Es la escuela de percusión más convocante de Bariloche y más que eso: es un encuentro de personas que aprenden tambores, comparten las tardes y salen a tocar a escena. Y cuando lo hacen, una energía transformadora envuelve todo el ambiente: un bálsamo en medio de la rutina de los días.
Es noche de invierno y en el centro cultural Fylgja se va reuniendo gente cerca del escenario y se respira un perfume a sahumerio. Hay tambores y al costado una red de papelitos con deseos escritos y la invitación a que dejes el tuyo. Hoy tocará MuTa, Mujer Tambor, el ensamble que cumple cinco años de la Escuela de Percusión La Nube. Pero antes lo hace Fuegas Samba Reggae, otro taller de La Nube integrado por mujeres y disidencias. Todas con campera vintage danzan, percuten, cantan alegorías a brujas y manadas.
La vibración de los tambores estremece los cuerpos que empiezan a moverse contagiados, como piezas de dominó cayendo una sobre otra en el centro de esa energía en torbellino que retroalimenta a las músicas y al público. Hay sonrisas y chillidos, los cuerpos se calientan antes de la entrada del ensamble principal.
El fuego del encuentro con el tambor ya está encendido cuando aparecen en escena, vestidas de negro, las 16 mujeres de MuTa: madres, científicas, trabajadoras, estudiantes maquilladas con un escamado degradé que recubre los ojos. Sentadas y de pie, frente a sus instrumentos, esperan las señas de su directora, Guadita Sosa, que irá tejiendo esa trama de ritmos afro brasileños y cantos ancestrales a la madre tierra, a la serpiente y a la luna que representan la fuerza y el misterio, la oscuridad y la luz.
El concierto termina al día siguiente. Ya fuera del centro cultural, los cuerpos transpirados, que pesan menos, se funden en abrazos con la atmósfera fría de una madrugada que luce más amigable que siempre.
Los comienzos
La escuela de percusión ensaya desde hace año y medio en un piso a la calle del centro de Bariloche llamado Casa Nube. El lugar tiene una puerta con paneles acústicos al igual que algunas porciones de pared. Del techo cuelgan telas coloridas y una luz cálida. En un aparador hay un gorro con visera y el logo de la escuela: el círculo que forman el pulgar y el índice, que en la Antigua Grecia era signo de amor, en el mundo budista de perfección, en el lenguaje musical se llama “staccato”: es la seña enérgica y determinante que acorta el valor original de una nota.
Frente a Javito Vidal, 40 años, director de La Nube, hay un semicírculo de personas descalzas sobre un piso de madera revestido con retazos de alfombras indias. Son doce percusionistas agrupados en bloques de surdos, djembes y congas. Lo observan concentrados en las señas y esbozan una sonrisa con el asombro de quien da sus primeros pasos. Comparten cereales, budines, mate. Son principiantes de distintas edades que, al final, se despiden alivianados con un abrazo.
La charla con Javito (Javi) Vidal se da en un espacio con sillones, mesa de ping pong, instrumentos, fotos y una barra. Lo primero que me dice es: “en septiembre, cumplimos once años”.
Le pregunto por una nota que dio a un medio nacional hace tiempo. Por entonces tocaba el redoblante en un grupo de percusión en Plaza Armenia, Buenos Aires. Ahí cuenta que es uruguayo, que vino con sus padres a los tres años, que pronto su padre moriría de asma, que vivió en los barrios de Bajo Flores y Constitución, que todos los veranos cruzaba el Río de la Plata a visitar a los abuelos y a nutrirse del candombe de los tablados, el escenario de carnaval de Montevideo desplegado en 40 noches de verano.
“Una vez, tenía seis años, un murguero bajó del tablado con un pote de pintura. Me miró, me hizo plín con el dedo pintándome la nariz. Esos tipos eran dioses enormes de sombreros y hombreras. Me fascinó”, recuerda.
