Cuando buscás en la web fotos de un viaje que te gustaría hacer, y al abrir un portal de noticias te llueven ofertas de agencias de turismo sin que sepas por qué… Cuando comprás un teléfono celular y ya te vienen instalados por defecto las aplicaciones de un gigante de la tecnología digital con sede en Estados Unidos…
Cuando el servicio de internet que contratás te lleva de las narices a sitios web que no sabés de dónde salieron, pero a cada rato volvés a entrar…Cuando querés ver la tele digital abierta pero los partidos de tu equipo ya no están, y tampoco está ese canal de noticias latinoamericanas que te gustaba…
En la Argentina actual se están viviendo una serie de cambios políticos y conceptuales en lo que se refiere a los procesos de comunicación social, que contradicen sustancialmente los rasgos más fuertes de la etapa anterior, especialmente la transcurrida entre 2009 y 2015. Estas nuevas orientaciones en las políticas públicas de comunicación operan como marco de referencia para pensar en qué posibilidades existen para desarrollar proyectos de comunicación que no asuman a la gente/el pueblo/los ciudadanos meramente como audiencias/destinatarios/receptores sino también como emisores/productores/protagonistas de los circuitos comunicativos, hoy en el camino que se denomina “convergencia”. Hay incluso un proyecto de Ley de “Comunicaciones convergentes” que estaría preparando el Poder Ejecutivo de la Nación para reemplazar a la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. Ningún ciudadano común ha tenido acceso al mismo.
La tensión de la que hablamos acá es una de las principales que ha recorrido los debates de los expertos en políticas de comunicación desde, al menos, treinta años. Hablar de “Acceso y participación” es una buena forma de entrar a un debate que dispara algunos interrogantes: ¿estamos bien comunicados sólo por contar con un buen acceso a los servicios de comunicación audiovisual? ¿Alcanza con tener una conexión de internet aceptable, un buen servicio de telefonía celular, una señal de TV medianamente entretenida? ¿O debemos pensar en ampliar este enfoque “accesista” por uno que comprenda también la participación activa como ciudadanos/as, como pueblo, en la emisión/producción de mensajes? No estamos hablando de otra cosa que del derecho a la comunicación: que las pantallas y los parlantes no sean acaparados por las grandes corporaciones sino que haya lugar también para las organizaciones sociales, las productoras sin fines de lucro, los grupos populares, todos/as aquellos/as que tengan una propuesta comunicativa para socializar.
Algún despistado podrá decir: “hoy cualquiera que tenga algo para decir puede hacerlo a través de una red social, un blog” o el clásico “hoy todos somos comunicadores”. Para no ser ingenuos, debemos decir que esto es cierto sólo en parte, ya que:
- las redes físicas por las que circulan los mensajes tienen dueño, y generalmente son los mismos dueños que los medios hegemónicos -entre otros negocios altamente rentables-;
- las redes no son neutrales, conocen nuestros gustos y deseos a través de complejos mecanismos digitales y nos asignan objetos de consumo de información y entretenimiento (nos marcan la agenda);
Toda práctica social se inscribe en un contexto histórico. No existe posibilidad de reflexionar acerca de ella si no tomamos en cuenta las coordenadas espacio-temporales que, sin determinarla por completo, le imprimen sentido y operan como escenario donde los actores despliegan sus acciones y estrategias. Esta mirada de lente amplio, macro, tenemos que ponerla en diálogo y tensión con el nivel micro, el cuerpo a cuerpo, el cara a cara. En la distancia entre uno y otro, se vuelve indispensable también poder ver las mediaciones, los contactos, las conexiones, los conflictos, que una mirada compleja requiere.
