Por primera vez en la historia la cúpula de la policía rionegrina se sentó a rendir cuentas por el asesinato de Nicolás Carrasco y Sergio Cárdenas. Esto ocurrió en 2018 a 8 años de los tristes hechos. Esta crónica relata -a partir de las voces de los testigos- los detalles de la represión del 17 de junio del 2010 y los pasos que confirmaron el homicidio en riña.
Desde el 8 al 31 de octubre del 2018 la sala primera del Palacio de tribunales de Bariloche estuvo llena. A la derecha, de perfil al público, la mesa de los fiscales presidida por Martín Lozada. A la izquierda, la mesa de los abogados defensores encabezada por Sebastián Arrondo. Atrás de ésta, la fila de los acusados. En el centro, una silla donde testigos y acusados dieron su testimonio frente a los jueces Marcelo Barrutia, Emilio Riat y Juan Lagomarsino, que -detrás de una mesa de madera brillante con tres balanzas talladas- escudriñaban cada gesto y cada palabra proferida en el recinto.
Una de las primeras testigos -luego de las declaraciones de inocencia por parte de los imputados- fue una cabo. Con zapatos de taco alto, Mariela Bazán parecía recién salida de la peluquería. Contó que ella estuvo ahí en el medio de los piedrazos, que no estaba armada porque estaba de franco, que fue ahí a ayudar a sus compañeros. “¿Cómo los ayudaba?”, le preguntó el fiscal Lozada. Contestó que fue a buscar cartuchos a una camioneta del BORA para repartirlos a quienes ya no tenían. El fiscal le preguntó qué tipo de cartuchos repartía. Ella especificó que eran AT. “Cómo sabía que eran cartuchos antitumulto”, inquirió el fiscal. Respondió que por el peso y el color de la caja.
Repitió varias veces que no vio ni escuchó balas de plomo durante todo el tiempo que estuvo en el lugar. Que en un momento vio que había caído una chica, agarró un escudo que estaba tirado, corrió entre la lluvia de piedras y palos, la metió en un móvil y la llevó al hospital. Y que la chica en el auto le dijo: “Mirá quién me ayudó. Y yo que te estaba tirando piedras.”
Se fue taconeando por el pasillo, con su pelo largo y la cabeza en alto. Cuando llegó hasta la puerta se detuvo de golpe. Dio media vuelta, retrocedió unos pasos y le pidió a los jueces si podía agregar algo más. Le pidieron que se sentara. Contó que a partir de ese día su vida se convirtió en un infierno, que la familia de Sergio la acosó, la insultó en la calle, le rayaron el auto, hasta le escribieron asesina en el frente de su casa.
Días después Flores -ex jefe de la Brigada de Operaciones, Rescate y Antitumulto (BORA)- contradiciendo a la cabo, aseguró que habían recibido proyectiles de plomo. Más tarde el jefe de la empresa Prosegur confirmaría que la policía le había pedido prestado balas de refuerzo y que él les entregó lo que tenía: dos cajas de balas de caza mayor, las que usan para matar hasta a un jabalí de cien kilos.
Estaba claro que los uniformados cargaron sus escopetas con balas de plomo, pero Dante Bressan, tercer jefe de la comisaría 2da, en su testimonio del 17 de octubre, intentó sembrar la sospecha de que había otro tipo de armas letales en la escena del crimen. Señalando un mapa de la zona declaró que desde los monoblocks salieron dos sujetos que les dispararon dos veces con armas de fabricación casera, siguiendo el guión presentado por el ex jefe de la comisaría 28, Jorge Carrizo.
Carrizo había definido la situación como un caos. Como si el caos no tuviera una causa, como si la muerte de Diego Bonefoi -por un tiro en la cabeza- no hubiera revuelto las entrañas de los barrios. Para Carrizo, el caos era como la lluvia y la nieve que azotaban esa tarde. “La gente estaba desbordada” -declaró-. Querían quemar la comisaría con nosotros adentro”.
El jueves 18 Lucas Gallardo, un amigo de Nicolás -que había estado un tiempo escondido por miedo a las amenazas de la policía- se animó a declarar. El fiscal le preguntó por qué tiraban piedras. “Porque mataron a Diego”, le contestó. Y contó que escuchó disparos, que todos los pibes corrían, que no se veía nada por la lluvia y el humo y de pronto Nino le dijo: “Me dieron”. Entraron a su casa y Nino se desplomó en el suelo.
Después habló la doctora Natalia Kertz -que estaba de guardia esa tarde-. Subió con la ambulancia hasta las calles Onelli y Oses y vio como la policía se enfrentaba con los jóvenes que pedían justicia. Cuando volvió al hospital atendió a más de treinta heridos, entre ellos recibió a Nino -todavía con vida-. “Me muero”, le dijo. La bala que había entrado por la pierna llegó hasta el corazón. Cuando lo trasladaron al quirófano su corazón se detuvo.
En ese momento nadie se movió, nadie dijo nada. La única que podía hacer o decir algo era la madre de Nino. Pero ella estaba sentada, quieta, con la mirada hacia adentro. El juicio terminaría en 13 días sin lograr que se determine quién disparó las cuatro balas que le pegaron a Nino cuando tenía tan solo 16 años.
Alfredo Vázquez -que se había escapado por miedo a la policía rionegrina- volvió a Bariloche después de ocho años para declarar en el juicio. Él vio a Cárdenas al lado de la garita, “no estaba tirando piedras”, dijo. Luego, Gastón Riquelme, cuñado de Sergio contó que la policía tiraba a matar. A él le pegaron un tiro en la pierna. Sergio iba a ayudarlo pero le dispararon y cayó al suelo.
El perito balístico Roberto Nigris especificó que las balas que mataron a los dos jóvenes provenían del tipo de escopeta que usó la policía. En el caso de Cárdenas, la bala rebotó en otra superficie antes de atravesarle el cuerpo. Concluyó -delante de los tres impasibles sospechosos- que no se podía determinar quién fue el que apretó el gatillo.
Una de las últimas declaraciones fue la del médico forense. El especialista proyectó siluetas sobre una pared con una marca roja que señalaba la herida de bala. La sala estaba a oscuras, las siluetas blancas flotaban en el aire como fantasmas. “Algunos todavía tienen el plomo incrustado en su cuerpo -explicó el especialista. Si se lo sacan, puede dañar el músculo. Es tan difícil como sacar una aguja de una manzana, cuando la cortás se desmenuza”.
El 31 de octubre concluyó el juicio. Al finalizar la audiencia, los acusados se escabulleron por una puerta lateral. Como si se esa puerta los condujera a un laberinto orquestado por un mecanismo de apelaciones en las cámaras privadas del Palacio judicial. El ex secretario de Seguridad y Justicia Víctor Cufré, ex jefe de Policía Jorge Villanova y el ex jefe de la Regional III Argentino Hermosa, y los agentes policiales Víctor Pil, Marcos Epuñán y Víctor Sobarzo -condenados a cuatro años de prisión- todavía no pagaron por las vidas que destrozaron.
Los familiares, las organizaciones de derechos humanos y la comunidad siguen de pie, exigiendo que se haga justicia.
Por Verónica Battaglia
Equipo de Comunicación Popular Colectivo al Margen