Cuatro hombres ingresaban a Stonewall. Caminaron abriéndose paso entre las más de 200 personas que esa noche habían asistido al bar y fueron lentamente hacia la barra. Mientras daban una rápida mirada a su alrededor, uno de ellos tomó el teléfono y marcó.
Mantuvo una breve conversación de pocos segundos y luego cortó. No mucho tiempo después, otras cuatro personas cruzaban la puerta. Junto a ellos, dos policías, un detective y el subinspector de la zona. De un momento para el otro, la música se cortaba y las luces del lugar se encendían. Era la 1:20 del sábado 28 de junio de 1969, en barrio de Greenwich Village, Nueva York. Lo que parecía ser una redada policial más estaba por transformarse en un hecho que cambiaría la historia.
Ubicado en una importante zona de la ciudad, Stonewall Inn había nacido años atrás cuando Tony Lauria, hijo de un reconocido mafioso, se decidía, contra la voluntad de su padre, a abrir un bar LGTB. Ante la falta de espacios del estilo, Stonewall fue haciéndose cada vez más popular: además, a diferencia del resto, allí estaba permitido bailar. Sin embargo, como era de esperar, con su renombre también llegaron los problemas. Con el paso de los días las visitas policiales se fueron haciendo cada vez más frecuentes y, entre coimas y arreglos, se lograba que no reprimieran o se llevaran a quienes vestían ropas consideradas del sexo opuesto.
Aquella noche de junio, se ponía en marcha un operativo en la ciudad encabezado por el nuevo comisario Pine, veterano moralista y homofóbico. Tras ingresar a Stonewall, los policías de civil pidieron refuerzos y, armados y en grupo, comenzaron a desplegar parte de su violencia diaria. Pero esa noche, algunas personas se hartaron y, en lugar de colaborar para evitar más complicaciones, decidieron contagiarse de la indignación y empezar una espontánea resistencia. A los pocos minutos, ya no respondían solo quienes estaban dentro, sino mucha gente que se acercaba a ver qué ocurría. Lo que en un principio eran gritos para que se detuvieran, se fue convirtiendo en una batalla campal que iría en aumento conforme a la violencia policial.
El apoyo popular tomó por sorpresa a los represores y, entre parquímetros destrozados y patrulleros destruidos a piedrazos, la resistencia se extendió hasta el amanecer. Los días siguientes no serían tan distintos y las cosas tampoco cambiarían de una noche para la otra. La prensa haría su juego y, de su mano, gran parte de la sociedad exigiría más represión. Pero una lucha eternamente silenciada que gritaba por dignidad, derechos y el fin de la persecución había comenzado un nuevo camino y estaba de pie. Un año después, el 28 de junio de 1970, se llevaba a cabo la primera marcha del orgullo gay. A partir de ese momento, año tras año, el grito sería más y más fuerte.
Por revista Livertá
Redacción
Cooperativa de Comunicación Popular Al Margen
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