Son muchos los entretejidos que evocan aquellos días del 2011, cuando explotó el volcán Puyehue y el paisaje de la región se volvió una caminata lunar. Los registros son disimiles, hubo la tragedia pero también la magnificencia del evento. Diez años después, cenizas quedan.
Se despertó de la siesta. Aunque era sábado había madrugado como todos los días de la semana y a la tarde la venció el sueño. La luz era rara: la de una nube espesa tapando el sol. ¿Ya era de noche? Diana no se animó a salir por la extrañeza y llamó a la vecina por teléfono: “¿Qué pasa Clemen?”.
Ahí recién supo de la erupción del volcán Puyehue. Ni en sus sueños más locos el eco de grises que se iban desplegando por la ventana de su casa en el kilómetro 7 de la ciudad de Bariloche habían tenido lugar. Ella lo recuerda de ese modo, su cuerpo inmóvil frente a un suceso inmenso que la región -sobre todo Bariloche, Villa La Angostura y la Línea Sur, las más afectadas de este lado de la cordillera- fue comprendiendo de a poco, como si despertara a otra dimensión.
Fue un 4 de junio de 2011, hace diez años, y los recuerdos son similares: se hizo de noche a las cuatro de la tarde, cuando la los efectos de la erupción el complejo volcánico Puyehue – Cordón Caulle (a unos 90 kilómetros al noroeste en línea recta de Bariloche y 40 kilómetros al oeste de Villa La Angostura) ya empezaban a caer sobre el territorio en forma de cenizas. Todavía hoy, si uno cava un poquito en el suelo, aparecen líneas de aquel sustrato gris, piedrecitas livianas –tefra, aprenderíamos luego- que perduran como un manto entre la tierra negra donde, si uno sigue escarbando hacia abajo, continúan los registros.
“Estaba trabajando en la computadora, sentada en el comedor de mi casa que tiene mucha luz. De pronto levanté la vista y estaba todo oscuro. Pensé: al final con esto se me pasó el día”, dice Miriam Gobbi, docente del Departamento de Biología General del Centro Regional Universitario Bariloche (Universidad Nacional del Comahue). Pero el reloj dejaba ver que lo que pasaba era otra cosa: la concreción de una alerta volcánica que se manifestaba en un polvo fino que iba cubriéndolo todo. Cuenta Miriam que tardaron en entender el suceso en toda su dimensión y que –incluso- esa noche fueron a saludar a un amigo por su cumpleaños. El fenómeno fue comentado. A la vuelta, la huella del camino ya se había borrado y había que ir tanteando en la noche, como a ciegas, en caravana a paso de hombre. “Era un escenario impresionante, no lo podíamos creer. Más allá de la tensión y la atención, era maravilloso. Esa sensación tuve todo el tiempo, de ser privilegiada por lo que veía”.
Y es que, si bien el fenómeno desencadenó un sinfín de situaciones de todo tipo, a diez años, lo que perdura es la sensación de haber asistido a un suceso magnífico. Miriam no deja de mencionar todo lo que significó: hubo gente con problemas de salud, que incluso tuvo que dejar la zona, los vuelos se detuvieron por largos días, se complicó la vida de muchas personas, la economía. Pero, simultáneamente, se sentía agradecida por presenciar un espectáculo único, que no sabe si volverá a ver en su vida. De hecho, la erupción del volcán Puyehue fue sobre el área de Villa La Angostura y la correspondiente región chilena la de mayor magnitud en 10.000 años. “Me acuerdo que iba a la costanera, me sentaba a ver el volcán y sentía que el Nahuel Huapi nos protegía, hacia una barrera que nos hacía sentir seguros”.
Al principio las postales eran confusas. El lago, un manto espeso, parecía haberse retirado y la playa ser una continuidad infinita que llegaba a tocar las montañas. En el km 8 parecía posible llegar caminando a la Isla Huemul, pero no. Bajo el manto gris las profundidades seguían en movimiento. “Siempre hablamos de que los tiempos biológicos son distintos que los tiempos geológicos, si bien la vida que vemos en este sitio tiene que ver con la geología de este lugar, totalmente marcada por el vulcanismo. Yo como bióloga trabajo de alguna manera, y a otra escala, con algo que es un producto de la geología de este sitio, y en ese momento, desde ese lugar, también lo que sentía es que podía ver una ventana, una escena crucial en la película. Todo el tiempo decimos que la fertilidad de los suelos tiene que ver con el vulcanismo, y el color del agua con tal roca, pero esta vez lo estaba viviendo, y no fue un evento de un día”.
La experiencia también permitió verificar con el tiempo la recuperación del entorno, y así lo demostraron varios estudios posteriores. “Ese año un alumno había terminado de hacer sus relevamientos de vegetación de su tesis doctoral para la cual trabajó con matorrales de la zona. Fue un estudio muy detallado respecto a la relevancia de esas especies, qué importancia tenían y dónde estaban. Justo luego vino la erupción, y ahí fue que dijimos: es la oportunidad de ver el antes y el después”.
