La vida de un bombero transcurre de forma normal hasta que se dispara la sirena. En sentido inverso a los pájaros que se desbandan al tiro de escopeta, esta especie tiene un instinto que lo empuja hacia ese sonido grave que se vuelve más agudo y vibrante cuando está cerca. Rosana Rechencq pasó gran parte de su vida en el cuartel: combatió tantos incendios que sus manos saben antes que ella la maniobra correcta para controlar el fuego.

Noviembre, año 2000. La ladera del cerro Otto en llamas. Rosana está aprisionada contra el suelo pero alcanza la radio y pide auxilio: ​​”Se cayó un camión sobre un bombero, está atrapado”. Habla en tercera persona como si no fuera ella la que soporta el peso del acoplado sobre su cintura y sus piernas.

Era una tarea auxiliar: reaprovisionar el tanque de agua que el camión llevaba al foco del incendio. Estaba de espaldas, sacaba agua de una toma cuando el chofer intentó una maniobra difícil, de noche, en un terreno empinado. El trailer se desacopló y cayó sobre ella.

Sus hermanas Wanda y Magalí, corrieron al cuartel en respuesta a su pedido de ayuda. Se calzaron las botas, levantaron los tiradores del pantalón -enrollado entre el calzado- sobre los hombros. Se pusieron la chaqueta y el casco. No se imaginaron nunca que Rosana estaba en peligro. El oficial a cargo las corrió de la escena: cuando la víctima es un familiar, cuesta atender los pasos del protocolo, mantener la sangre fría. 

En el hospital la durmieron para colocarle el fémur en su lugar. Un mes en cama, un mes con muletas y un mes más de rehabilitación. Apenas le dieron el alta volvió al destacamento. “Mi vida bomberil era lo más importante”, dice Rosana. Estaba estudiando el profesorado de educación física en la Universidad del Comahue. “Si estaba en una clase y me sonaba la radio VHF, salía corriendo, aunque estuviera en un examen”. A los once años se sumó al equipo como cadete, atendía la radio y limpiaba los trajes después de los operativos. Participaba de los simulacros, era como un juego: había que encontrar la salida a través de un laberinto oscuro tanteando las paredes con sus manos. A los 18 años pasó de ser Alfa  1 (aspirante)  a Bravo 10 (bombera). Le dieron un número -su documento de identidad dentro del cuartel: el 105.

Las tragedias ambientales dejan ver la precariedad en la organización y los recursos para combatir un problema demasiado recurrente. Foto: Pablo Candamil.

Rosana tenía 18 años cuando conoció todo el poder del fuego. Los bomberos de Melipal fueron unos de los primeros en llegar a la base del cerro Catedral. Alcanzó a ver una línea de llamas -de alrededor de cien metros de largo por tres de ancho- sobre la ladera norte. La velocidad del viento corrió esa cortina ardiente para mostrar -en cuestión de días- el espectáculo más desolador: el bosque centenario hecho cenizas. El calor extremo bajo ciertas condiciones atmosféricas genera una tormenta de fuego: explosiones, remolinos que se tragan todo lo que esté a su paso. Un grupo de bomberos corría detrás de las llamas cuesta arriba, -sin el equipo adecuado – con el traje estructural que pesa más de 25 kilos cuando se moja. El otro grupo aguardaba en lo que se suponía que sería la cola del fuego, delante de la villa Catedral. La bestia era tan voraz que traspasó el cortafuego y cruzó la ruta. No había mucho por hacer más que proteger las casas y resistir hasta que se aplacara sola. Las lluvias ayudaron.

Esta tragedia ambiental trascendió los límites de la provincia y desenmascaró la precariedad en la organización y los recursos para combatir un problema demasiado recurrente. Ese mismo año se creó El Plan Nacional de Manejo del Fuego. Siempre está la duda si un incendio fue intencional o no. En 1995 hubo una sospechosa sucesión de incendios. A principios de 1996 se corrió el rumor de que se había prendido fuego a un animal para encender la chispa sobre el cerro Catedral. En el presente continúa esta misma incertidumbre. Este año los pobladores del área de El Bolsón estaban convencidos de que se quemó la zona para ahuyentarlos y abaratar los costos de la tierra para futuros proyectos inmobiliarios. Los políticos culparon a un supuesto pirómano de origen mapuche. Pasa el tiempo, las causas se archivan, pocas veces se termina de saber qué pasó.

