Las recientes declaraciones del -por suerte- siempre incómodo dirigente social Juan Grabois, volvieron a poner sobre la mesa una discusión nunca saldada en nuestro país. Las ¿polémicas? afirmaciones se convierten en una oportunidad para que las discusiones políticas de fondo retomen el centro de la escena.
¿De qué hablamos cuando hablamos de reforma agraria?
Una reforma agraria, por definición, es la modificación en la estructura de tenencia y/o de propiedad de la tierra. En la medida que la tierra es un medio de producción irreproducible -un fragmento único del planeta- la discusión en torno a su propiedad es un punto que no puede ser eludido.
Nuestro continente ha sido el escenario de una serie de reformas agrarias, desde la llegada del imperio español hasta nuestros días. Las haciendas y plantaciones en la época de la colonia dieron lugar al latifundio en los procesos de concentración y fijación de límites de los Estados nacionales durante el siglo XIX. La propiedad privada se convirtió -de la mano de dichos Estados- en el paradigma de posesión de las tierras. Las comunidades originarias y las formas colectivas de tenencia de la tierra fueron arrasadas con legislación ad hoc y con el disciplinamiento de las comunidades para ser incorporadas al mercado de trabajo. Los ejemplos sobran, desde el mexicano Porfirio Díaz hasta el argentino Julio Roca. Sin embargo, hubo proyectos alternativos: el Paraguay del Dr. Francia, con sus “Estancias de la Patria”, eficientes unidades productivas que pertenecían al Estado paraguayo. Recién con la derrota de Francisco Solano López por los ejércitos brasilero, uruguayo y argentino en la denominada “Guerra de la Triple Alianza” las tierras estatales fueron incorporadas al formato de propiedad privada. Ni que hablar del mucho más conocido proyecto de entrega de tierras de Artigas en la Banda Oriental.
Las reformas agrarias durante el siglo XX fueron políticas para intentar restituir en distintos grados aquel hecho violento de expropiación y destrucción que generó primero el orden colonial y luego la consolidación de los Estados nacionales. Desde México hasta Chile, todos los países de Nuestra América realizaron reformas agrarias -salvo Paraguay, Argentina y Uruguay- con distintos objetivos, niveles de incidencia y resultados. La gran mayoría de las mismas tuvo como principal objetivo incorporar al campesinado al mercado interno, desarmar los latifundios improductivos y evitar la conflictividad en las zonas rurales. En pocas palabras, modernizar el agro. Incluso Estados Unidos, a partir de la conferencia de Punta del Este (donde se cristalizó el proyeto de la Alianza para el Progreso), pasó de movilizar golpes de Estado para oponerse a las reformas agrarias (como el caso guatemalteco en 1954 y los intentos de golpe en Cuba) a promocionarlas económicamente y con asesoramiento norteamericano. El Salvador en 1980 es quizás el mejor ejemplo.
¿La tierra para el que la trabaja?
La consigna histórica de “la tierra para el que la trabaja” amerita ser puesta en duda. ¿Acaso la propiedad privada de la tierra es la única forma de propiedad del suelo? ¿Hay otras formas posibles?
Cada una de las reformas agrarias en nuestro continente se preguntó acerca del tipo de propiedad que buscaba generar: privada, cooperativa, estatal o comunitaria/ejidal. Las experiencias fueron variopintas, se avanzó sobre tierras marginales o fiscales, se expropiaron latifundios y se conformaron minifundios o unidades productivas mayores, se afectó la totalidad del territorio de cada Estado nación o solamente algunas zonas, etc. La relación de fuerzas en cada país, el grado de incidencia de los movimientos populares, el diálogo con los distintos actores afectados determinó el destino de las mismas. Frente a esto no hay una respuesta determinante, no hay un proyecto de reforma agraria que pueda ser presentado y garantice el éxito de la misma. Lo que se visualiza en nuestro país son los síntomas de una crisis latente. Un país que supo ser el granero del mundo y que aún hoy produce alimentos para cerca de 450 millones de habitantes y sin embargo está a punto de decretar la emergencia alimentaria. Y sí, paradójico y literal, “las vaquitas son ajenas”.
Distintos modelos fueron planteados por diversas corrientes ideológicas: “el destino universal de los bienes” expuso la Iglesia en sus encíclicas sociales, “la estatización de los medios de producción” proclamó el marxismo, “la propiedad privada minifundista” bendijo el capitalismo desarrollista, apropiándose de la vieja consigna “la tierra para el que la trabaja” y resignificándola.