De alguna manera, el dilema de muchos sobre cómo iba a ser el después era una película difícil de imaginar frente a un paisaje que parecía haber cambiado para siempre. “Para nosotros, en nuestra ventana temporal esto es rarísimo, si lo ves dos veces en tu vida es mucho. Pero para el tiempo geológico esto es frecuente. Surgió la oportunidad de que se hiciera un estudio y otro alumno hizo su tesis de licenciatura sobre el efecto de las cenizas, comparando con los resultados del otro trabajo. Y lo interesante, en esta posibilidad de ver el antes y el después, es que al verano siguiente estaban todas las especies”. Así, sin dejar de reconocer las distintas magnitudes del evento de acuerdo al lugar geográfico, la escala, los distintos efectos tanto en el territorio como en las personas, Miriam aun sobre las dificultades sostiene: “Mi recuerdo a diez años, después de todo este tiempo, es el de haber presenciado un evento único, marcado por la geología y la vida del lugar donde vivo”.
Un paisaje lunar
“Mi cabeza estaba en otro lado. Mi hijo había nacido en abril y cuando explotó el volcán fue justo una de las primeras veces que salía de casa después de la cesárea, del tiempo hospital”, recuerda Mariela Martínez. Vivía en el centro de Bariloche y por esos días tenía la visita de familia de Buenos Aires. “Fuimos al centro a comprar chocolates, cual turistas, y yo ni me había dado cuenta que había cenizas”. Pero notaba algo raro, en el movimiento de la gente, en sus expresiones. “Cuando le pregunté a la empleada qué pasaba me dijo: estalló un volcán, ¿no te das cuenta que tenés la ropa llena de cenizas?”.
Mariela recién ahí se percató de las motas grises en su campera. Volvió con el chocolate bajo el brazo y ahí sí, todo fue decantando. “Empezó una odisea para que los familiares pudieran volver a sus provincias. Me acuerdo que albergamos gente que estaba viajando, o que volvía de otros lados, particularmente de Villa La Angostura, que fue la que mas padeció la situación del volcán y la ceniza. La historia de ellos fue como la de muchos que decidieron irse de la ciudad a raíz de este evento”. Dice que todavía se sorprende, cuando va por esos lados y en los senderos encuentra la ceniza, cuando sus pies vuelven a enterrarse hasta los tobillos entre las piedrecitas.
Viviana Bajos también recuerda perfectamente ese junio trascendental de hace 10 años. “Nunca sentí miedo y con el tiempo pude comprobar algo que pensaba y es que todo iba a reverdecer de una manera maravillosa”. Tiene también en su memoria esa otra postal de las situaciones dolorosas que vivió mucha gente, de la muerte de los animales en el campo: todo eso está en el cuadro, las pérdidas, el padecimiento social. Pero se rinde ante el portento de una situación que recuerda de manera sumamente especial. Aquellos días de caminata por el paisaje lunar.
Cenizas quedan
Emer Casanova cuenta que hace poco cambiaron el techo de su casa y cuando sacaron las chapas las cenizas del volcán seguían ahí. Diez años después. Persistentes. Vive en Ingeniero Jacobacci, uno de los destinos más afectados y cuando ocurrió la erupción tenía 17 años. La noche del viernes había ido a una fiesta y al regreso ya notaba algo raro. Al mediodía siguiente estaba todo oscuro. “Me acerqué a la cocina, estaba la radio prendida y ahí escuché que trasmitían en Radio Nacional la emergencia y nos pudimos enterar bien de lo que pasaba”.
En cuanto pudieron pusieron manos a la obra, hubo que sacar cenizas de techos, patios, asistir a la gente mayor que no podía moverse de sus casas. “Fue un año bastante movido. La ceniza era un polvo muy fino que entraba por todas partes y no estaban los medios para poder generar la limpieza que había que generar. Se armaron muchos grupos de vecinos autoconvocados, como el de Unidos por Jacobacci que se encargó de acercarse a los vecinos que no podían manejarse solos para ayudar a sellar las ventanas, limpiar las entradas, arreglar los techos”.
Cuenta que andar en auto era casi imposible, pero los días sin viento era podía caminar y moverse para hacer las compras. La dinámica cambió, de algún modo para siempre. “La ganadería fue muy afectada, muchos se quedaron sin animales, las ovejas morían porque comían el pasto con cenizas y se les hacia una pasta, no había, esa parte fue muy trágica. Mucha gente se fue del pueblo, algunos no volvieron más. Hubo un antes y un después de las cenizas”.
En el paisaje de la línea sur, como en Bariloche y otros de la región, los ecos que evocan aquellos días se multiplican. Bajo la superficie, los vestigios del volcán dejaron su huella en la historia, en la nuestra, pequeña, y en los pliegues de la inmensidad.
Por Violeta Moraga
Foto Portada: Gentileza Chiwi Giambirtone
Cooperativa de Comunicación Popular Al Margen