigna era “estar juntos en silencio”. Un silencio que no fue silenciado. Un silencio que amenazaba con ser grito contenido en el pecho. En un orden que solo logran las heridas abiertas la gente caminó sin mirarse a los ojos. Porque era inevitable buscar si uno levantaba la vista. Buscar a Isaias, a Garnica , a Diego Bonefoi, la sonrisa de Sergio Cárdenas , a Patricio Maliqueo y a tantos otros que se nos van porque nos los roba la realidad que no llegamos a revertir a tiempo.
Cuántas víctimas hay en este hecho. Cuantas lágrimas hubo en el centro cívico, en las escuelas, en las cenas familiares, en las reuniones de trabajo ¿ A cuántos lugares entró Isaias con su muerte tocando puertas? ¿ Cuántas puertas más necesitamos golpear para que el silencio que pedían nuestros pibes sea estruendo?.
“Volveré y seré paz” gritaba el cartel que sus compañeros llevaban. No compraron el discurso de la inseguridad, porque para comprarlo hay que tener en claro a qué se le teme. No fingieron la sorpresa que algunos medios alentaron a tener, porque para sorprenderse es necesario desconocer. No dividieron lo que pasa en la escuela y lo que pasa fuera de la escuela, porque se saben indivisibles. No buscaron parecer más grandes, porque para matar y morir siempre se es muy chico.
“Yo no me acostumbro” le dijo una chica a otra mientras prendían la vela por Isaias. Una vela que buscaba incendiar el terror que produce acostumbrase a lo injusto.
Yo no me acostumbro.