Si la tierra es para el que la trabaja, Grobocopatel (quien se autodenomina un “sin tierra”) debería quedarse con enormes cantidades de tierra en la zona núcleo pampeana. ¿Hace falta afectar la propiedad de la tierra en la zona núcleo pampeana? Aparecen todos los fantasmas cuando se intenta tocar la gallinita de los huevos de oro.
Los desafíos del siglo XXI
Al -ya de por sí enorme- problema del tipo de propiedad de la tierra, el siglo XXI le suma nuevos desafíos. El mundo se acerca día a día a una catástrofe de dimensiones incalculables. Las reservas verdes del planeta -como vimos recientemente con los incendios en el Amazonas- no parecen estar a salvo de la destrucción para la incorporación a la producción y la especulación. La frontera agrícola se sigue expandiendo en zonas de reserva, de bosques, de selvas. El costo ecológico, en términos de la reproducción de un sistema de vida, hace a las pitonisas de los templos modernos apresurarse a vaticinar el apocalipsis: diez años, cincuenta, ¿cuándo se acabará el antropoceno?
Las respuestas a las preguntas que brotan cuando hablamos de reforma agraria empiezan a salir a la luz y hay que buscarlas en las formas alternativas de vida. Hace relativamente poco tiempo el debate en torno a las preguntas qué, cómo y para quién se produce tomó forma conceptual: soberanía alimentaria. ¿Cuántas muertes se podrían haber evitado si a la tercera pregunta la hubiéramos empezado a responder hace algunos años?
La búsqueda por producir alimentos sanos -sin agrotóxicos- y que en su producción no destruyan la porción del planeta destinada al cultivo fundó un nuevo concepto, agroecología. La agroecología como forma de producción de alimentos y la soberanía alimentaria están íntimamente ligadas a una filosofía del tránsito en este mundo, el sumak kawsay o buen vivir. Nada nuevo bajo el sol, solo hay que poner el oído y posar la mirada detrás de los espejitos de colores de la modernidad. La constitución de Ecuador incorporó el buen vivir en su corpus, y hasta el Papa sacó una encíclica para hablar de “nuestra casa común”.
Las organizaciones campesinas e indígenas (¡sí asombrado lector, en nuestro país hay campesinos y hay pueblos originarios!) organizaron este año el primer Foro Agrario en el estadio de Ferro. Más de sesenta organizaciones de todo el territorio nacional participaron, entre ellas la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT), el Movimiento Nacional Campesino Indígena (MNCI) y el Movimiento de Trabajadores Excluidos-Rural, solo por nombrar algunas. En su documento final -por supuesto- hablan de reforma agraria. “Una reforma agraria integral y popular” esbozan; el proyecto está en diálogo. Las propuestas intentan mostrar salidas. Los cinturones agroecológicos, por citar solo un ejemplo, en torno a las grandes urbes que hagan de cordón protector y alimenten a las ciudades sin agrotóxicos no solo mejorarían las condiciones del campesinado hortícola -que es uno de los sectores más golpeados- sino que disminuirán enormemente el impacto del tratamiento del cáncer en los hospitales públicos. La entrega de tierras comunitarias para los pueblos originarios es otra de las propuestas.
Por otro lado, en clave de un desarrollismo clásico, el reconocido ingeniero agrónomo Guillermo Gallo Mendoza escribió un proyecto denominado “la marcha al campo” que tiene como eje de la entrega de tierras fiscales a cooperativas de trabajo en unidades productivas sustentables junto a la creación de un Banco de Desarrollo Agropecuario.
La letra en sí de la reforma agraria en Argentina está por escribirse, como decía el famoso maestro de Simón Bolivar: “o inventamos o erramos”. Ya no se trata tan solo de la discusión de la propiedad de la tierra sino de un nuevo modelo de relaciones humanas con justicia social y plena conciencia del cuidado de la naturaleza. Frente a la añeja dicotomía dialéctica ciudad-campo (con sus aires bucólicos) se presenta la búsqueda de una síntesis que aporte las ventajas de la accesibilidad a derechos de la vida urbana (desde educación y salud hasta accesos y conectividad) y no sus rasgos inhumanos (hacinamiento, enfermedades, violencia, stress). Lo que está en discusión son las condiciones de reproductibilidad de una humanidad saludable. Se trata, entonces, de pensar y construir un mundo mejor que el presente.
Por Matías Oberlin
Para Agencia Paco Urondo