No exageramos si decimos que -a contramano de las voces que sostienen que venimos de una etapa de comunicación autoritaria y contraria a la libertad de expresión- el período 2009-2015 constituye la etapa de mayor avance en la democratización de la comunicación en la Argentina. Cabe recordar que en octubre de 2009 fue sancionada por el Congreso de la Nación la Ley 26.522 de Servicios de Comunicación Audiovisual (LdSCA), que reemplazó al Decreto 22.285 que había sido creado por la dictadura militar en 1980. Esta nueva normativa fue impulsada originalmente por un conjunto de organizaciones del campo popular -organizaciones de medios comunitarios, universidades públicas, sindicatos de trabajadores de la comunicación, artistas, actores, pueblos originarios, organismos de derechos humanos, etc.- reunidas en la Coalición por una Radiodifusión Democrática en el año 2004.. Los 21 puntos, un conjunto de principios básicos que ese colectivo elaboró, fueron tomados en cuenta por el Proyecto que la entonces Presidenta Cristina Fernández de Kirchner elevó para su discusión en el Congreso Nacional y fue sancionada por amplias mayorías en ambas Cámaras. Entre otros aspectos destacables, la nueva Ley significó un claro avance en los derechos vinculados a la comunicación y la libertad de expresión, toda vez que definió límites muy claros y precisos a la concentración mediática, a través de topes a la cantidad de licencias en manos de un mismo propietario y a la cantidad de abonados de un mismo sistema de cable -uno de los soportes comunicacionales de mayor diferencia en términos de ganancia empresarial- para favorecer la diversidad de oferentes. Estos son los puntos centrales que el Decreto 267 de diciembre de 2015 borró de un plumazo, sin derogar por completo la normativa.
En aquel escenario de fuerte disputa comunicacional, los proyectos vinculados a las organizaciones sociales, comunitarias, educativas -medios comunitarios, productoras audiovisuales, espacios de promoción de la comunicación a nivel territorial- obtuvieron logros importantes, sobre todo en lo vinculado a sus condiciones materiales para lograr sostenibilidad económica, organizacional y social. También estos actores lograron relevancia dentro del campo de la comunicación a nivel de los organismos del Estado, siendo tomados como referencia en la forma de organización, gestión y producción de contenidos por diversas políticas públicas y sobre todo por la numerosa cantidad de emprendimientos comunicacionales -radiofónicos y audiovisuales- surgidos al calor del clima democratizador. En muchos ámbitos educativos como escuelas primarias y medias, institutos de educación superior, profesorados, universidades, bachilleratos populares, portales como Educ.ar, el programa Conectar Igualdad, se hicieron eco de una serie de prácticas comunicacionales vinculadas a la educación, porque éstas les brindaban herramientas no solamente tecnológicas -como aprender a editar sonido en una netbook, por ejemplo, o a hablar frente a un micrófono- sino porque además favorecían una concepción de sujeto activo, con voz, con opinión, con capacidad para investigar y para comunicar en su propio lenguaje, con sus propios códigos, además de una relación social de proximidad con el entorno envolvente de las instituciones educativas, que fuera tomada en cuenta no solamente como destinataria o receptora de mensajes sino como fuente de información, como productora de cultura, de arte, de conocimiento, de historia: protagonista.
La convergencia en el escenario actual
La definición de las políticas públicas de comunicación actual orientadas hacia la “convergencia” -proceso mediante el cual se articulan internet, el cable, la telefonía móvil y fija, la radio y el lenguaje audiovisual- parece, más que un reconocimiento a una nueva etapa en el desarrollo tecnológico y la denominada “sociedad de la información”, una señal de bandera verde para los grandes actores del mercado de las telecomunicaciones. Nos referimos a empresas comerciales que generan sus productos a partir de una lógica de estrategia de rentabilidad y negocio antes que desde la posibilidad del ejercicio del derecho humano a la comunicación en toda su amplitud. La convergencia se convierte así en un camión cargado de billetes empujado por las grandes corporaciones de la comunicación y la información generados a partir de contar con autorización para el “cuadruple play”: brindar servicio de telefonía fija, telefonía móvil, televisión por cable e internet. Y cobrártelo todo en la misma factura.
