Maxi tenía un vínculo especial con su abuelo materno. Mucho le costó transitar el duelo de una pérdida significativa. Cuentan que los domingos por la mañana bien temprano, mientras sus hermanos dormían, Maxi iba caminando desde el barrio Unión, donde vive la familia, hasta el cementerio para llevarle algunas flores y compartir sus secretos.
Maxi era un pibe sensible, con talento para la poesía y fanático de “Miseria”, la banda heavy del barrio a la que seguía por todas partes. Así lo recuerdan hoy, a casi 3 años de su muerte, las personas que más lo quieren y extrañan. Tenía 15 años, la edad en la que empezamos a perder la inocencia y a caminar el mundo con nuestros propios pies.
La crónica policial dice que el sábado 11 de agosto de 2012, Maxi salió a comprar con sus hermanos algo para tomar a uno de los tantos almacenes clandestinos del barrio Unión, que venden alcohol a cualquier hora y sin importar demasiado qué edad tengas. Ahí discutieron con otro grupo de pibes, quienes decidieron seguir la “bronca” a tiros y piedrazos unas cuadras más abajo.
De la balacera que sacudió la casa, Maxi recibió un tiro en la cabeza que resultaría mortal cinco días más tarde. Su hermano Facundo, otro en la pierna; los más chiquitos, que se despertaron en mitad de la noche aturdidos por los gritos, pudieron escapar ilesos atravesando la oscuridad de la mano de Richard, el hermano mayor, quien para salir tiró abajo la ventana de la casa y escapó por el descampado.
La mamá de Maxi pierde la mirada cuando le pregunto en qué cambió su vida a partir de esa noche: “Cambió totalmente, me aferré a los chicos que me quedan, pero en un momento me quería matar, me quería ir con Maxi. También se me fue el miedo a la muerte, esa sensación me quedó”, dice con las manos en un mate calentito que trae el recuerdo del hijo que ya no está.
En la pared cuelgan fotos de los siete hermanos en distintos momentos. De niños aún y atravesando la adolescencia también. Cuesta imaginar que Maxi, con esa sonrisa pícara, abrazado a sus hermanos, ya no comparta el escenario familiar de pibes y adolescentes entrando y saliendo de la calle a la casa. Cuesta imaginar el vacío que deja un pibe de 15 años en el asado del domingo o en el cumpleaños de “la vieja”.
Ciudad con cicatrices
Laura, como tantas adolescentes barilochenses, fue mamá a los 17 años. Con esa edad y un nene a cuestas remontó la migración forzosa desde la barda del Ñireco, donde vivía, hasta el nuevo asentamiento que empezaba a erigirse por esos días en las denominadas 34 hectáreas.
Durante la última dictadura militar comenzaron las políticas de erradicación de villas y barrios de emergencia. La lógica de las topadoras arrasando casillas y viviendas se condecía con la lógica del mercado inmobiliario, de hacerse de terrenos con mayor valor de reventa y de paso alejar a los pobres de las zonas residenciales Esa misma lógica imperó en Bariloche durante el gobierno de facto de Osmar Héctor Barberis, quien estuvo a cargo del gobierno municipal entre 1977 y 1983. Barberis, comandante principal de la Gendarmería, ordenó erradicar en 1979 la barda del Ñireco, dando lugar a la creación del barrio Arrayanes. Sin embargo, una vez erradicada la gente de la barda, los terrenos fueron ocupados nuevamente dadas sus ventajas comparativas: cercanía al centro de la ciudad y oferta de servicios básicos, como escuelas y transporte público.
A fines de los 80 sobrevinieron los juicios por desalojo y los vecinos comenzaron a organizarse con el objeto de no perder su lugar dentro de la cuidad. Éste fue el comienzo del traslado de mas de 300 familias al loteo conocido como 34 Hectáreas.
“En el 93, cuando se hizo todo el traslado de 34 Hectáreas al barrio, yo venía con los grupos de jóvenes. Acá se vinieron seis barrios, el mío era el único que traía un grupo de jóvenes formado desde la costa del Ñireco. Intentamos integrar a los otros barrios pero no pudimos. Al final se dividió en dos: Unión por un lado y Dos de Abril por otro”, rememora Laura sobre el barrio donde se criaron Maxi y sus seis hermanos.
