El libro de Virginia Lincán, mapuche, antropóloga e integrante del grupo que recuperó las tierras ubicadas en Cushamen, Chubut, permite acceder a la historia de una reconstrucción identitaria en la voz de quienes vivenciaron una larga lucha de organización y persecución judicial, en particular, la del lonko Atilio Curiñanco y la werken Rosa Rúa Nahuelquir.
Conocer la historia de la recuperación territorial emprendida por el lof Santa Rosa-Leleque nos permite entender muchas aristas de los procesos y luchas del Pueblo Mapuche en la norpatagonia argentina en las últimas dos décadas. Pero conocerla a través del modo en que Virginia la relata y analiza le suma sin duda un plus, le aporta una cualidad extra para comprender caminos que, en palabras de la autora, en sus inicios “se encontraban inspirados en el deseo de ser gente de la tierra” y que “con el transcurrir de los años han devenido en ser parte de la tierra, es decir mapunche”.
La relevancia de este proceso no se agota a su vez en la perseverancia de una recuperación que se inicia y frustra en 2002, que hace que sus integrantes queden expuestos a infinidad de procesos judiciales, y que se retoma en 2007, logrando desde entonces afianzarse y permanecer en el territorio a pesar de las denostaciones, más judicializaciones y dificultades para vivir en y de la mapu.
Conversando con los integrantes de la comunidad, o simplemente advirtiendo sus incansables esfuerzos de difundir y explicar sus razones a las muy distintas personas, funcionarios o periodistas nacionales y extranjeros que les preguntaban una y otra vez por qué proseguir en una lucha que en muchos momentos parecía perdida, cualquiera podría intuir la densidad de su motivación, no solo por asentarse en el lugar, sino por retornar y sostener ese retorno a pesar de las dificultades.
Por mi parte, de las muchas veces que hablamos del tema, hubo quizás una respuesta que particularmente me ha conmovido y me sigue conmoviendo, por la calma y simpleza con que Atilio nos volvió a explicar sus motivos: “Es que los abuelos nos estaban llamando”. Sólo tomando en seria cuenta estas razones se logra entender el poco lugar que tuvo el parecer de quienes aconsejaban no reiterar una acción por la que ya se los había inculpado previamente y parecía cosa juzgada. Sólo prestando atención a estas razones se puede asimismo comprender lo que ha ido motivando otras recuperaciones territoriales anteriores y posteriores, más allá de que las mismas adquieran otras maneras de expresarse y concretarse.
Pero la relevancia de esta historia resulta también del modo en que la constitución del lof fue resonando en las cabezas y corazones de tantas personas que encontraron en Rosa y Atilio un símbolo condensado de sus propias historias y, por lo tanto, de las luchas que valía la pena encarar para remediar años de maltrato y negación. Hablo de la posibilidad abierta a muchos y muchas jóvenes de distintas localidades de empezar a completar aspectos silenciados por las contadas recibidas sobre las experiencias migratorias familiares. Pero hablo también de muchos ancianos y ancianas de las comunidades que reconocieron en Santa Rosa-Leleque los empeños y sufrimientos que tantas veces sus propios mayores y ellos mismos debieron afrontar para defender su pertenencia y su terruño de muchas injusticias, esas injusticias recordadas una y otra vez en cada ngütramkan o conversación, como memoria social que los reúne e identifica como parte de un mismo pueblo.
Para unos y otros, Santa Rosa-Leleque ha sido uno de los muchos ámbitos donde conversar sobre la importancia y las formas de ver cómo actualizar en nuevos contextos prácticas propias, abandonadas o mantenidas en espacios íntimos como forma de preservarse y preservarlas. Del mismo modo, para parte al menos de la sociedad no mapuche de la región y del país, el devenir de Santa Rosa-Leleque también empezó a ser un faro que ha ido iluminando, con potente claridad, las iniquidades sobre las cuales se han conformado nuestros espacios de vida y convivencia.
En todo caso, más allá de todas las maneras y perspectivas desde las que la historia de Santa Rosa-Leleque podría ser contada, la elegida en este libro por Virginia tiene un doble mérito. Porque en todo momento la autora comparte sus pensamientos y aprendizajes como antropóloga mapuche o mapuche antropóloga (ella nos dirá como prefiere definirse, si es que ello es importante). Al elegir entonces este punto de vista, Virginia nos permite entender no sólo las complejas dimensiones de toda recuperación territorial, sino también de su propio recorrido existencial.
Esto es, este texto testimonia mucho más que lo aprendido en un mero “trabajo de campo” o incluso de un proceso del que la autora ha participado activamente, porque da cuenta a la par y a cada paso de un andar que la ha ido transformando y resubjetivando, precisamente, como persona mapuche (y) antropóloga. Y esto hace que la sistematicidad con que Virginia va hilvanando la historia de Santa Rosa-Leleque y su propia historia con la del Pueblo Mapuche en general sea tan trascendente como el cuestionamiento reflexivo que a la par realiza, desde esa perspectiva, de la historiografía y antropología regional, así como de esos sentidos hegemónicos que cristalizan ciertos procesos de formación de comunidad y denostan otros.
Desde esta forma de entretejer explicaciones, no menos destacable resulta la sinceridad con que la autora va también señalando las dinámicas y efectos asociados a que las mismas personas mapuche se acaben haciendo cargo de formas de subjetivación encorsetadas desde una “historia oficial” racializante y colonial que día a día distintas instituciones y prácticas públicas recrean.
No dudo entonces de que el recorrido de la autora es un aprendizaje transferible en múltiples dimensiones. Espero entonces que lo que aquí se cuenta quede retumbando en nuestras cabezas y corazones, a fin de terminar de entender, como explica Virginia, que nunca recuperar refiere solamente “a recobrar o reconquistar algo meramente material como la tierra”. Es mucho más y, sólo en ese mucho más, se comprende la perseverancia y la testarudez del Pueblo Mapuche para emprender y sostener acciones que evidencian que petu mongelein, que “aún estamos vivos”.
Por Claudia Briones (*)
(*) Investigadora Principal del CONICET y profesora de la Universidad Nacional de Río Negro en el Instituto de Investigaciones en Diversidad Cultural y Procesos de Cambio (IIDyPCa)
(**) El texto pertenece al prólogo del libro Territorio mapuche recuperado (Pido La Palabra) que podés conseguir haciendo click a la tienda de la editorial.
Fuente: Agencia Tierra Viva
Foto poertada: Duke
Redacción
Cooperativa de Comunicación Popular Al Margen