Con Al Margen nos metimos entre bambalinas, pasamos agachados bajo las cuerdas que sostienen la carpa, entramos a los tráileres y paseamos por debajo de las gradas para conocer la vida de quienes trabajan día a día.
“¡Está hasta el tronco!”, dijo un asistente, en el camarín de los payasos, antes de la función. Las metáforas están cargadas de más de dos mil años de historia: la arena, el tronco, camarín, carpa, reprisas o el propio “circo”, que viene de círculo en latín. Al cierre de esta revista el caudal de espectadores rondaba los 4.000 semanales, lo que supone unas 22 mil personas para principios de diciembre.
Hay quienes están en la familia circense desde hace más de cinco generaciones. Otros, como Rocío Jaramillo (campeona de gimnasia artística rionegrina y actual acróbata), se sumaron hace unos años y son los “afuerinos”. Los une la vida itinerante y una organización del trabajo muy particular: artistas estrella, vendedores de juguetes o alguien disfrazado de Minion, pueden y suelen ser las mismas personas.
La chica de la tela, sensual y fibrosa, se sacó el vestido con encajes en bambalinas, se puso una enagua y se disfrazó de Pepa para bailar y dejarse fotografiar junto a los niños. Cada quien cumple varios roles. Asistentes o bailarinas venden y preparan productos para comerciar. “Acá, el que no trabaja no come”, dice Raúl, que ahora vende entradas y vivió toda su vida en el circo.
Las curvas de la mujer que baila con arosdeslumbran al público. Antes de subir al escenario, entra en calor al borde la rampa de entrada: un tablón de tres metros de ancho por donde los payasos pasan corriendo y otros, como ella, lo hacen a paso medido, delicado. Estira, toca el piso con sus manos, la espalda recta y las piernas abiertas. Pero hace además un movimiento con la mano derecha que parece una persignación o un saludo rápido. Después se entiende que, con esa mano hace girar uno de los aros durante su show, mientras con sus caderas y piernas gira los otros. Con un movimiento sutil de su cuerpo las anillas dan vueltas a su alrededor y llega a mover 20 aros al mismo tiempo. Luego se cambia por ropa negra y una gorra del mismo color y troca su personaje por una vendedora de juguetes luminosos que da vueltas para mostrar a los niños cómo funcionan.
Gabriel Credidioes el actual apoderado del cirque XXI, propiedad de la familia López, de cinco generaciones de circenses. Se escapó de su casa en Córdoba cuando tenía 15 años y se metió en el circo. Hizo de todo. Armó carpas, cuidó animales cuando los había, fue payaso y presentador. Es viudo de una bailarina, profesión que siguieron sus dos hijas más grandes. Cuando nos explicaba que hacía 4 semanas que el circo estaba en Bariloche, Leonella, su hija de 19 salió del puesto de papas fritas. Le acercó el celular con cara de felicidad que él miró concentrado. “Aprobé!”, dice Gabriel mientras se le hacen arrugas alrededor de sus ojos luminosos. Le quedan dos materias para terminar el secundario a distancia.
Después de chequear la fila del público, en la puerta del circo, Gabriel entra al hall y les avisa a las chicas que los espectadores están por entrar. Da unas órdenes, revisa el cable de una luz violeta del pasillo y nos lleva al fondo a entrevistar al dúo de payasos. Explica que el circo es también una fuente de trabajo en cada lugar donde arman la carpa. Así es el caso de Julieta, Vanina y Marina que son de los barrios Las Quintas y Malvinas. Cuando el circo se instaló, fueron a pedir trabajo. Arman los juguetes para vender y acomodan al público con ropa que les da la empresa. Les preguntamos si se irían con el circo si se lo ofrecen. “¡Sí!” Exclaman al unísono. “Para viajar, conocer gente, está buenísimo”.
“Los payasos son los primeros actores”
Los Oñate son conocidos internacionalmente como Los Gatos, un dúo de payasos. Son padre e hijo. Don Gato, Manuel, tiene 72 años y hace 60 años que es payaso. Entrevistarlos fue como estar frente al fuego en un campamento, algo que no se puede dejar de mirar. Ahí está su profesionalismo; en una actitud constante de manejo de la tensión de las relaciones: “Aquí estoy, mirame, disfrutá”.