Muchos barrios de Bariloche tuvieron origen en un desarraigo violento y una inserción forzosa en un territorio hostil y alejado del Centro Cívico. Son las cicatrices de una ciudad sin otra planificación que el valor inmobiliario de la tierra y el mercado.
De la crisis a los planes
Para fines de los 90, el ajuste de las políticas neoliberales se hacía sentir con crudeza en los barrios marginales de Bariloche. Quienes históricamente trabajan en las labores menos calificadas y componen su salario de manera informal, al ritmo de las temporadas invernales, fueron las primeras víctimas de un modelo económico que cada día los excluía más. En esos años, el municipio comenzó a realizar meriendas para los más chicos en algunos de los barrios de la ciudad. Esta política dio origen a los centros recreativos municipales. “Yo la crisis la sentí desde el 98, tenía a Micaela recién nacida y a mi marido condenado. Tuve que independizarme y salir a buscar mi recurso. En el 99 vino la crisis.
Empecé a trabajar acá en el barrio. Habían conseguido harina y chocolate para hacer un refrigerio para los más chicos, se necesitaban cuatro mujeres y me acerqué aunque sea para trabajar por una jarra de leche. A los meses me ofrecieron un plan que recién salía, “Trabajar”, y lo agarré. Al tiempo hice el curso de madre cuidadora. Después aparecieron los proyectos de los centros recreativos, yo iba para adelante, no sabía para dónde iba pero iba, porque tenía que sostener a mis chicos”, cuenta Laura acerca de cómo fueron esos duros años previos a la crisis de 2001.
Madres del dolor
Familias numerosas, mujeres jefas de hogar, subempleo y desocupación son características que se repiten en los barrios populares. Una deuda social histórica que la ciudad del chocolate tiene con las familias excluidas de la distribución de la riqueza que genera el turismo.
Cuando el Estado llega tarde o no llega, el lugar que deja vacante lo ocupan las distintas subindustrias que generan la pobreza y el deseo de pertenecer a un mundo material y simbólico que está vedado para los pibes mas postergados.
“Los papás y mamas del alto” fue una organización comunitaria que nucleó a muchas familias de los barrios que se animaron a contarle al Bariloche de “abajo” y de los “kilómetros” lo que ellos veían que pasaba en el “alto”. Con una serie de “cartas abiertas” instalaron en la agenda de la ciudad temáticas que nadie se atrevía a denunciar: “Como en muchas grandes ciudades, las drogas están estructuralmente instaladas en Bariloche en todos los niveles socioeconómicos. El problema de las adicciones es un problema complejo, multicausal y deberá encararse a través de muchos actores: familia, amigos, escuelas, salud, religión, entre otras. Nuestra denuncia apunta directamente al tráfico, la distribución y la venta de drogas, que junto al alcoholismo, son el motivo casi excluyente de la violencia en nuestros barrios. La policía, sospechosamente descontrolada por la justicia rionegrina, se muestra cada vez más impunemente como organizadora de este negocio de la muerte”, denunciaban en la primera carta al pueblo de Bariloche. Lejos de que la Justicia se hiciera eco de la denuncia, algunas de las instituciones que se animaron a acompañar esta carta abierta fueron llamadas a declarar, como el historiador Osvaldo Bayer, que adhirió a la misma.
En su segunda carta abierta a la sociedad barilochense, las familias del alto decían: “Los chicos desescolarizados de los barrios quedan a la merced de esta maquinaria generadora de adicciones, el camino de los jóvenes que llegan a los mayores niveles de riesgo y violencia empieza casi siempre cuando dejan de ser incluidos en la escuela, desde ese momento entran en una pendiente descendente que indefectiblemente termina muy mal. No debe quedar ningún pibe fuera del sistema educativo”.
Maxi fue uno de esos pibes que por distintas razones fue quedando afuera de la escuela media. Todos síntomas que pudieron haber encendido una alarma, pero no. La planificación y el presupuesto para políticas públicas para los jóvenes duermen en los escritorios y solo se activan de forma espasmódica, cuando una muerte que se podría haber evitado inunda las tapas de los diarios.
Violencia es mentir
En la madrugada del 17 de junio de 2010 la policía de Río Negro asesinaba a Diego Bonefoi, también de 15 años. En la manifestación que se congregó en la ex comisaría 28, también perderían la vida Nino, de 16 años y Sergio, de 29, a causa de la represión policial con balas de plomo que intentó ponerle fin a la pueblada desatada.
