Una mirada acerca de las formas de producción alienadas y nuevas formas de una agricultura de y para los pueblos. Una oportunidad para imaginar que no hay un futuro posible sin ecosistemas saludables.
Imaginemos, por unos segundos, que estamos en plena campaña electoral, hace aproximadamente un año. Los candidatos presidenciales, en particular aquellos con reales oportunidades de acceder al triunfo, presentan sus respectivas propuestas. En pleno debate, se escuchan posturas en apoyo a un proceso social de magnitudes planetarias, que, lejos de levantar las banderas del libre comercio, nos propone avanzar hacia una desglobalización de la economía. Luego de décadas de pregonar por una globalización creciente, por un capitalismo de libre circulación de personas, de materia y energía, dominado por sistemas financieros que no se rigen por límites entre Estados, los líderes globales comienzan a experimentar algunos problemas sociales y ambientales asociados a lo que algunos expertos denominan las externalidades del proceso de desarrollo capitalista.
Como si fueran pequeños detalles, de imperfecciones de un producto manufacturado, por caso un vehículo, que a pesar de ciertas fallas o terminaciones grotescas, aún mantiene una calidad global aceptable y presta un servicio que no merece mayores reproches. Como si la sociedad reconociera la pérdida de calidad del vehículo, resignando seguridad o confort, pero aún decidiera mantener fidelidad con la marca.
Frente a este escenario, imaginemos que los líderes del mundo comenzaron a vislumbrar, mucho tiempo antes, una salida a este reto social. Las primeras evidencias se remontan a la buena aceptación social de restringir el ingreso de personas provenientes de países denominados conflictivos. Les llamarían inmigrantes ilegales y posicionarían sobre sus desalineadas cabelleras u oscuras pieles el sello de la exclusión. Construir un miedo social en torno a comunidades humanas lejanas, incivilizadas y amenazantes del orden público, habría empezado a tener aceptación. Pero imaginemos que ese sería solo el comienzo de un cambio que se podría profundizar.
Ya en vísperas de la renovación de candidaturas, bajo la exigencia de una sociedad que ya habría internalizado el miedo a lo ajeno, aprehendería con mayor naturalidad aquellas posiciones que impulsan discursos más desafiantes, más restrictivos a derechos ajenos, en virtud de defender los propios. Pero sin absoluta conciencia colectiva, la restricción podría avanzar sobre los derechos de toda la población, y sería incluso vitoreada, siempre en virtud de una amenaza mayor. En los debates, unos argumentarían en favor de un cierre completo de las fronteras, tanto al comercio como a la libre circulación de personas, en especial las que pretendan ingresar al territorio nacional. Otros harían hincapié en el congelamiento de la actividad turística, tanto internacional como doméstica, debido a que representa la industria del riesgo a esparcir una amenaza pública, promoviendo limitar el movimiento entre regiones y pueblos. Los más extremistas propondrían la inmovilización absoluta de la población, cada uno en su barrio, en su casa, respirando en su propia intimidad, sin posibilidades de salir a la calle más que para abastecerse de alimentos básicos e insumos mínimos para vivir.
¿Podría alguno de aquellos candidatos haber podido siquiera obtener la posibilidad de participar de la contienda electoral? Me dirán que se necesita un escenario excepcional como el que estamos vivenciando, con una pandemia sin precedentes en la historia reciente, para que esas premisas sean aceptadas socialmente. Les propongo avanzar más allá de la excepcionalidad, y pensar en algunos elementos que emergen en este contexto y que podrían significar potenciales cambios en el orden social y productivo, en el marco de una transición hacia nuevos estilos de vida, social y ambientalmente más sustentables.
Volviendo brevemente a la contienda electoral, la libertad parece ser un valor inalienable, en cualquier dimensión de la vida contemporánea de occidente. De igual manera, la globalización es un proceso presentado siempre como virtuoso, tanto económica como socialmente, sin reparar en los problemas derivados. Las restricciones a la libertad de movimiento e intercambio comercial representan un golpe al corazón del capitalismo moderno, a su sistema de irrigación, la globalización. Es por ello que aquellas posturas desglobalizadoras no podrían ser siquiera esbozadas como hipótesis en debates abiertos a la opinión pública.
Como sabemos, aquellas escenas no ocurrieron. Luego de un año, aquellos candidatos (y la sociedad misma), se encuentran envueltos en un inusitado consenso por la paralización casi absoluta del proceso global de circulación comercial y de personas. Los dirigentes y las sociedades han aceptado quedarse en su hogar, en su barrio, y juzgan y denuncian aquellos que no respetan dicha consigna. El temor y la incertidumbre ha tomado de raíz la lógica de la vida social, motivando un cambio que parecía absolutamente utópico hace apenas un año atrás, y que sólo es comprendido bajo un tono de excepcionalidad.
Los barcos determinan nuestras dietas, la tierra nuestra salud
En la actualidad, quizá como nunca antes en la historia humana, la globalización del comercio nos ha llevado a una creciente homogeneización de nuestras preferencias alimenticias. Un pequeño conjunto de alimentos se pueden encontrar en casi todas las góndolas del mundo. Las particularidades productivas de cada territorio otorgan todavía oportunidades para aumentar dicha diversidad en las ollas y en las mesas de la población, localmente. De la misma manera, la producción agropecuaria se ha ido especializando en determinados productos, simplificando también la oferta global vinculada al comercio planetario.