Los tráileres detrás de la carpa generan cierta intimidad vecinal. Gruesas cuerdas que sostienen el circo se mezclan con juegos para los niños de las familias y algunas reposeras. Debajo del toldo retráctil de un tráiler se acomodó un chulengo. Entramos al carro de Julio Manuel Oñate, el hijo del dúo Los Gatos. Con el maquillaje de payaso y sin peluca nos invitó a pasar. Camila, su hija de 6 años juega sobre un muñeco en el piso y trata de llamar la atención. Julio le va pidiendo con paciencia que lo deje hablar y no pierde el relato nunca. Sus tátara-abuelos ya eran payasos a principios del siglo XX. Toda una familia de circo: alambristas, contorsionistas, malabaristas, trapecistas y fabricantes de carpas de circo. Tiene primos payasos por toda América, en especial Chile, de donde vino su papá.
Julio es bajo, fornido y tiene manos de niño. Su espalda habla de su experiencia como acróbata. Fue alambrista (cuerda floja), malabarista, acróbata, sonidista. “Me encantaba poner la música, me encantaba”, dice y nombra algunas bandas de los ´80: Vángelis, Jean Michel Jarré, Alan Parsons.
De joven, en Bolivia, mientras se dedicaba a la musicalización, tuvo que reemplazar a un artista que hacía cama elástica, trapecio y era payaso. Tenía 15 años. Al año siguiente, se dedicó a eso directamente. Lo llevaba adentro.
Habla con los codos sobre la mesa con gestos rápidos y los ojos despiertos. “Los circenses cargamos con muchos prejuicios: de suciedad, de vagancia, etc. –dice Julio- Y es cierto también que muchos circenses, por su vida bohemia, no han estudiado, son malhablados. Por eso, nosotros nos tenemos que cuidar tanto, porque cuando llegamos a cualquier lugar nosotros somos forasteros. Jorge Servián (responsable del circo Servián), por ejemplo, que es gitano de verdad, te decía que no había que gritar, no había que estar en “cueros” ni decir malas palabras. Por eso nosotros invertimos tanto en que los tráileres estén en buen estado y limpios. Para que, también, ahora vos te lleves una buena impresión”.
Continúa recordando: “´Él también decía que teniendo buenos payasos tenés el 50% del espectáculo asegurado”. Y Manuel acota, “el payaso cumple ciclos. El trapecista puede estar 10 años con una rutina, en cambio el payaso siempre tiene que renovarse, entonces va cambiando de circo”.
Las reprisas son los pequeños actos que hacen los payasos, como la del sheriff y el indio, de Los Gatos, o la del balde de agua. La mayoría de las reprisas son creadas por los payasos rusos y luego adaptadas. Las que hacen los Gatos podrían haberse hecho hace 100 años o en la plaza de un pueblo de la edad media, pero, al mismo, tiempo son actuales. No tienen violencia, sus golpes son como en cámara lenta y de allí hacen el chiste, porque parodian el lenguaje del cine mientas levantan sus pelos al grito de “¡Mirá el precio de la nafta!” y así incluyen la realidad local en su humor.
“Lo fundamental es levantar al público, es el rol principal de los payasos”, explica Julio. Así, el público expectante valoriza más el resto de los espectáculos. “Una vez que entraste, los dejaste calientes, y para eso nos pagan”. Su arma principal es saber interactuar con el público. Leer el clima de los asistentes, conectarse y hacerlos participar. “Se respira el público antes de entrar”, dice Manuel Oñate padre, don Gato, venido de Chile.
Julio sintetiza la particular lógica laboral de los payasos: “Nosotros somos como los futbolistas pero sin representantes. En Sudamérica nos conocemos todos. Nosotros somos Gato y Gatito, nos conocen como Los Gatos. Estuvimos 12 años en el Servián y en el Rodas, que son los circos `vidriera´. Tal vez no ganás mucho, pero estás ahí y te vas haciendo tu cartel. Entonces, los demás te ven y te ofrecen: `¿Cuánto ganás ahí? Yo te ofrezco tanto´. Para eso hay un protocolo que sólo se respeta en Argentina, que es el contrato verbal. Si estoy con vos, y me pagás 10, te puedo decir `Mirá, fulano me paga 20, me voy con él´. Todo bien, sólo tengo que darte 15 días antes de irme con ese fulano. Y a fulano después no le puedo decir `no voy, ahora me ofrecieron más donde estaba´. Si ya te dije que voy, tengo que ir. No puedo especular, es parte del código”.