Al refugio Berghof subió con una profunda tristeza. Conocía muy bien esa casa de montaña, cuando todavía era la fábrica de esquíes del pionero Otto Meiling, Con su hermana Magali subían hasta allí a juntar hongos. “Cuando el fuego está contenido es cuando más miedo te da –dice la bombera-. Cuando está latente, abrís una puerta y sale una llamarada. Esto pasa en ciertos momentos en espacios confinados”. Este era un refugio muy antiguo, todo de madera: una vez que las llamas llegaran al techo se derrumbaría y el fuego tomaría todo el oxígeno para su combustión. No habría riesgo de llamaradas ni explosiones. Tampoco habría chances de volver el tiempo atrás. Trabajaron durante siete horas removiendo troncos para evitar que no quedara ni una sola brasa encendida.

Sus padres se instalaron en el cerro Otto cuando la ladera era todo bosque. Los incendios, un riesgo implícito. Los pocos vecinos que se aventuraron a vivir ahí arriba se juntaron y armaron el destacamento de bomberos Melipal. Francis fue uno de los primeros voluntarios. Sus cuatro hijas siguieron sus pasos. La vida de la familia Rechencq transcurrió alrededor del cuartel. Victoria, la mayor, fue la primera mujer bombera de Bariloche, cursó su primer año de secundaria cuando todavía el CEM 2 no tenía edificio propio. También se celebró misa antes de que se construyera la iglesia del barrio y se festejaron las fiestas de 15. Las hermanas Rechencq se criaron al aire libre entre el bosque y la estepa. “Eran cabras de monte”, dice Cristina, su madre. Acompañaban a su padres -fundadores de la Asociación Paleontológica Bariloche- a buscar piezas perdidas hace miles de años. Pasaban horas al sol rastrillando el polvo de las piedras. Francis llevaba boina -como un buen francés- y una pequeña lupa en el bolsillo. Era un apasionado de los fósiles y de los insectos, que guardaba meticulosamente en unas cajitas de madera con tergopol. Rosana, inquieta, impulsiva, aprendió que esa paciencia por el detalle tenía su recompensa: en unas vacaciones encontraron un gliptodonte entero en la playa, lo ataron al techo del auto y lo llevaron al museo paleontológico.

Rosana tomó todos los cursos de rescate, memorizó los protocolos, aprendió a manejar el camión de bomberos. Hacían falta choferes y fue la primera mujer en sacar la licencia para conducir vehículos de emergencia. Lo que más le atraía era usar las herramientas para sacar un techo o cortar la chapa de un auto para liberar a un herido. Sus jefes empezaron a confiar en ella. “Entrá y resolvé“, le decía un superior. Y ella sabía que iba a hacerlo. Confiaba en su respuesta, su cuerpo sabía antes que ella qué había que hacer. “Cuando veía a Rosana en la dotación respiraba, sabía que una parte del problema estaba resuelto” , dice Ricardo Marchesín, ex jefe del cuartel Melipal.

En 2020 alcanzó el rango más alto en el escalafón: el de oficial, Oscar 3 era su nombre. En 2021 fue jefa del destacamento. Ese mismo año un rayo cayó sobre un árbol, lo calentó por dentro hasta prenderlo fuego. El humo cubrió los cerros y el sol. Era una zona de difícil acceso, entre el lago Martin y el lago Steffen. Esta vez le tocó coordinar los recursos como parte del comando unificado de las fuerzas. Había que tomar decisiones rápidas. La franja de bosque era muy tupida, no tenía historial de fuego y había mucho viento. Era necesario cuidar a los brigadistas. “El trabajo sobre un flanco es extenuante, das más de lo que creés dar, estás tirando con toda tu fuerza metros y metros de manguera, durante muchas horas, días. Estás embarrado, dentro del humo y el calor. Después el cansancio es enorme pero reconfortante porque sentís que estuvo bueno lo que hiciste”. dice Rosana. 

Treinta y cinco años de servicio: Alfa 1, Bravo 10, Sierra 16, Oscar 3. y Oscar 1. “Fui aprendiendo a evaluar los factores de riesgo y a desarrollar una mirada global de la situación y eso lo aplico en mi vida.  Es imposible que yo pase por un lugar sin ver que una rama toca un cable, que un árbol está a punto de caerse o que un auto dobló mal. Me anticipo al peligro”. Más que un servicio es un modo de vida, una visión de las cosas.

Ahora es madre de dos hijos y trabaja como guía de montaña. Recibe una pensión simbólica por ese tiempo dedicado a la emergencia. Todavía, en viajes de ruta, mira los kilómetros y dice: 105 ese es mi número de bombera. El fuego la sigue hipnotizando, puede quedarse quieta, delante de la salamandra, observando como respira.

Por Verónica Battaglia

Fotografía: Pablo Candamil

Colectivo de Comunicación Popular Al Margen

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