Alta, vestida con un jogging oscuro y remera negra traslúcida como una segunda piel que deja entrever sus tatuajes. María Candelaria Crotto entra a la sala atrayendo la atención de percusionistas y bailarinas de danzas africanas.

Algo se suspende cuando atraviesa el aire que roza su pelo largo, lacio. Su mirada es luminosa, aunque a veces pasa distraída, absorta en pensamientos lejanos y todo lo demás queda en sombras. ¿Reservada, misteriosa, auténtica? Tal vez esa es la distancia necesaria para oficiar una liturgia física donde el cuerpo es el altar, el tambor es el llamado y el movimiento: la oración.
–La primera vez que la vi bailar me sorprendió su fuerza física -dijo su hermano Alejandro- Cande transmite fortaleza y calma, pero ese día que fui a buscarla a una clase de afro presencié cómo esa fuerza se volvía vertiginosa, frenética y su figura cobraba una luminosidad por escándalo.
A los 26 años, Candelaria llegó a Bariloche con su pareja y un bebé de quince días. Dejó atrás su vida en la capital: su grupo de danza africana, las clases con maestros de Guinea, una casa con altillo donde tocaba el violín. Acá casi nadie bailaba afro. Había una sola clase con no más de diez alumnas. Regaló su violín, con el que había tocado en la orquesta juvenil de Buenos Aires, a una mujer que le enseñó los nombres de las plantas autóctonas. De a poco, armó una comunidad alrededor del frenesí de esa danza. Le pidieron que diera clases. Nunca lo había hecho. Trajo referentes de los ritmos malinké para intentar aprehender su cosmovisión. Viajó a África para ver esos movimientos en la vida cotidiana de la gente. Desde hace catorce años reaviva este fuego con una forma que es solo suya.

Conakry y la aldea malinké
Conakry, la capital de Guinea es un mar lleno de basura. Es arroz picante con pescado seco. Es el patio de tierra donde está el pozo de agua para lavar los platos y tomar agua potable en bolsitas de plástico. Es también el hechicero que curó el pie a una compañera. La joven africana que se desmayó a su lado después de bailar en la celebración del Dundunba. Los varones rodeados de muchas esposas. Todos ojos negros sobre su piel blanca y la insistente propuesta de casamiento “¡Mariage, mariage!”. Guinea es sobre todo: tambores, piruetas, máscaras. La danza como identidad de una nación.
—El baile está en todos los cuerpos —dijo Candelaria—. Todos bailan desde que tienen cero hasta que tienen cien. Hay algo que los habita y los traspasa, y les permite hacer lo que quieren con sus cuerpos.
Viajó con un grupo de bailarinas a formarse en Conakry y en una aldea en la región de Faranah, en el interior del país. Buscaba conocer la cultura que dio origen a los movimientos que practicaba. Allí conoció a Maua, una mujer de la etnia Malinké. Se alojó en su casa. La única casa del barrio que tenía un pozo de agua en el patio. Los vecinos se asomaban a juntar agua y a observar a las mujeres blancas que estaban de visita.
Maua no bailaba. Creía que la habitaba una entidad del mal en su danza. Se levantaba al amanecer para lavar la ropa, limpiar la casa, hacer fuego para cocinar. Primero servía la mesa para los hombres y luego comía ella con los niños. Candelaria quería verla bailar. Le pedía que la ayude con los pasos enérgicos y contenidos del ritmo Solí -asociado a un rito de iniciación y al poder masculino-. Pero Maua le decía que la danza la consumía, la dejaba sin fuerzas.
El último día los vecinos trajeron sus tambores para despedirlas. Esa vez Maua rompió el círculo y entró a la corriente del ritmo. El primer djembé siguió sus movimientos, marcó una frase, una llamada a la que su cuerpo respondía. En ese diálogo sus brazos se volvieron eternos y sus piernas explosivas. Cuando terminó su solo, se paró junto a Candelaria y cayó desmayada. Se la llevaron a un cuarto. Cuando estuvo mejor, Candelaria entró a verla:
—No puedo bailar —dijo Maua—. Te lo había dicho.
Una vez de vuelta en Bariloche, compartió sus clases con Aboubacar Conté, un joven bailarín de Guinea. Se había casado con una argentina bajo el rito musulmán y había inmigrado al sur. Tocaba en sus clases y una vez por mes guiaba el encuentro. Bailar junto a él era la posibilidad de acceder a una fuente que -de otro modo- le estaba vedada. Bailar cerca de él modificaba su danza. Aboubacar estuvo un año y medio en la ciudad. La lengua, la cultura, los códigos del honor, los vínculos de pareja: todo era distinto en el mundo del blanco. En ese desajuste hubo conflictos, malentendidos, fricciones con las normas de este lugar.
Hay algo que Candelaria encontró en esa danza que no encontró en ninguna otra: el latido se acelera con la percusión, las piernas, la cadera, los brazos, los pensamientos parecen desprenderse del cuerpo. Solo una vibración, una coreografía interna, impide que se suelten por completo. Es un estado. Un territorio sostenido por el círculo de tambores y de bailarines. Un lugar que pesa, que no se pierde con facilidad.
—Pero esa danza no me pertenece —dijo Candelaria—. Ni me va a pertenecer nunca.