Según Julio, los mejores circos son los rusos y los chilenos. En gran medida, por el rol del Estado chileno que los ha reconocido como parte de su patrimonio y por la fortaleza del Sindicato del Circo. “Quizás en Sudamérica no hay tanta cultura del circo, entonces pasa más desapercibido acá. En Europa está visto como uno de los grandes espectáculos y los artistas de circo son como actores de cine. Y hay otro nivel también”.
Como otras industrias en Argentina, el circo se vino abajo en los ‘80. “Por la inflación. Pero también por el descuido de los empresarios –retrata Julio-. No se preocuparon porque los sindicatos siguieran fuertes”. La nostalgia hace recordar el Circo Criollo. Sus máximos referentes fueron los hermanos Podestá. Debajo del teatro Coliseo Podestá de La Plata, en su museo, todavía está armada su vieja carpa.
Julio es un apasionado de la historia de los payasos y lo mezcla con su propia historia: “El primer stand up o monologuista es el arlequín del palacio medieval, que contaba las historias del pueblo. Es el primer gran actor”. La profesionalidad está en mostrarse siempre arriba. “Quizás ese día podés estar mal. Quizás te peleaste con tu pareja o, como me pasó en Bolivia en el ´89 con el circo Miami, antes de salir me avisaron que mi abuelita había fallecido. Y ahí no te queda otra, tenés que salir al ruedo, como decía Chaplin, y hacer reír al público. Porque ahí es donde demostrás tu profesionalismo como payaso. No importa ni la cantidad del público, ni lo que te paguen. Corrés la cortina y tenés que ser el mejor. Por eso, creo que el payaso es el primer gran actor, eso es lo que me inculcó mi familia”.
Los tiempos actuales se inundan de actitudes circenses. El Circo de Soleil copó la parada y en Argentina proliferaron escuelas de circo mientras miles de pibes y pibas trabajan en los semáforos. A ellos Julio les da la bienvenida: “Yo adoro a los pibes que no son del circo y lo quieren y respetan. Está buenísimo”.
Estudiar siendo golondrina
“El circo es una gran escuela” explica Julio Oñate y también valora la escuela tradicional. “Mamá era trapecista y preparaba la comida a los muchachos. Lo primero que hacía cuando llegábamos a un pueblo era mandarme a una escuela. Y eso que ella venía del circo de las carretas a bueyes”.
De hacer la secundaria en Berisso le quedaron varios amigos allí, que dice visitar a veces. No era tan común para los payasos de su generación ir a la escuela. Su madre se empecinó en ello y aprovechó que con el circo de su tío iban todos los años a La Plata. ¿Te sentís parte de alguna sociedad? “Si –dice Julio alargando la i-, parte de la gran familia mundial del circo”.
De la pieza del fondo del tráiler sale una mujer joven. Es Johana, su compañera, bailarina y la madre de Camila. Ella no quiere salir en la entrevista, dice que es muy cohibida. Para que su hija vaya a la escuela usa lo que se llama `pase golondrina´. Está hecho en todo el mundo para que lo usen los hijos de militares, guardaparques, diplomáticos y circenses. Permite que los chicos vayan a la escuela cuando están más de 15 días en un pueblo y hasta todo el tiempo necesario.
¿Te cansa la vida en tráiler? “No, no tanto. Sí los viajes. Me estresan. Cuando era más joven no me importaba nada, ahora con familia me estresa más. Me da miedo que le pase algo a la camioneta, al tráiler. Cuando éramos chicos a mi familia se le dio vuelta un tráiler en la ruta y perdimos todo. Cuando voy al exterior dejo mis cosas en casa de mi hermana, vamos en avión y dormimos en hotel”.
Antes de salir del tráiler, levanta la tapa de un asiento y de allí saca sus zapatos rojos de punta gigante. Todo el espacio es aprovechado. Le pedimos ir con él hasta la rampa de entrada para verlo ingresar al ruedo y escuchar los aplausos de inicio. Hacia allí nos dirigimos.
