El próximo 23 de mayo se cumplen 60 años de la muerte de Soghomon Tehlirian, militante de origen armenio quien ajustició a Talaat Pashá, uno de los grandes responsables del genocidio contra su pueblo. Luego del hecho Tehlirian fue absuelto en un proceso judicial sin precedentes. Repasamos aquellos días y reavivamos el debate que plantea la justicia ejercida desde el pueblo, compartiendo y entrelazando algunos hechos sucedidos en la Argentina.
Corría la mañana del 15 de marzo de 1921, en Berlín. Los transeúntes iban y venían en rutinaria escena por las veredas del barrio Charlottenburg. Todo se veía apacible.
De pronto, un joven cruza apresuradamente la calle. Se acerca a un hombre que transita por la vereda contraria. Se arrima un poco más e intenta observarlo con claridad. Mete la mano en su bolsillo, saca un arma y aprieta el gatillo dando un certero disparo. El hombre cae gravemente herido. La gente se alborota y se abalanzan sobre el asesino que no atina a escapar. Quieren lincharlo, vuelan golpes, se escuchan gritos. Desde el suelo el joven balbucea algunas palabras en un idioma desconocido. Se frena la golpiza, llega la policía, es arrestado.
Quien apretó el gatillo se llama Soghomon Tehlirian, y es un joven estudiante de origen armenio, militante la de Federación Revolucionaria Armenia (FRA). Quien acaba de morir es Talaat Pashá, jerarca del Imperio Otomano y uno de los jefes responsables del proceso genocida contra el pueblo armenio.
Talaat había escapado a Berlín, esquivando la pena de muerte, que poco tiempo antes había dispuesto un tribunal militar, por su probada responsabilidad en la organización y ejecución del Genocidio contra los armenios. Aquella sentencia, aplicada en ausencia, comenzaba a quedar en el olvido, ya que la figura del jerarca otomano había logrado escabullirse, encontrando refugio a la sombra de acuerdos políticos internacionales no escritos. 1.500.000 de armenios y armenias sería el saldo final del proceso genocida. Y si la comunidad internacional lo amparaba, el pueblo armenio difícilmente olvidaría su figura.
Tehlirian conocía por propia experiencia las heridas del crimen, más de 80 de sus familiares fueron asesinados por aquellos días. Razón por la cual había decidido unirse al grupo de revolucionarios de la FRA que conformarían la Operación Némesis, la cual tendrá como fin el ajusticiamiento de un cierto número de altos mandos del Imperio Otomano, todos ellos responsables directos de la planificación y ejecución del genocidio. Estos se encontraban juzgados y condenados pero desperdigados en diferentes países escapando a la justicia y gozando de libertad. La operación, que llevaría el nombre de Némesis en honor a la diosa griega de la venganza, estaba en marcha y tenía como primer objetivo a Talaat Pashá, residente en Berlín.
Con la ejecución consumada, el joven armenio será quien ahora deberá comparecer ante la justicia en un proceso que pasará a la historia.
Durante aquel juicio, la defensa de Tehlirian jamás negó ni intentó solapar la autoría del hecho, por el contrario, el joven estudiante se defenderá afirmando “he matado un hombre pero no soy un asesino”. Las miradas del mundo occidental se encontraban puestas en un veredicto que llevó un intenso análisis de testimonios y documentación.
¿Cuál es la pena que le corresponde a un hombre acusado de matar a quien mató millones? ¿Son comparables ante las mismas reglas judiciales estos hechos? ¿Qué responsabilidad le cabe al que hace justicia frente a la injusticia probada?
El esperado veredicto del tribunal será la absolución de culpa y cargo para Soghomon Tehlirian, haciendo lugar al “derecho de matar al tirano”. Con este fallo histórico, se abrirá una nueva página en el capítulo de la justicia popular.
Habrá quien pueda analizar el veredicto del tribunal como un acto de justicia; habrá quien dirá que esta resolución solo generará un nuevo espiral de violencia; habrá quien entienda que no se repara con más violencia; habrá quien justificará y glorificará el hecho… y como éstas, tantas otras posturas. Lo cierto es que la decisión de dejar libre a Tehlirian pasará a la historia reavivando una vez más grandes debates vinculados a los dilemas éticos que desatan estas situaciones de violencia.