A los 15 años ingresó a Los Colosos del Delirio del barrio de Barracas, una de las 160 murgas en apogeo tras el ostracismo al que las confirió la dictadura. Después transitó por varias otras aprendiendo a tocar y a bordar lentejuelas y mostacillas de trajes. A los 18 años entró a un conservatorio, pese a que ninguno ofrecía una carrera de percusión. Los timpani, esos tambores gigantes afinados de orquesta, le eran inaccesibles. Jamás podría haber llegado a comprar unos, ni siquiera a trasladarlos en el auto que no tenía.
“Yo solo quería tocar tambores, tener un título para darle a mi vieja y sentirme profesional”, dice.
A los veintipico conoció a La Bomba de Tiempo, un grupo de percusión nacido en 2007 que dictaba talleres en hangares de tren. Para Javito fue la universidad de la percusión. Allí aprendió el lenguaje de señas, un sistema de 120 signos creado por el director de La Bomba de Tiempo, Santiago Vázquez, que adoptó de un norteamericano de mitad de siglo XX, Jan Bach.
“Los ensambles de percusión que conocía eran direccionados con silbatos y gritos”, explica. “Aprender las señas fue todo una revolución”.
Dos deseos irrumpieron en la vida de Javi Vidal: escapar de Buenos Aires y superarse en lo profesional. Quería ser profesor y músico al mismo tiempo. Entonces cargó al tren su moto hasta Bariloche, donde lo esperaba una amiga. En un camión de transporte trasladó una campana, una maraca, un tambor, un djembé y diez cajones peruanos. Era 2013. En la primera mañana en el sur, diseñó un flyer para convocar gente a un taller. Así nació La Nube.
“Muchas personas buscan espacios para socializar, pero la sociedad en general no te propone un espacio de encuentro para contar cómo estuvo tu semana y compartir una merienda. Bueno, la propuesta de La Nube es aprender, encontrarse y compartir unos mates. Yo lo necesito. Para mí, es un sueño cumplido”, explica.
Dice también que en tiempos de inmediatez, un desafío puede convertirse rápido en frustración. Que lo difícil es lograr que las personas persistan frente a ese desafío. La docencia musical consiste en desentrañar ritmos para que todos puedan tocarlos de acuerdo a sus posibilidades. Y agrega, que la salida a escena es un pilar pedagógico: el empoderamiento de los percusionistas es total.
Los lunes del verano pasado, La Nube organizó en la cervecería La Fábrica VT el Sincro Lunes: un ciclo con músicos vinculados a la escuela, que formaron La Nube Tambor. Pude conocerlos y observar otra vez la fuerza hipnótica del tambor crepitar. Las miradas estaban puestas en las señas de Javito Vidal; la mía, intentando descifrar qué es lo que buscaba transmitir a los músicos.
“El método nubelero es muy interesante en términos de inclusión”, dice Camilo Piterbarg, de La Nube Tambor y tallerista de un ensamble de percusión con instrumentos melódicos. “Porque despeja el fantasma de la música que podría resumirse así: si no tengo ritmo u oído, no puedo tocar. El lenguaje de señas es muy visual”.
La Nube además establece secciones de instrumentos con al menos dos músicos cada una. Si no entendés la seña, podés copiarte del de al lado. “Al ser un ensamble de tantos instrumentos y diversidad sonora, con muy poquito se puede hacer algo muy musical. Tu simple pum suma un montón y eso te motiva”, dice Piterbarg.
Algo tribal
Guadita (Guada) Sosa nació en Bariloche, estudió educación física en Buenos Aires, entre la facultad y el trabajo se enamoró de los tambores, cursó todas las clases individuales que el tiempo libre le permitió. Allí aprendió el lenguaje de señas y organizó –como estudiante- un ensamble de mujeres provenientes de diversos grupos.
