El efectivo de la Policía Federal, Dante Barisone, ya posee el mérito de ser un símbolo de la política represiva del macrismo. Reconocido como el agente del Grupo de Operaciones Motorizadas Federales (GOMF) que pisó con su moto al cartonero Alejandro “Pipi” Rosado durante la última movilización contra la reforma previsional, permanece detenido por segunda vez tras desplomarse la “falta de mérito” dictada en un principio por el juez federal Sergio Torres.
Una historia que desnuda el encubrimiento orgánico de las fuerzas policiales –y del Ministerio de Seguridad– a las salvajadas de sus integrantes. Pero también es un caso atravesado por la ruptura del pacto de silencio que impera en sus filas. Bien vale entonces reparar en los pliegues de esta trama y a la vez en la figura de su protagonista.
Dicen que durante el atardecer del fatídico 18 de diciembre Barisone se jactaba entre sus compañeros por el acto que acababa de perpetrar. Y que éstos le festejaban la hazaña. Una alegría legitimada por ciertas frases recientemente vertidas desde las más altas esferas del poder. Por ejemplo: “El beneficio de la duda siempre lo tienen las fuerzas de seguridad”, supo decir la vicepresidenta Gabriela Michetti, luego del asesinato en Río Negro del joven mapuche Rafael Nahual. ¿Acaso Barisone tenía entonces algo que temer?
Por eso su azoro no fue menor al quedar detenido diez días después. La cadena de eventos que lo llevaron tras las rejas comenzó con la viralización de las imágenes del hecho, captadas por una cámara de seguridad. Y siguió tras ser aportado su nombre al juzgado de Torres por Asuntos Internos, en base a datos proporcionados por el cabecilla del GOMF, comisario Oscar Hipólito, y su segundo, el principal Gabriel Ortega. Ambos ratificaron dicha información en sede judicial. Y aquello hizo que Barisone terminara su indagatoria con las muñecas esposadas. ¿Fueron ellos sus entregadores? Tal pregunta se disipó al declarar ese dúo por segunda vez: “Yo no le di ninguna certeza”, dijo entonces el comisario al magistrado. “Nunca supe quién manejaba esa moto”, remató el principal. Ahora están acusados por falso testimonio. Pero Barisone recuperó la libertad el 5 de enero por falta de mérito. El protocolo del encubrimiento se había puesto en marcha. Sin embargo su devenir tropezó con un imprevisto.
Es precisamente en este punto donde entra a tallar la figura del agente Alejandro Irazábal, quien durante los acontecimientos represivos del 18 de diciembre iba en la parte trasera de la moto en cuestión.
Con sólo un año y medio de servicio en la fuerza, ese hombre se sintió horrorizado por lo sucedido. Horrorizado y temeroso, algo que fue percibido desde el principio por Barisone.
“Vos tenés que negar todo; no tenés que reconocer a nadie”, le aconsejó unas horas después de los hechos. Ya entonces imperaba entre sus camaradas un acuerdo de no abrir la boca. Cuando Barisone estaba arrestado, Irazábal fue con ellos a visitarlo; en esa ocasión reiteró: “Si declarás, hacete el boludo, decí lo mismo que yo”. Y hasta le recomendó ver a los abogados policiales que atendían su caso. Esos letrados le mostraron una copia de su declaración. “No puedo reconocerme a mí mismo como el hombre que conducía esa moto”, era su línea más sobresaliente. “Usted también debe decir eso”, le recomendaron. Incluso hubo mensajes de WhatsApp enviados cuando Barisone recuperó la libertad. Uno de éstos dice: “Amigo, no creo que estés como yo”. ¿Acaso se refería a su malestar por verse envuelto en este asunto?
Irazábal se presentó en el juzgado de Torres durante el mediodía del 10 de enero. Y señaló a Barisone como el victimario del cartonero Rosado. “No tengo dudas de lo que digo –agregó– porque yo iba en aquella moto”.
Barisone volvió ese mismo miércoles a su calabozo. La omertá policial se había quebrado en mil pedazos.
Este sujeto es por ahora el único preso por actos represivos del presente. Pero es muy posible que el efectivo de la Policía de la Ciudad, Martín Alfredo Luna –identificado como el oficial que ese mismo lunes gaseó al jubilado Juan José Puchet antes de prodigarle un bastonazo–, lo imite en su destino. Ambos, además tienen en común un imaginario intolerante, racista y cavernícola, así como lo demuestra la difusión pública de sus posteos en las redes sociales. Un simple repaso por sus perfiles de Facebook basta para apreciar sus visiones del mundo. “Mato terroristas villeros”, proclama el primero a la hora de definir su ocupación. El otro, por su parte, expone ramalazos de su sensibilidad por la música al colgar himnos nazis, como Die fane hoch o ¡Forwärts! ¡Forwärts! Dos hermosuras de personas. ¿Se trata de casos aislados en las filas policiales o son la expresión más obscena de una amenazante generalidad
Por Ricardo Ragendorfer
Tiempo Ar
Asociación de Revistas Culturales Independientes de Argentina