Frente a la rampa
Las puertas de los tres camarines apuntan a la rampa de entrada. Por ahí los artistas acceden al escenario a través de la cortina negra. Está oscuro y se siente el olor a caramelo de los pochoclos. El ritmo antes de cada show es apurado y preciso. No hay baches. Los artistas pasan rápido, entran corriendo cuando es una pasada de muestra o se paran frente al telón concentrados antes de un espectáculo que tenga peligro. El lanzador de cuchillos del final deja sin respiración al público.
Los que están a punto de salir se preparan en la base de la rampa y esperan su turno, algunas bailarinas se asoman y espían el escenario por la unión del telón o algún viejo agujero. “Permiso” dice apurada Leonella, la hija de Gabriel, que deja unos malabares sobre una tarima. La entrada de presentación de los payasos fue con las bailarinas y malabaristas. La primera tiene que ser una “piña, tiene que noquear”, decía Julio. Los Oñate arman una competencia de gritos que es bien recibida. El Gato padre hizo parar a adultos y niños y Julio hace lo mismo. Los adultos gritan eufóricos, ya están noqueados.
La poca luz en las bambalinas surge de esos camarines. Allí Manuel y Julio se están cambiando. La puerta del suyo da justo a la rampa. Dos de las paredes de su camarín son percheros con trajes confeccionados por ellos mismos, a veces duplicados para repuesto. En el resto hay bolsas con globos, hachas y espadas de madera, pelucas a montones. Antes de salir por segunda vez el padre de Julio se está por poner un frac y Julio le dice: “No, mejor hagamos el duelo” y el Gato se pone el saco de cuero con flecos, que simula un indio de las viejas películas de vaqueros.
Mientras se pone la peluca color trigo, Julio explica la lógica del payaso: “Vos tenés que tratar de dejar calentito al público. Y si después quedan tensionados, porque estuvo el lanzador de cuchillos, tenés que ir y hacerlos reír. Nosotros somos muy eléctricos, al estilo chileno, hiperactivo. Estamos para levantar y terminamos con la lengua afuera. Buscamos mucho interactuar con el público y más en esta situación que el país la está pasando tan mal, la gente quiere reírse un rato, se quiere desconectar”, agrega.
El Gato espera en el camarín mientras su hijo le pone humor al show de la cama elástica. Julio salta, da vueltas y hace como que corre en el aire como si fuese fácil. Manuel es actualmente el payaso más antiguo en actividad, según la agrupación de payasos de tercera edad a la que participa. Es payaso desde que no había ni televisión y los tiempos en escena eran diferentes, de ritmos más largos: “Las entradas de payasos eran obras, como por ejemplo `La muerte de la pulga´, con un cura que llevaba una carroza en miniatura o `La noche de los fantasmas´, que se acostaban y las cobijas se salían de lugar o se movían los candelabros. Eran obras más teatralizadas. Hoy es más de contacto con el público. Nosotros entramos ahora y me vas a ver vestido de señora, abrazando personas, besando pelados. A la gente le gusta que interactuemos, que los hagamos parte de los duelos entre los dos”.
El Gato se define como un payaso clásico. La nariz de payaso, la peluca, el maquillaje, la ropa, sus zapatones. Clásico. Su dupla implica siempre posicionarse desde las figuras de “El Serio” y el “Tonto”, pero aclara: “el tonto bondadoso, bonito, usando una comicidad sin groserías, chabacanerías ni doble sentido. Que transmita alegría”.
– ¿Qué se siente actuar con su hijo?
– Puaaaaa, no sé, no hay palabras. A los setenta años, hacer dupla con el hijo de uno es lo más grande.
Julio cruza la cortina rápidamente y ayuda a bajar la cama elástica a los asistentes por la rampa de salida. Está agitado. Mientras entra al camarín se está sacando la ropa para ponerse la del próximo acto. Manuel lo mira y comienza a buscar su ropa, ya sabe qué ponerse.
Por Fabián Viegas Barriga
Fotografías: Eugenia Neme
Equipo de Comunicación Popular Colectivo al Margen