“Las mujeres fuimos siempre bastantes excluidas de los tambores. Cuando empecé percusión, los profes eran todos varones y era una de las pocas mujeres participantes, si no era la única”, dice Guada Sosa. “No tuve malas experiencias, aunque había micromachismos. Me encontré todo el tiempo sobrexigiéndome para tocar más fuerte y más rápido. En un momento necesité encontrarme con pares, reconocerme, recordarme. Necesité guías, maestras mujeres”.
Para ella el escenario es un altar, así fuese en la Fiesta de la Nieve o en La Llave, en una cervecería o en un jardín de infantes. Donde esté por tocar un ensamble de La Nube lo aromatiza de sahumerio y se visualiza ahí, mirando a la gente, orientando la voz, expresando un mensaje.
“Hay algo de ancestral, de gente reunida alrededor del fuego, el canto y el baile. El tambor te llama a recordar esa vida pasada”, dice. “Por eso invocamos siempre al fuego interno, al calorcito del amor que nos brindamos”.
En el mes en que Guadita Sosa regresó a Bariloche desde Buenos Aires para cuidar a su madre, descubrió uno de los tantos volantes distribuidos por Javito. Le escribió y quedaron en contacto. Volvió a Buenos Aires y luego regresó definitivamente a Bariloche. Él entonces la invitó a un ensamble.
“Javito es el director de una escuela que creó. Una semillita que todos nutrimos y abrazamos a pleno. Es muy generoso, te abre la puerta a que seas un par y eso uno lo toma reconociéndolo como un guía”, dice.
MuTa nació en 2019 en medio de la marea feminista que inundó la Argentina. Mujeres tocando tambores, una propuesta sencilla transformada hoy en un grupo de estudio musical dirigido por Guada Sosa que, meses atrás, se puso al frente de otro taller integrado por mujeres y disidencias: Fuegas Samba Reggae.
La Nube y sus talleres suelen participar en manifestaciones callejeras como la campaña por el Aborto Legal, el Encuentro Nacional de Mujeres, los 3J, los 8M, las expresiones de resistencia ambiental, los 24 de marzo. El batido de los parches a cielo abierto suena a una convocatoria tribal: las miradas se posan sobre los percusionistas, que se convierten en el centro de una llama chispeante que salpica y te mueve.
Lo que está por venir
Macarena Suárez ya tocaba en MuTa en 2021 cuando, con las primeras aperturas de la pandemia, le propuso a Javi y a Guada viajar a El Chaltén en su camioneta para ofrecer talleres de percusión. Así nació su primera producción con La Nube.
“Guada y Javi tienen una manera muy especial de contagiar la pasión por la percusión, de estar juntos, abrazar, sacar una sonrisa a la persona que está ahí. Cualquier estudiante va a decirte lo mismo: La Nube va más allá de un tallercito que hacés una vez por semana”, dice.
La Nube Orquesta es el más experimentado de los ensambles de La Nube. Una formación de tambores e instrumentos melódicos y voz, que nació como taller al que se fueron sumando otros, integrados por un centenar de personas que comparten tantos chats como ensambles. “Una verdadera red promotora de juntadas y escucha atenta a necesidades personales”, resume Macarena.
Producir La Nube implica orquestar un montón de detalles: dónde se realizará el show hasta resolver cómo van a trasladarse los instrumentos, qué van a comer los músicos, que no falte agua, la decoración del ambiente, hacer el registro fotográfico y en video y vender las entradas. Para todo eso, Macarena no está sola.
La Nube pareciera no tener techo. Surgen nuevos grupos (los lunes, para principiantes), nuevos ciclos (LaNubeJam), y sobran los deseos de un lugar propio para tocar, multiplicar los talleres, potenciar los ensambles, organizar campamentos, tejer vínculos con otras tribus tamboreras, viajar por la Patagonia y otros países.
La nube es grande, me dijo Javito Vidal. Un fenómeno que se transforma en esta ciudad entre montañas.
Por Pablo Bassi
Cooperativa de Comunicación Popular Al Margen
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