El sexto intento de llegar al lago Escondido por el camino de montaña impulsado por FIPCA y Julio Cesar Urien junto a centrales sindicales acaba de fracasar. Sin embargo tiempo atrás, cuatro amigos lograron llegar hasta la mismísima mansión de Joe lewis a orilla del lago. Crónica de una caminata, desde Mallín Ahogado a Hidden Lake escrita con los pies deshechos y los ojos llenos de paisaje.
Si bien el fallo del Tribunal Superior de Justicia dictaminó la reparación y apertura en 120 días del camino que parte de Tacuifí y permite el acceso al lago, a más de 17 años de esa sentencia, no se registraron novedades. Se sabe; el lago es de todos, pero si no hay acceso o caminos habilitados… Bienvenidos a un lago Escondido.
Atrás habían quedado los treinta kilómetros que caminamos hasta el refugio Laguitos, partiendo desde Mallín Ahogado, cerca del mítico pueblo rionegrino de El Bolsón. Los cuatro amigos mirábamos para adelante. Nos esperaba otra caminata brava, sin certezas, con destino incierto. Encaramos para el lago Soberanía, pasando por el lago Montes y de ahí —si los vientos eran propicios y no nos interceptaban los guardias— tocar aquel lago desconocido al menos para nosotros: Lago Escondido.
El Escondido forma parte de las 12.000 hectáreas que compró el magnate inglés Joe Lewis en 1996 y desde entonces, si bien el lago es público, no existe ningún otro acceso vehicular —salvo el acceso por Tacuifí que fue declarado púbico por el Supremo Tribunal de Justicia— para llegar al bellísimo espejo de agua. Entonces uniríamos a pie Mallín Ahogado con el Foyel, en un trayecto de más de cincuenta y cinco kilómetros de marcha. Se sabe; el lago es de todos, pero sin caminos habilitados no sólo permanece escondido: nos queda prohibido.
«No van a llegar con ese calzado», vaticinó Mario, encargado del camping desde el cuál empezamos a transitar el sendero. Nos habló de pedreros filosos y lo extenso del camino. Luego se sinceró y nos dijo que él no lo había recorrido nunca.
El primer día de marcha resultó una sorpresa: la totalidad de la picada hasta Los Laguitos (8 horas a muy buen paso), no era el clásico sendero de montaña: la senda era tan ancha que daba espacio para una 4 x 4. Esto hacía que el estado de la picada fuese malo y debiéramos caminar sobre cañas recién cortadas, con tierra revuelta y sobre un terreno plagado de ramas y troncos caídos. No le encontrábamos sentido a tanto deterioro del suelo y la vegetación.
Montañistas y refugieros (del Cajón del Azul, de Laguitos) no sabían si la picada a Lago Escondido se encontraba abierta, si dejaban pasar o te rajaban a perdigonazos. No conocían a nadie que hubiera realizado el recorrido que íbamos a encarar, recomendaban no ir y en el mejor de los casos nos despedían con frases tan alentadoras como: «ojalá que no los manden de vuelta» o «no los van a dejar acampar».
Por aquel entonces, Lorena —que refugiaba en Laguitos— nos dijo que no entendía, que no sabía por qué hacíamos tanto escándalo con eso de que no nos dejaran pasar por el lago Escondido: «en el peor de los casos es un lago más. ¿O me van a decir que si querés dar la vuelta por el Nahuel Huapi te dejan pasar tranquilamente?»
Nos sorprendió el desconocimiento, el desinterés y hasta —si se quiere— la funcionalidad con la privatización de la naturaleza.
¿Refugieros de quién?
Fuimos al Club Andino Piltriquitrón para averiguar sobre la picada, pero estaba cerrado. «Es que tienen un horario muy raro», dijo el muchacho que atendía en la oficina de Turismo en El Bolsón y que de picadas solo conocía la que lleva queso y salame.
En el Cajón del Azul sobra buena vibra, pero para quedarse a pernoctar cobran lo mismo sin importar que seas turista sueco o que duermas a la intemperie. En el refugio Los Laguitos la cosa se pone peor. Si bien el lugar no cuenta —ni de cerca— con la infraestructura que tiene el Cajón del Azul (agua caliente, duchas, amplio comedor) cobran por noche, sin distinciones. Especie de resort campestre en el que uno debe cargar en la espalda las comodidades que espere.
