Melina Páez y Daniela Arpigiani son investigadoras del IRNAD–UNRN y becarias del CONICET. En plena emergencia por los incendios en Mallín Ahogado, participaron como vecinas y científicas de la reacción comunitaria.

Hoy, sus trabajos de investigación y extensión construyen conocimiento desde esa vivencia, con el objetivo de prevenir futuras catástrofes. Las entrevistamos después de una charla que ofrecieron al resto del equipo del IRNAD (Instituto de Investigaciones en Recursos Naturales, Agroecología y Desarrollo Rural / UNRN-CONICET). Nos interesaba profundizar en estas problemáticas, una vez que el fuego se extinguió, y quedan a la vista sus consecuencias sociales y ambientales, y al mismo tiempo se cae de la agenda mediática masiva.
“Lo que vivimos fue un caos total. El fuego avanzaba a una velocidad impresionante, pero al mismo tiempo surgió una fuerza comunitaria increíble”, recuerda Melina Páez sobre los días más intensos del incendio de interfase que, en enero de este año, afectó más de 3.500 hectáreas entre bosques, viviendas y áreas productivas de Mallín Ahogado, en la Comarca Andina.
Ambas investigadoras destacan el nivel de organización espontánea y solidaria que surgió durante la emergencia. “Fue una sociedad completamente movilizada. Cada quien ayudaba desde donde podía: recibiendo personas evacuadas o cuidando animales heridos”, relata Daniela Arpigiani.

Esa experiencia de comunidad organizada es, para ellas, uno de los aprendizajes más valiosos que dejó el fuego. Sin embargo, también señalan la necesidad de abordar los factores de fondo: el crecimiento poblacional en zonas de interfase —donde se entrelazan viviendas, vegetación nativa y forestaciones exóticas sin manejo— representa un riesgo creciente. Del 2010 al 2022, el municipio de El Bolsón creció un 27 %, y en el resto de la Comarca Andina el aumento alcanzó el 30%. “Y eso —remarca Melina— es con datos que sabemos son menores a la realidad”.
“Muchas de estas áreas están dominadas por pinares abandonados, lo que multiplica la inflamabilidad del paisaje. Si no hay una planificación del uso del suelo, la vulnerabilidad aumenta para todos”, advierte Páez.

Desde la ciencia y la extensión universitaria, ambas investigadoras trabajan para fortalecer la prevención, incluso con presupuestos y salarios muy bajos. Junto al IRNAD y la Universidad Nacional de Río Negro, impulsan charlas, talleres y proyectos con vecinos, instituciones y organismos como el SPLIF. La universidad pública, aun en un marco de desfinanciamiento por parte del Gobierno nacional, apostó a fortalecer este trabajo a partir de una convocatoria extraordinaria “Incendios: El día después” para financiar proyectos de extensión relacionados a la crisis de los incendios, entre los que se encuentra que participan Daniela y Melina junto con varios colegas del IRNAD (Paisajes y comunidades resilientes: conversaciones frente al incendio).
“Necesitamos entender que vivimos en un territorio donde los incendios son parte del paisaje, pero eso no significa que no podamos hacer nada. Hay mucho que puede prevenirse con políticas públicas activas y acciones prediales concretas”, agrega Arpigiani.
Entre las principales demandas que surgen de su trabajo destacan: una mayor inversión estatal en prevención, el cumplimiento efectivo de la Ley de Bosques, el financiamiento para planes de manejo forestal y un rol más articulado de las instituciones.
En ese sentido, Melina plantea una necesidad urgente: “Hay que establecer códigos de construcción y regular el desarrollo urbano en las zonas de interfase, donde la infraestructura se entremezcla con los ecosistemas naturales. Se deben definir zonas defendibles, no solo para proteger viviendas y vidas humanas, sino también para facilitar el accionar de los combatientes de incendios”.
Las zonas defendibles —explican— son áreas libres de material combustible, como ramas, hojarasca, pasto seco o vegetación que requiere podas. De este modo se evita la propagación de focos que pueden originarse, por ejemplo, a partir del tendido eléctrico, una causa bastante común.
Entre los aspectos preventivos, las investigadoras subrayan también dos claves: la educación ambiental y la generación de mapas de riesgo, construidos con información aportada por las instituciones vinculadas al territorio —como datos sobre vientos, pendientes, accesos al agua, densidad de bosques o cantidad de viviendas—.
“Estos mapas nos sirven para planificar e implementar acciones concretas en el territorio, tanto preventivas como durante el desarrollo de un evento”, remarca Páez. “Incluso pueden orientar la planificación territorial”, agrega.

“Estamos trabajando casi sin presupuesto, con esfuerzo voluntario. Aun así, la respuesta comunitaria y la apertura a la ciencia nos muestran que hay un camino posible. El desafío es que el Estado esté a la altura”, afirman.
Con una mirada crítica pero esperanzada, Melina y Daniela apuestan a seguir sembrando conocimiento colectivo: “Estas experiencias, por duras que sean, pueden fortalecer redes. Sabemos que el cambio climático y el desfinanciamiento son escenarios difíciles, pero también sabemos que, con compromiso, información y comunidad organizada, todavía podemos cambiar algo”.
Por Manuel De Paz y Fabián Viegas Barriga
Fotografía: Pablo Candamil
Colectivo de Comunicación Popular Al Margen
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