A los pocos meses y como respuesta a las demandas de más políticas públicas para los jóvenes, el Ministerio de Desarrollo Social de la Provincia dispuso la conformación del programa ECOS en el barrio Unión, en lo alto del alto de la ciudad.
El programa es un espacio para jóvenes y adolescentes que busca, con distintas actividades, crear un vínculo con los pibes y acompañarlos durante un trayecto de sus vidas tan complejo como es el pasaje de la niñez al mundo adulto. Talleres de oficios, culturales, participación comunitaria y un espacio de escucha son algunas de sus propuestas para los pibes del barrio.
Ariel Aguerre es parte del equipo técnico del programa y trabaja en el mismo desde sus inicios, hace 5 años. Acerca de cómo vivieron la desaparición de Maxi nos dice: “La muerte de Maxi fue un golpe muy duro porque era uno de los pibes que teníamos todos los días ahí. Fue un hecho que marcó al grupo. Después de eso los adolescentes que pudieron hicieron su historia por otro lado. El grupo que teníamos se fue disolviendo y otros quedaron medio colgados, con los que seguimos laburando hasta el día de hoy. La muerte nos bajó a la realidad y tuvimos que acompañar todo ese proceso y canalizar las broncas. Bregar para que no haya mas muertos. Esa fue la tarea posterior a la muerte de Maxi”.
El tema de la muerte de Maxi a manos de otros pibes del mismo barrio, con iguales características sociales que él, nos lleva al tema de indagar acerca de las causas que generan violencia.
“La violencia en principio no tiene una única razón, sino que más bien hay múltiples motivos y principalmente tienen que ver con la falta de un proyecto de vida en los jóvenes. También con la existencia de referentes adultos negativos, que se identifican con la “tumba”, con el “transa”, con el “más chorro”, con el que se “droga más”. No decimos que no hay adultos responsables, sino más bien que hay adultos responsables que son líderes negativos para los jóvenes. Por otro lado, la influencia de los medios de comunicación, las series violentas y los valores que existen en esta sociedad capitalista: tenés que tener el mejor auto, las mejores zapatillas para ser feliz. Y los adolescentes, lejos de conseguir esas cosas que la sociedad tiene como valores “meta”, se ven sumergidos en la desocupación, la estigmatización y la imposibilidad de tener un vínculo sano con el resto de la comunidad. A veces los jóvenes desencadenan estos tipos de violencia por que no tienen otra forma de expresarse”, analiza Ariel acerca de los múltiples factores que generan reacciones violentas que muchas veces terminan con la vida de algún pibe.
Cuando le hago la misma pregunta a la mamá de Maxi, dice: “Atrás de la gente de los barrios hay hasta empresarios, tráfico de drogas y mucha gente de poder. Usan a la gente de los barrios para poder callar a otros y así es una cadena. Yo me tuve que callar porque no tuve la suficiente fuerza y me vi muy sola con todo lo que veía. En los barrios la violencia es generada por la venta de drogas y la venta de alcohol, y detrás de cada venta hay gente de poder: puede ser un policía de alto rango, un político o un empresario”.
Sobran las palabras y la impotencia anuda la garganta. ¿Cómo sembrar sueños colectivos, desatar pañuelos y fecundar una tierra estéril? ¿Qué palabras traerán nuevamente la memoria de los pibes que ya no están? ¿Valen los “nadies” menos que la bala que los mata?
Si todos los dispositivos hubiesen funcionado, ¿no podríamos haber salvado una vida? Si los que tienen responsabilidad de decisión hubiesen escuchado, ¿se podría haber evitado la muerte?
Si las carencias se convirtiesen en caricias y las únicas armas que portasen los pibes fuesen la palabra y la poesía, si los proyectos de vida fuesen más importantes que los proyectiles, si la única bala fuese la lengua que diga lo que duele y grite la injusticia, si el único gatillo que jalase un pibe fuese la promesa de un mundo más justo, si en vez de billetes fabricáramos flores y las únicas municiones fuesen manos trabajando, ¿le hubiéramos arrebatado a la muerte las vidas de Maxi, Isaías, Jonathan, Marcelo, Miguel, Ulises y tantos más que hoy ya no están?
Las preguntas quedan flotando en el aire. La cara de Maxi nos interpela desde un enorme mural pintado por sus amigos en el centro comunitario donde funciona el ECOS. Esa tal vez es la única respuesta certera ante tanta muerte sin sentido.
Por Alejandro Palmas