Conclusión: habíamos caminado todo el día para descubrir que en Los Laguitos no existía otra posibilidad de acampe. Era un abuso y los cuidadores del refugio no daban brazo a torcer. Para nuestra dicha, un anarco de El Bolsón ofreció mate y charla: llevaba días recorriendo los refugios de la zona, escogiendo los que no tenían cuidador para evitarse problemas de dinero (sabia decisión). Nos contó que en la zona de la comarca Andina todos los refugios eran privados y por ende cobraban por armar carpa alrededor: «encima son las únicas áreas habilitadas en todo el trayecto». Un debate de nunca acabar: por un lado advierten del peligro del fuego y la intención de poner controles —sobre todo en temporada alta turística—; por el otro, se puede ver el ocaso de las áreas libres de acampe y el lucro sin fronteras, sin distinciones de nacionalidad, fecha o utilización de servicios. «Tendría que haber una regulación del uso de las áreas de acampe libre en la montaña —dijo antes de cebar el último mate—, para que no queden solo lugares privados».”, fue la frase que nos quedó de la conversación que tuvimos. Cada uno por dentro, contemplando el fuego se imaginó en que medida esto puede o no ser posible.
Sobre gustos no hay nada escrito, dicen por ahí quienes ya disienten en algo. Pero hay bellezas indiscutibles que no solo entran por los ojos. El lago Soberanía Argentina es una de ellas. De nombre paradójico si lo pensamos geopolíticamente, el lago Soberanía Argentina es un pórtico natural de ingreso a las 12.000 hectáreas que compró en 1996 el billonario inglés Joe Lewis, bajo la firma de Hidden Lake, con la complicidad del gobierno y los funcionarios de turno. Soberanía Argentina se llama este lugar de frontera entre lo que es de todos y lo que es propiedad privada inglesa.
La escena parecía encantada: alerces al costado del lago, aguas transparentes de la cascada y truchas que saltaban delante nuestro; ese aire que solo tiene la Patagonia, de tierras inhóspitas y tentadoras.
Algo escondido
Una picada bordea por la derecha el lago Soberanía, llega al lago Montes y va hasta el extremo del Lago Escondido, donde se encuentra la casa de Muñoz, quien —según nos habían alertado— era el que decidía si podíamos pasar o no; si nos llevaba en lancha por pura amabilidad (una forma elegante de expulsarnos) o si te obliga a desandar el camino a punta de amenazas y una escopeta.
La casa de Muñoz no es una construcción promedio a la que suelen albergar los días y noches de los paisanos patagónicos. Más bien parece un puesto de vigía. Por suerte no estaba para preguntarle. Tampoco su lancha. Sí pudimos ver un Pudú-Pudú encerrado en su huerta. El Pudú es el cérvido más pequeño de América y está en peligro de extinción. Su hábitat son los bosques donde puede mantenerse a salvo y lo más lejos posible de la influencia humana.
En ese momento fue que comprobamos que existe. Nosotros tocamos sus aguas. Es verdad que es tan hermoso como muchos otros lagos de la Patagonia, pero tiene un gustito especial: está mezclado con incertidumbre, con lo prohibido, con el sabor del descubrimiento. Con llegar a un lugar al que poquísimos habitantes de la región tienen la oportunidad de conocer. Transcurría el tercer día de marcha.
La pregunta salió durante la caminata, en esos largos minutos en que uno va conectado consigo mismo, sintiendo el cuerpo y haciendo catarsis con las piernas. ¿Qué es lo que más nos molesta de la situación? ¿Qué es lo que más nos pica, además de los tábanos que ya están fastidiosos a esta altura del año? ¿Los 55 kilómetros para llegar a un lugar en el que te prohíben el acceso? ¿Ver la obscenidad de una mansión estilo europeo, pero en Foyel? ¿Qué sea un inglés el dueño de todo? ¿Qué todo esto le pertenezca a una sola persona que vive cerca de una ciudad con crisis habitacional declarada?
