El músico y escritor Edgardo Lanfré publicó De aquí cerquita, un libro de “contadas” populares de la cordillera editado por el Fondo Editorial Rionegrino.
Si en la destreza del relato está la llave de la transmisión de anécdotas, sentimientos, humoradas, Edgardo Lanfré vendría a ser un gran cerrajero de Bariloche y alrededores. Las contadas populares de la cordillera que acaba de publicar, reunidas en un libro titulado De aquí cerquita, son un buen ejemplo de eso. “Me gusta el arte de narrar, de adornar historias. Debo hacerlo bien, porque vivo de eso hace muchos años”, dice a Al Margen.
Antes que narrador Lanfré es guitarrista. Entre canción y canción, empezó una noche a colar historias. Una vez alguien le sugirió escribirlas, y así empezó a publicar una serie de títulos como Cosas del pago en 2010, Emociones encontradas en 2015 (cuentos y poemas), El olvido en 2018 (su primera novela). Ahora tiene entre manos uno con ficciones aparecidas en el diario El Cordillerano.
“Voy tomando nota de observaciones, de escuchas”, dice. De aquí cerquita es una reunión de esas notas que ganaron un premio del Fondo Editorial Rionegrino. En la contratapa, el escritor Rafael Urretabizcaya acierta cuando dice que Lanfré se arrima en ellas a la ruralidad sin asombro, sin extrañeza, aunque también -agregamos nosotros- con cierta mirada citadina. Lanfré conoce el mundo rural porque lo habitó. Su abuelo italiano llegó a la Argentina, y trabajó como puestero en la cordillera neuquina. “Tengo profunda reverencia por los silencios, las picardías, las supersticiones de la gente de campo”, explica. “Mucho de lo que cuento es mirarme a mí mismo”.
Nació en Bariloche, a los 8 se fue a Neuquén, a los 15 comenzó a tomar clases de guitarra con Hugo Berbel e incursionó en ese clan folclórico que una vez le propuso dedicarse tiempo completo a la música. Entonces viajó a Buenos Aires a estudiar en el Instituto Folclórico Argentino. En 1983 volvió a votar, su primera vez. Al martes siguiente emprendió el regreso, pero en el trayecto se convenció de que la cordillera era su lugar en el mundo. Llegó a Buenos Aires, cambió de maleta y regresó para siempre.
De aquí cerquita son 49 historias ambientadas en El Caín, Los Menucos, Ingeniero Jacobacci, Pilquiniyeu del Limay, Cholila, Loconpué, Mencué, Río Chico, El Maitén y otros tantos lugares donde ocurren fiestas populares, actos oficiales, sucesos cotidianos, la vida misma del poblador cordillerano a quien Lanfré distingue entre criollos y originarios, de campo y del campo. “Esta gente es de campo”, aclara. “Una idiosincrasia de pocas palabras y tono alto, porque no tiene vecino y, para hacerse escuchar por el de la huella de allá abajo, tiene que pegar el grito”. Dice que el poblador rural patagónico tiene cosas de Indiana Jones: “Hay gauchos capaces de pialar un caballo a campo abierto, carnear un cordero y después tirarse debajo de la F100 porque algo se le rompió”.
En varios de sus relatos está presente el turco como representación de la ola de sirios y libaneses que arribó a la Patagonia, un paisaje de soledad y aridez parecido al de Medio Oriente. “Fijate vos que los turcos en la Argentina están en Santiago del Estero, La Rioja”, relaciona. “No están en el bosque”. Cuenta que los turcos forjaron el comercio de la región aventurándose a los caminos con carros y ollas, ropas y legumbres. “Hay muchas anécdotas de turcos engañando comercialmente a los gauchos”.
Lanfré es también un observador de la realidad social y de su evolución en una ciudad como Bariloche, con una migración caudalosa los últimos años. En el libro cuenta del boom turístico que estalló en los ‘70. “El turismo es una bendición, quien más, quien menos vive del turismo en Bariloche. Pero creo que es una deuda de nuestros gobernantes –no de la industria- que ese turismo gotee entre los más necesitados. Que ese corredor de dólares de la costanera rumbo al Llao Llao llegue hasta el Alto y erradique pisos de tierra, chapas que gotean, barrios sin cloacas”.
Sí endilga a la industria el desinterés por la incorporación de la identidad cultural local. “Estuve hace poco en Salta y en la Quebrada de Humahuaca, y la cultura se te mete hasta en el centro de mesa de un restorán”, dice. A los empresarios de Bariloche esa política no les resulta atractiva, prefieren menos adornos, menos show, más rotación de clientes. “Mitad en serio, mitad en joda, les digo a los restoranes por qué no ponen carne de capón, como comen nuestros paisanos, guanaco, carne central en la dieta de los originarios. Más guiso, menos goulash”.
Por Pablo Bassi
Cooperativa de Comunicación Popular Al Margen
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