Dentro del mundo evangélico están los pastores de estadio: los que llenan templos millonarios, predican la multiplicación de milagros como si narraran un gol y prometen lo imposible: una mujer que deja la silla de ruedas, pesos que se vuelven dólares, la alquimia de un anillo de plástico en oro, una enfermedad incurable que desaparece sin rastro. 

Maximiliano Heusser pastor de la Iglesia Metodista de Bariloche, otra historia de Gente de acá. Foto: Pablo Candamil.

Y también están los pastores que guían a pequeñas comunidades, conocen el nombre de sus fieles, saben de sus problemas. Maximiliano Heusser es uno de ellos. No presenció ningún milagro, pero habla de Jesús como de un amigo, como la presencia que lo anima a marchar cada 24 de marzo, a insistir con la justicia social en el púlpito, aun cuando todo alrededor parece rendido a la indiferencia y al cinismo.

El combate interior

—No fue una buena noticia para Muriel— dice Maxi acerca del momento en que anunció a su novia su intención de ser pastor.

Tenía 21 años. Estudiaba música en Trelew, daba clases en una escuela en Puerto Madryn y en el verano trabajaba en una mensajería repartiendo comida o realizando trámites en moto. Proyectaba casarse con Muriel, anotarse en un plan de viviendas y vivir el resto de su vida en un pequeño pueblo al borde del mar. Pero Dios tenía otros planes.

 —Vos que cantás bien —dice la hermana de Muriel— podés ser pastor.

Él pensó que Muriel había revelado el secreto de su vocación. Pero no: todavía lo guardaba. Solo lo sabían la pastora y el referente de jóvenes de la iglesia evangélica metodista. La decisión llevó tiempo: suponía no solo un cambio de rumbo radical, sino también estar separados durante sus estudios de teología en Buenos Aires y luego estar dispuestos a vivir donde la iglesia más lo necesitara.

¿Es Dios quien está llamando?”, se preguntaba una y otra vez. Necesitaba saber que ese llamado era genuino, que venía de Dios, sabía que solo con las ganas de ser pastor no alcanza. “Mira que te mando que te esfuerces y que seas valiente, no temas ni desmayes porque Jehová, tu Dios, estará contigo donde quiera que vayas”. Este pasaje de la Biblia lo guio a través de los momentos de confusión.

Un mediodía de domingo, reunió a su madre, a su hermano gemelo, Pablo, y a su tío para comunicarles su decisión. Su madre se alegró porque su hijo seguiría los pasos de su admirado tío: el obispo Carlos Gattinoni, a quien Maxi no había visto nunca. En la universidad de teología, sus compañeros también insistían en vincularlo con el reconocido obispo, cofundador de la Asamblea Permanente de los Derechos Humanos y elegido por el presidente Raúl Alfonsín para integrar la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas.

—¿Vos sos Maxi Gattinoni?

—No, Yo soy Maxi Heusser.

El futuro pastor se afirmaba en el apellido paterno, aunque había perdido contacto con su padre desde muy chico. Después de la separación, su madre se mudó con sus hijos de Mar del Plata a Puerto Madryn. Su hermano le ofreció una casa y compró el fondo de comercio de un kiosco para que ella pudiera sostenerse. Años más tarde Maxi y Pablo buscaron a su padre. Supieron, a través del padrón electoral, que estaba viviendo en Entre Ríos. Pablo viajó a verlo. Maxi no quiso ir. Pero cuando murió, fue el único de sus cuatro hijos que asistió a su entierro.

A diferencia de la Iglesia Católica Romana los pastores metodistas conviven en familia. Foto: Pablo Candamil.

Dos púlpitos, un evangelio

En Argentina, los católicos representan el 66 por ciento de la población, los indiferentes el 18 por ciento, los evangélicos el 16 por ciento y el judaísmo menos del 1 por ciento, según la encuesta nacional de creencias del CONICET en 2019.

El crecimiento del movimiento evangélico pentecostal en esta última década se puede explicar -según el investigador Carbonelli- a partir de la noción de milagro como una señal tangible de lo divino en la tierra. La promesa pentecostal ofrece la posibilidad de “resetear la vida” a través de un cambio de hábitos, una propuesta que atrae a hombres y mujeres de barrios populares donde el testimonio del pastor o la pastora -vecinos cuya biografía todos conocen- se convierte en la prueba de la gracia de Dios.

En el mundo metodista la fe no es magia: la fe se piensa, se siente y se canta. Maxi no presenció ningún milagro; los relatos extraordinarios del Evangelio se leen como la confirmación de que Jesús es el hijo de Dios y, al mismo tiempo, como una puesta en valor de la dignidad humana que Jesús vino a restaurar.

Pensar en un milagro de los que aparecen en el texto bíblico —dice el pastor—, nos hace pensar en lo que tiene hoy Cristo para decir sobre la enfermedad, las injusticias, la marginalidad y cómo nosotros podemos ser bendición en esas situaciones. difíciles.

Un mes y medio atrás, el presidente Javier Milei viajó al Chaco para inaugurar el templo más grande de la Argentina: el Portal del Cielo. El pastor Ledesma, fundador del movimiento Invasión del Amor de Dios, afirmó que financió la construcción de la iglesia gracias a un milagro: la conversión de pesos en dólares. El acto reunió a 15.000 personas y se certificaron 400 milagros. Dos días más tarde, la Iglesia Evangélica Metodista Argentina publicó un comunicado para diferenciarse de esa rama del evangelismo y del apoyo al presidente: “…Los cristianos evangélicos creemos en la resurrección, pero no en la reencarnación, ni en la adivinación mágica, ni que se pueda convocar al alma de un perro muerto para pedirle consejos. Esto es desechado por la enseñanza bíblica… Nuestra vocación y nuestro llamado es al amor, nunca al odio; a la compasión, nunca al prejuicio; las enseñanzas de Jesús en el Sermón del Monte (Mateo 5-7) no son las de los políticos neoliberales ni de los anarco-capitalistas. Solo a ellas debemos responder, con fe, amparados en la gracia divina, y a ningún otro dar la gloria.”.