Si antes las políticas de comunicación se asociaban a conceptos relacionados con el fomento de nuevas voces, que hicieran más audibles las realidades de las comunidades y sectores más plurales y diversos, hoy esta pluralidad se reduce a facilitar el ingreso de más cantidad de empresas que disputen “libremente” en un mercado que se encuentra fuertemente concentrado en unas pocas pantallas y micrófonos. La extensión de las redes de fibra óptica parece destinada a ganar nuevos clientes que sean receptores de la oferta de programación privada nacional e internacional enlatada antes que ciudadanos que se nutren de la producción audiovisual federal y que incluso -y esto es lo que nos interesa- puedan ser productores de historias, relatos, noticias e información que sea comunicada en su propio lenguaje.
Hacia 2015 no se estuvo tan lejos de empezar a contar con un sistema de medios que pudiera darle valor a propuestas de contenidos de calidad, sin atender siempre en primer término los cálculos de ganancia que un producto puede dejar como margen económico, incluyendo programación generada desde el Estado o desde diversas entidades sociales, comunitarias, populares, etc. Si bien es cierto que -especialmente en las grandes ciudades- la presencia de voces y miradas ajenas a lo comercial es muy minoritaria -distinto es en otro tipo de ciudades y pueblos-, con un apoyo sostenido de este tipo de experiencias hubiera sido posible modificar progresivamente el panorama de contenidos, voces y miradas. Tampoco estuvo tan distante la posibilidad de hacer crecer y con el tiempo consolidar -llevamos décadas en otro sentido- un modelo de comunicación donde tuvieran mayor relevancia los mensajes producidos desde espacios no identificados con el lucro.
Las prácticas de comunicación popular en este nuevo escenario
Nuestra intención es entonces tratar de pensar a los sujetos de sectores populares como productores de sentidos en este nuevo contexto político y comunicacional. No nos deja conformes, a quienes sostenemos que la comunicación es un derecho humano fundamental y una condición central para ejercer la ciudadanía -donde entran las dimensiones de diálogo pero también de tensión y conflicto- que lo comunicativo se reduzca a aumentar las capacidades de recepción y consumo de las nuevas modalidades tecnológicas: mejor señal de celular, mejor servicio de internet, más series y películas a demanda.
En primer lugar, porque desde la lógica comercial que se piensan este tipo de “comunicaciones convergentes” es necesario contar con un poder adquisitivo medio/alto o alto para poder pagarlos -y no se conoce en nuestra región un país que complemente políticas económicas neoliberales con políticas de comunicación de inclusión social de las mayorías-.
En segundo lugar, porque la ampliación del mercado comunicacional que se propone -disfrazado de apertura a más voces que compitan libremente, la vieja falacia de la mano invisible traducida al campo comunicacional- no se traduce en un impulso decisivo a la producción de contenidos, formatos y estéticas de aquellos sujetos, colectivos y sectores que no sean aquellos que se rigen por la lógica empresarial.
Podríamos pensar entonces: acceso de calidad -a internet, a una señal móvil aceptable, a buenos contenidos para informarse, educarse y entretenerse- claramente sí; siempre y cuando esta estrategia de acceso esté acompañada por una de participación: en la programación, en los contenidos, en la creación de nuevas estéticas, historias, personajes, imágenes, sonidos, etc. Pero con la necesidad de hacer intervenir un actor central en este proceso, que es el Estado no solamente como regulador de las normas y de las políticas de comunicación, sino también como usina de ideas, como motor de contenidos, generador de intercambios de nuevas formas de ejercer el derecho a comunicar.
Las organizaciones sociales, comunitarias, populares, pueden jugar un rol importante en este modelo de comunicación plural y diversa, poniendo sus saberes y conocimientos de los territorios -que muchas veces sólo ellas tienen-, como así también los conflictos, las potencialidades, en función de contenidos -información, noticias, opinión, relatos de ficción, material documental- y de un modelo comunicacional donde no se privilegie al otro como mero receptor/consumidor sino también como potencial emisor/productor, a pesar de contar con unas reglas del juego poco favorables hoy.
En este sentido, se requiere también de contar con una mirada estratégica, es decir: que el sujeto colectivo de la iniciativa parta de una caracterización del escenario donde está situado, espacial y temporalmente; que se plantee objetivos de mediano y largo plazo, y no acciones aisladas; que articule sus iniciativas con otros actores políticos/educativos/comunicacionales; que haga uso de los más variados recursos, estéticas, lenguajes y tecnologías, poniéndolos al servicio de su plan y no al revés -diseñando las estrategias en función de utilizar tal o cual instrumento tecnológico-.