Se suele asegurar que Argentina produce insumos y productos alimenticios para ocho o diez veces su población. Pero su oferta exportable ha transitado también un proceso de especialización, asociado a un puñado de productos agropecuarios. En nombre de la necesidad de dólares para alcanzar un superávit comercial, orientados a saciar la voraz digestión del pago de una deuda externa insaciable, destinamos una muy elevada proporción de nuestras tierras más fértiles a producir por ejemplo, porotos de soja, que alimentan sistemas de generación industrial de proteína aviar o porcina a miles de kilómetros de distancia. Muchos de los productos agropecuarios que se generan en vastos territorios del interior profundo, viajan directamente al puerto poco antes de haberse extraído de la tierra o habiendo pasado por un proceso simple de transformación, transitando por rutas que se mantienen muy lejos de las mesas de muchos hogares argentinos.
La vida urbana, especialmente la concentración de la población en grandes aglomerados inconexos de la dinámica de la naturaleza, ha ido configurando un nuevo orden social, que rige nuestro vínculo con el ambiente y la producción de alimentos. Nos hemos alejado de la forma en cómo se vive y se trabaja la tierra, y con ello nos hemos alejado de las motivaciones por exigir mejores formas de gestión de los recursos naturales y de la producción de alimentos. Nos conformamos con tomar de una góndola lo necesario para seguir viviendo, y las exigencias se direccionan a solicitar recursos económicos para acceder a los medios para vivir. No parece importar si el tomate o la pechuga de pollo provienen de una granja cercana al conurbano, a un pueblo del interior o proviene de algún lugar de Brasil o Italia.
Mirarnos hacia adentro es volver a repensar nuestros territorios
La desglobalización como proceso nos presenta una posibilidad de pensar en un escenario nuevo, quizá en un régimen alternativo, como hace mucho no se nos proporciona en el horizonte. Este proceso no es sencillo y tampoco es automático. Alcanzar consensos sociales, políticos y económicos en torno a un nuevo modelo productivo y de gestión ambiental necesita visualizar un rumbo común, para comenzar a recorrer una transición. Requiere repensar cómo decidimos vivir con lo que nuestro territorio puede generar, con lo que nuestra población actual y futura necesita.
Esta pandemia nos ha empujado repentinamente a experimentar un cambio abrupto en el comportamiento social, en las reglas del intercambio comercial y en los valores que prioritariamente van modulando este nuevo escenario. En lo doméstico, experimentamos un mayor acercamiento a nuestros vecinos, a compartir sus inquietudes, a solidarizarnos con quienes necesitan de nuestra ayuda, a comprender que hay muchos que están actuando a riesgo propio por la salud colectiva, también que hay muchos que están sufriendo el avance de la enfermedad y otros, muchos más, la intimidante y opresiva escasez, en medio de una pobreza estructural que los tiene sometidos sin escapatoria. Todas estas revelaciones parecen ser elementos inconfundibles de un cambio que se avecina, y que emergen sin mayor oposición a que sean impresos en la memoria social, cual huella generacional. Eso sí, luego de haberse hecho carne y sangre en la coyuntura diaria que nos azota.
En este contexto, quizá es momento de repensar nuestra producción agropecuaria, los diversos estilos de vida que la sostienen en aquello que llaman el campo, y así, reconsiderar nuestro acercamiento y nuestra responsabilidad respecto al uso que hacemos de los servicios que la naturaleza nos ofrece. Quizá esto merezca reconocer una transición hacia un modelo menos dependiente de las demandas lejanas y más cercano a la sensibilidad social y productiva que acontece en la cercanía de una aldea común, de un hogar situado localmente.
Los caminos cortos de comercialización, o sea consumidores que compran directamente a productores agropecuarios de la zona, o que instalan puentes para lograrlo, nos lleva a que la fruta, la carne y la verdura tengan los rostros de las familias que los generan. No solamente es imperante conocerse el rostro entre unos y otros, necesitamos vivir y compartir nuestras historias, las variadas maneras de manejar y sentir la tierra, el agua, la biodiversidad. Una transición hacia modelos productivos que sean agro-ecológicamente más sustentables, nos daría más oportunidades para diversificar nuestra producción y trabajar mejor en la calidad de nuestros alimentos, a la vez que exigir por ello. También nos acercaría a una vivencia diferente con nuestro entorno ambiental.
Necesitamos reflexionar y entender que al igual que sin cuarentena el virus se esparce sin respetar fronteras y sin restricciones biológicas, aprovechando la oportunidad que le brinda la circulación globalizada, sin bosques y sin agua potable tampoco tendremos vida futura. La diferencia es que la primera se nos impone por las circunstancias actuales y en las evidencias incontrastables de la amenaza. En cambio, la segunda se define en nuestras prioridades, nuestros valores y perspectivas futuras de nuestros territorios y su gente, de nuestro porvenir, en el patio trasero de nuestras casas, pero aún sin imágenes claras de la tragedia (o al menos nos negamos a querer verlas). Volver a mirarnos, a reconocer los rincones de nuestro núcleo familiar y de nuestra aldea cercana, a vivenciarnos en un tiempo que parece infinito, es también pensarnos, al menos por unos segundos, en un proceso de desglobalización. Al igual que redescubrimos que sin solidaridad no hay convivencia posible, quizá sea una oportunidad para imaginar que no hay futuro posible sin ecosistemas saludables y sin modelos agroecológicos que nos alimenten mejor, de forma más diversa, saludable y cercana.
Colaboración de Marcos H. Easdale (Ing. Agrónomo, Magíster en Recursos Naturales, Doctor en Ciencias Agropecuarias, Investigador Adjunto de CONICET.)
Foto portada: Eugenia Neme
Equipo de Comunicación Popular Colectivo al Margen