Es interesante vincular este hecho con diferentes momentos de la historia de nuestro país, donde la injusticia manifiesta contra el pueblo resultó tan evidente que se llevaron adelante acciones, individuales o colectivas, similares a las de Tehlirian con el propósito de poder generar algún tipo de reparación.
Será el joven Simón Radowitsky asesinando al Jefe de Policía Ramón Falcón, responsable de la persecución y asesinato de obreros durante la semana roja de 1909, quien inaugurará la lista de ajusticiamientos populares del siglo XX en nuestro país. Falcón, quien además había participado en la Campaña roquista contra los originarios de la Patagonia, gozaba de impunidad y se regocijaba de ello, provocando física y verbalmente a los obreros durante las huelgas con el fin de generar reacciones de violencia que justifiquen la represión. “Soy hermano de los que cayeron en la lucha contra la burguesía y, como la de todos los demás, mi alma sufría por el suplicio de los que murieron aquella tarde“, dirá Radowitsky.
Unos años más adelante, aparecerá en primera plana la figura del anarquista alemán Kurt Wilckens. De formación tolstoina, pacifista y vegetariano, sintió como propia la causa de los obreros reprimidos y fusilados en la Patagonia. Fueron más de 1500 los que perecieron bajo la anuencia del gobierno radical de turno y con el Teniente Coronel Varela como brazo ejecutor. Varela será asesinado por Wilckens poco tiempo después de las trágicas huelgas. Dirá Wilckens “No fue venganza. No, él era todo en la Patagonia: gobierno, juez, verdugo y sepulturero. Intenté herir en él al ídolo desnudo de un sistema criminal. ¡Pero la venganza es indigna de un anarquista!”
Entrada la segunda mitad del siglo XX, sobresale un hecho que volverá a poner sobre la mesa la cuestión de la justicia del pueblo, el secuestro y asesinato del General Aramburu. Una acción llevada adelante en 1970 por Montoneros, y que al mismo tiempo será el inicio de sus acciones públicas. Este hecho, venía a reclamar la violencia estatal hacia la sociedad civil y la proscripción política del Partido Justicialista desde 1955, entre otros. Mario Firmenich, uno de los líderes del grupo que llevó adelante la operación, dirá que “había de por medio un principio de justicia popular -una reparación por los asesinatos de junio del 56-, pero además queríamos recuperar el cadáver de Evita, que Aramburu había hecho desaparecer”.
Vemos como Taalat Pashá, Falcón, Varela o Aramburu, serán figuras que representen, en diferentes lugares y momentos de la historia, la ira contenida de gran parte del pueblo. Inclusive, bajo el cristal de distintas corrientes políticas, la justicia popular siguió siendo una posibilidad dentro de los movimientos revolucionarios, que no se agotan en los casos que hemos descripto.
Es justo decir que cada una de las acciones realizadas trajo consigo grandes consecuencias políticos y sociales. Según el caso, comenzó un recrudecimiento de la violencia generalizada contra el pueblo, se persiguió aún más a las minorías oprimidas, se radicalizó la represión al movimiento obrero, se generaron rupturas del dialogo sindical con autoridades, se clausuraron masivamente redacciones de prensa proletaria, entre tantas. En muchos casos, estos ajusticiamientos sirvieron al gobierno de turno para acelerar procesos represivos, y estas cuestiones también fueron (y son) profundamente debatidas dentro de los grupos de acción.
Al mismo tiempo, los profundos debates éticos que se generan (y generarán) en torno a los hechos que relatamos enmarcados dentro de lo que llamamos justicia popular, resultan muy agudos y nunca han arribado a una sola mirada o conclusión. No es tampoco la intención indicar qué es lo justo o injusto, sino más bien poner sobre la mesa estas acciones que forman parte del acervo histórico de pueblos, revelados en contra de las injusticias.
60 años atrás moría quien fuera un joven estudiante en 1921, y que con el convencimiento de la causa que abrazaba, atravesado por el inmenso dolor de su pueblo, tomó la decisión de entregar su vida con la certeza de poder llevar algo de reparación a un pueblo masacrado. “He matado a un hombre, pero no soy un asesino”.
Por Facundo Sinatra Soukoyan (https://www.lalunacongatillo.com/)
Equipo de Comunicación Popular Colectivo al Margen