Las lesiones
Su columna tiene los dos últimos discos rotos. En un momento, el dolor fue muy agudo: nacía en la espalda baja, recorría toda la pierna izquierda y -a veces- no podía mover los dedos del pie. Probó toda clase de terapias convencionales y alternativas, hasta que no soportó más. Fue a la guardia del hospital San Carlos en busca del analgésico más fuerte. La atendió Jorge Andreozzi, un médico formado en antroposofía, una disciplina que propone una mirada íntegra del ser humano. No le recetó ningún calmante. Solo habló. Y fue suficiente.
—Me dijo que lo que me iba a curar era conectarme con quien yo era. Y que ese “yo” no era fijo, sino algo que estaba en diálogo. Y ese diálogo era con Dios —dijo Candelaria.
Esas palabras le recordaron una certeza de su infancia que había perdido.
El malestar persistía. Decidió operarse. Algunas compañeras de esta práctica ya habían pasado por lo mismo. Viajó a Buenos Aires para conocer al cirujano. Pero, al hacerse los estudios prequirúrgicos, uno de los valores dio demasiado alto. Entonces consultó con el médico antroposófico. Jorge la recibió con una sonrisa y le confirmó que estaba embarazada. Aunque el cirujano pretendía seguir adelante con la operación, ella la suspendió. El dolor, simplemente, empezó a apagarse.
A los dos meses, perdió el embarazo. Tuvo miedo. Pensó que el cuerpo -de alguna manera inexplicable- había contenido el dolor durante la gestación y que ahora volvería a atraparla. No fue así. El embarazo fue la posibilidad de resetear su cuerpo.
Siguió bailando y dando clases, hasta que, ocho años después, marcando una secuencia de pasos sintió un tirón en la zona dorsal. Se hizo una resonancia. El traumatólogo apenas miró la lesión reciente. Lo que lo dejó sin palabras fue descubrir que seguía bailando con la base de la columna rota.
Una conciencia nueva empezó a operar en ella. Transformó sus movimientos, su búsqueda y su modo de enseñar. La danza africana hunde los pies en el suelo, se enraíza y desde ahí brota. El gran desafío de Candelaria es tomar esa fuerza subterránea y elevarla, que esa vibración no se detenga en el cuerpo, que aspire a algo sagrado.
—Yo intento que mi danza busque señalar a Dios. Que no se distraiga en la técnica o los pensamientos de ese día. Quiero ir a un lugar más profundo —dijo Candelaria.

La ofrenda
Todos los miércoles suenan los toques de los djembés y los dundunes en el centro cultural La Escuelita, en el barrio Virgen Misionera. Alrededor de las siete de la tarde, las mujeres y los percusionistas llegan a clase con ganas de sacudir el cansancio y los deberes del día. Abrazos, sonrisas, pequeñas charlas.
Candelaria explica el ritmo que van a trabajar durante el mes. Cada uno está asociado a un momento de la vida guineana: la fiesta, la guerra, la seducción. Se baila de frente a la rueda de tambores: los toques y el fraseo del cuerpo arman una conversación, un juego sin palabras. La clase avanza. El volumen sube. El cuerpo se desborda, pero sigue, sostenido por la vibración alta y profunda de la música. De pronto, los tambores dan los últimos toques y callan. Las mujeres, en círculo, rodean un silencio tan espeso y tibio que casi se puede tocar: un manto que cubre el lomo de un animal salvaje.
—He llegado a sentir éxtasis bailando —dijo una alumna—. Mi marido no entendía por qué necesitaba ir dos veces por semana a afro. En ese momento era lo único que quería hacer en la vida.
—Generó una comunidad linda —dijo otra alumna—. A cada una le sale como le sale y es hermoso. También aprendimos a tomar conciencia sobre el cuerpo. Sus clases son muy movilizantes. Lo dejás todo y también absorbés mucha energía. Más de una vez me pasó que volviendo a casa me encontré llorando y no sabía por qué.

Volver al monte
Candelaria creció en una familia que cultivó el sentido espiritual de la vida. Tiene tatuado el nombre María en los dedos de la mano derecha, una letra por cada generación de mujeres: su abuela, su madre, su hija. Lleva otros tatuajes en el cuerpo que, si pudiera, se borraría.
Pasó muchas temporadas en las sierras de Córdoba, en el campo de su abuela, junto a sus cuatro hermanos. Se carneaban ovejas, se cocinaba conejo al chocolate y con la piel se tejían gorros para el invierno. Parte de esos días quedó guardada en El Hachero, un libro de fotografías, entrevistas y grabaciones de los sonidos del monte, diseñado por su hermana Paz y publicado por su hermano Marcos, en la editorial Ninguna Orilla.
Hoy vive en una chacra en la Península de San Pedro, con su pareja, sus dos hijos, diecinueve gallinas y una yegua. Su hija, Dulce, monta la yegua todavía salvaje y no deja que maten a los pollitos. Candelaria quiere tener abejas, más caballos y una chancha, como en el campo de su abuela.
—Una siempre vuelve a donde fue feliz —dijo Candelaria.
Fue esa danza -ajena, atravesada por lenguas que no habla y gestos que no le pertenecen- la que le recordó algo que había sabido desde chica y había olvidado, que le enseñó a no interrumpir la conversación entre la herida y su cuerpo. Una danza que nunca le pertenecerá, pero que supo convertir en una forma de reverencia al cielo.
Por verónica Battaglia
Fotografía: Pablo Candamil
Colectivo de Comunicación Popular Al Margen
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