Hablamos poco y pensamos mucho en esas dos horas de marcha que nos llevó divisar la mansión Lewis. Allá lejos se veía el techo de una residencia que podría aparecer en fotos de revistas tipo Ohlalá y Forbes. Jamás pensamos que estaríamos tan cerca. Bromas iban y venían: uno sugirió cambiarse la camiseta naranja que llevaba puesta para no hacerles la tarea fácil a los francotiradores. Estábamos convencidos de que solo era cuestión de tiempo para que nos encontraran. Porque eso estaba claro: eran ellos —los guardianes, el personal de Hidden Lake— los que nos iban a encontrar.
Sacamos unas fotos a la mansión que se veía cada vez más inmensa, “para dejar testimonio”. A metros de la residencia, cuatro caballos sin montura, hermosos y esbeltos, cruzaron delante nuestro. Era evidente: por allí no pasaba mucha gente.
El primer ser humano que vimos, a unos cien metros de la mansión, era un pibe que estaba destapando una canaleta de drenaje. Los cuatro restantes: jardineros. Ninguno sabía que queríamos, de donde habíamos salido, o si veníamos en son de paz. Pero en ese lugar éramos extraterrestres. Al menos para ellos. Llevábamos tres días de caminata y campamento. La apariencia y el efecto sorpresa estaban de nuestro lado. Les preguntamos por el camino a Tacuifí, donde continuaba nuestro recorrido. Se miraron confundidos. Nadie sabía nada. Nos mandaron a «la oficina». Había que rodear la casa principal. Todo estaba impoluto: una estatua de quién sabe qué cosa sobre una pradera alfombrada y dos jabalíes bebes en un corral pulcro fueron las primeras cosas que nos llamaron la atención. Después todo se hizo más y más incómodo.
En eso se abrió una de las puertas de la residencia y salió una muchacha que nos miró con una mezcla de curiosidad, indignación y miedo. Con acento inglés nos preguntó qué necesitábamos, pero era indudable que le interesaba más saber de dónde carajo habíamos salido. No tardó en mandarnos —también— a la oficina. Hacia allí fuimos. No llegamos.
Un cuatriciclo volaba, venía rapidísimo y directo a nosotros. Llegó con el Handy en la mano y se presentó: Mocho, seguridad de la empresa. Si alguien iba a tener que dar explicaciones de qué hacían barbudos en el jardín del señor Lewis, ese era él.
Lo primero que quiso saber era básicamente era de qué planeta veníamos. Después dijo que le parecía raro que no nos cruzáramos con nadie, y «mierda, que caminaron». Por último —con mucha cintura— dijo que justo estaba saliendo un vehículo que nos podía llevar de vuelta (a donde sea), así no caminábamos tanto. Se comunicó por walkie-talkie y ¡wow, qué milagro!: había lugares disponibles para todos. Acá sí funcionan las cosas: en menos de lo que tardamos en llegar a la oficina (unos 200 metros) consiguió una 4 x 4 para acercarnos a la camioneta que dispuso en forma exclusiva para nosotros. «Los acerca hasta donde ustedes quieran, muchachos».
Agotados por más de 55 kilómetros recorridos en tres días, no le pudimos decir que no. Sépanos disculpar, lector. Al subir, Mocho nos dio la mano con incómoda gratitud. Un apretón de manos con una sonrisa vacía y una frase que flotó largo rato en el ambiente: «un gusto; la próxima vez que vengan, avisen —y remató—: es por su seguridad».
Caminante no hay camino
Nosotros emprendimos este viaje con ganas varias e intenciones variadas, pero sobre todo con el deseo mayor de caminar: caminar por lugares que no conocíamos. Y vaya si lo hicimos.
Escribo con los pies deshechos, con los ojos llenos de viaje y con la satisfacción de sentir que podemos hacernos cargo de los espacios públicos. La picada a Lago Escondido desde Mallín Ahogado existe y es visible (con mínima orientación de montaña), aunque excluyente para los que no puedan o quieran caminar estas enormes distancias. A todos aquellos que tienen la mochila en un rincón y no se aguantan más las ganas de salir: ésta es una muy buena opción que —probablemente no conozcan—.
Sin embargo hay que seguir presionando para que abran el camino vehicular y público por Tacuifí. Mientras tanto nos toca a nosotros hacer respetar lo que es de todos. Ir, vivir en primera persona, ocupar y defender espacios: poner el cuerpo para que Lago Escondido se transforme en un lago encontrado, al que siempre volveremos.
Por Sebastián Carapezza
Colaboración: Migue Roth (Angular)
Equipo de Comunicación Popular Al Margen