El 20 por ciento de la población de Bariloche se identifica como evangélica, y casi la mitad vive en los barrios altos de la ciudad. Allí se multiplican las iglesias más recientes -pentecostales, bautistas, metodistas chilenas- que buscan encender la fe a través de la espectacularización del Espíritu Santo y sostienen una lectura conservadora de la Biblia y una concepción tradicional de la familia. Para quienes reciben la revelación, la experiencia se vive como un éxtasis: algunos comienzan a “hablar en lenguas” y transmiten un mensaje cifrado. En contraste, las iglesias históricas -metodistas, luteranas, reformadas- leen las Escrituras con un prisma más amplio. Esta mirada les dio un lugar distinto en la historia: alzaron la voz contra el terrorismo de Estado y no se sumaron a las cruzadas religiosas contra el divorcio, el matrimonio igualitario, ni la ley del aborto.

En mi primer año de teología —dice el pastor— tuve una conversación profunda sobre el aborto con una familiar mía, ginecóloga. Me habló de lo que veía en el consultorio del hospital Posadas, donde muchas mujeres perdían la vida por abortos clandestinos. Más tarde, cuando se debatió la ley de interrupción voluntaria del embarazo, nuestro obispo se pronunció a favor de comprender a las mujeres -nadie elige livianamente someterse a un aborto- y de la necesidad de que el Estado legislara en favor de la ley.

La iglesia sobre calle calle Paso que en 1949 Williams proyectó para Bariloche. Foto: Pablo Candamil.

El prodigio de la compañía

Una iglesia construida para el futuro de Bariloche, a lo grande, así la soñó el pastor Williams en 1949. Catorce años después el templo se impuso sobre la loma de la calle Juan José Paso, cuando alrededor no había más que campo. Ahora la iglesia, la casa del pastor, el parque y el gimnasio están rodeados de edificios de departamentos y oficinas, a pocas cuadras de los hoteles y las chocolaterías del paseo turístico de la ciudad. El parque, solo en un lapso corto del día, permanece iluminado. A diferencia de la arquitectura ostentosa de la catedral católica, su diseño es sencillo y funcional. Una gran columna con tres campanas y una cruz señala que esta gran casa de techo de chapa y seis ventanales es un sitio sagrado.

Hace siete años que Maxi guía a la comunidad metodista de Bariloche y supervisa el distrito de la cordillera -Neuquén, Trevelin y Esquel-. Su pastoral no destila el fervor de los fanáticos, se concentra en una pequeña prédica cotidiana, cada día comparte una frase a través de sus redes, como esa gota que persiste y logra horadar la piedra. Cada domingo, en el púlpito, habla de las cosas que hoy pesan y duelen, siempre a la luz de la vida y el ministerio de Cristo.

Puedo hablar de problemas ambientales, de la impunidad de ciertos empresarios para construir y que se les venga medio cerro abajo y sigan construyendo, sobre el desfinanciamiento de la ciencia, pero cuando toco el tema del pueblo mapuche el aire se tensa— dice el pastor.

Más allá de esta mirada crítica que desafía a los miembros de la iglesia a correrse de sus lugares comunes, el corazón de su sacerdocio está en su presencia constante, en su escucha atenta, “Me dio un espacio para debatir la fe —dice Mabel—. Estaba pasando por un momento muy difícil, no le encontraba sentido a la vida y dudé de Dios. Maxi supo contestar a mis interrogantes respetando mi personalidad, mis tiempos. Me ayudó a reflexionar acerca de la presencia de Dios en la vida mía. Su palabra de aliento me sostuvo”.

Sus estudios de música le permiten sentarse al piano o dirigir el canto de la congregación. Y esto no es un detalle menor, se dice que los metodistas cantan su teología. La acústica del templo fue pensada para que cada himno tradicional, cada carnavalito, chacarera o tango haga vibrar la fe. No es casualidad que los coros de Bariloche elijan esta casa para ofrecer sus conciertos.

Iglesia de puertas abiertas donde se asume que todos pecan. Foto: Pablo Candamil.

Una vez traspasada la entrada, el fiel o el visitante se encuentra con este mensaje: “Todos en esta iglesia pecamos, ¡bienvenid@!”. La iglesia está abierta a aquél que quiera acercarse y con todos se comparte el pan y el vino de la Santa Cena. No hay confesionarios, como en la misa católica, donde el creyente se arrodilla para declarar sus faltas ante el sacerdote, oculto detrás de una reja. En esta religión, no hay mediación entre Dios y el hombre, la confesión se consuma en una oración comunitaria.

 —Para el catolicismo yo era la pecadora del condado —dice Karina—. Tuve un hijo de soltera y dos hijos más con dos parejas distintas. En este templo me sentí como en casa. El pastor no me juzgó: cortó unas rosas de su jardín, adornó con ellas el altar y bendijo nuestra unión con las palabras justas, que explicaban esa necesaria coincidencia de tiempo y espacio para reencontrarnos con aquel primer amor de secundaria, intacto, 37 años después.

Su pastoreo no promete milagros ni fabrica certezas. Dice lo que cree, aunque incomode. Abre un refugio donde la fe puede tambalear y donde la duda no es pecado, sino pregunta. Y en esa pregunta, a veces, se encuentra a Dios.

Por Verónica Battaglia

Fotografía: Pablo Candamil

Colectivo de Comunicación Popular Al Margen

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