Podríamos pensar entonces en una comunicación que asuma la convergencia pero no solamente en términos de dispositivos y soportes, sino de derechos, de ideas, de actores y de iniciativas comunes. Si para el mercado la “Convergencia” es el nombre de un nuevo modelo de negocio basado en la venta de bienes y servicios de comunicación audiovisual más que la puesta en valor del derecho a la comunicación, en una idea diferente de convergencia podríamos esperar:
-que las empresas comerciales -pequeñas, medianas, grandes- puedan hacer sus negocios con limitaciones de sentido común respecto de cuánto mercado pueden ocupar;
-que las escuelas, institutos de educación superior, universidades, puedan desarrollar sus proyectos de comunicación con impulso de las políticas públicas, y no como esfuerzos aislados, marginales, con impacto solo en lo micro/local:
-que las organizaciones sociales/populares puedan ocupar legalmente el lugar en el espectro asignado por las normativas más avanzadas -33% en el caso argentino- sin que eso signifique un acto solidario;
-que todo sujeto individual y colectivo que pretenda desarrollar una propuesta comunicativa sostenible cuente con apoyo financiero para lograrlo -y que éste no se considere beneficencia-.
Lo explica claramente un conocedor del tema, Luis Lázzaro, cuando señala que “la infraestructura de las comunicaciones debe ser un servicio público a disposición de los ciudadanos”, donde el Estado debe regular siempre y como prioridad en función del interés de la población. En esta línea se plantea que los beneficios de la denominada convergencia tecnológica “se traduzcan en apropiación social y no solo en privatización de la renta”[1].
Algunas pistas para el trabajo en comunicación popular
Si como dice el educador Jorge Huergo “la comunicación popular es la dimensión comunicacional del trabajo político” una estrategia educomunicativa será parte de un conjunto de acciones que se plantean para generar mayores márgenes de autonomía en los procesos de construcción de sentidos, tanto a nivel micro como macro. Fomentar que más sujetos y con los saberes y capacidades más desarrollados posibles sean parte de los circuitos de comunicación. Algunas pistas en este sentido pueden ser:
-La creación de espacios de reflexión que permitan reconocer los nuevos escenarios políticos y comunicacionales a partir de nuevas teorías pero también de los cambios que se perciben en los territorios;
-La caracterización de los nuevos procesos edu/comunicacionales, donde el aprendizaje no se reduce al aula sino que se incorpora en un sinnúmero de ámbitos dentro y fuera de las instituciones, desbordándolas y desafiando las estrategias pedagógicas;
-El aprendizaje de nuevas formas de creación de contenidos, donde los dispositivos tecnológicos no son solamente un “soporte” sino que transforman los lenguajes y las estéticas, creando novedosas formas de ver, escuchar, leer relatos e historias y construir opinión sobre temas de la realidad;
-El desarrollo de iniciativas comunicacionales (o el fortalecimiento de propuestas existentes) que se organicen colectivamente sin ánimo de lucro, articulándose con experiencias similares que busquen alternativas comunes de financiamiento, distribución, circulación, comercialización.
Podemos decir que, en síntesis, las denominadas “comunicaciones convergentes” no pueden ser aceptadas solamente como espacios donde el mercado nos dice qué, cómo, cuándo y dónde consumir productos culturales, sino un ámbito democrático donde todos/as como ciudadanos/as podamos ejercer nuestro derecho a la comunicación, accediendo y también participando.
por Diego Jaimes[2]
Equipo de Comunicación Popular Colectivo al Margen
[1] Fuente: http://infogei.com.ar/cable/7908/convergencia_al_servicio_del_derecho_social_a_la_comunicacion/
[2] Comunicador social. Integrante de Radio Encuentro (Viedma) y de FARCO (Foro Argentino de Radios Comunitarias). Investigador en temas de comunicación, juventudes, radios comunitarias, políticas de medios.