El domingo pasado más de cincuenta personas realizaron la entrega solidaria número cien de donaciones a los más necesitados de la línea sur.
La tierra suspendida como neblina apenas dejaba ver la caravana de 24 autos con los que partimos desde Bariloche hacia la línea sur. Sebastián, que se pidió el día en el trabajo, cuenta al volante que siempre le inculca ejemplos de solidaridad a Olivia, de tres años, sentada atrás al lado de su mamá. “Hasta no hace muchos dormíamos con la ropa puesta”, dice.
A las ocho de la mañana nos habíamos encontrado en la esquina de Elordi y Albarracín. Éramos 55 mujeres y hombres de todas las edades dispuestos a llevar a 25 parajes medicamentos, ropa, juguetes, cajas navideñas y cualquier cosa acercada por vecinos en la víspera.
Entre ellas tres mil pan dulces hechos por el paraguayo Nicolás Martínez con insumos donados; una tarea que realiza desde hace años para toda la ciudad. En diciembre pasado alcanzó a fabricar 12.300 unidades.
Nuestro destino es Ingeniero Jacobacci, a 200 kilómetros por la ruta nacional 23 que, tras dos décadas de obra, aún no pudo ser toda asfaltada. Dicen que a mediados de año próximo estará lista. Con nosotros se dirigen también dos vehículos. En uno viaja Marcelo Bearzi, que hasta hace poco manejaba una F100 que terminó desarmada de tanto ripio. “Esta es la primera vez que llego hasta Jacobacci”, cuenta en una parada.
La idea de transportar donaciones a la línea sur fue suya. Lo hizo por primera vez tras la caída de cenizas del volcán Puyehue, en 2011. Recuerda que aquella fue solo una forma de solidaridad. Los vecinos se organizaron para barrer los 40 centímetros de partículas grises acumuladas en las calles, cavar pozos, enterrarlas, limpiar techos.
Una vez anunció en Radio Nacional que estaría yendo hacia los parajes junto a otros voluntarios. Los esperaron como héroes. Una buena parte se quedó sin nada, y entonces prometió nunca más volver a anticiparlo.
Marcelo es cocinero y llegó a la Patagonia en los ´80, migró por una década a España en 1989, y luego regresó. Otra vez, un célebre dirigente sindical buscó tentarlo sin éxito con alguna candidatura.
Hacia el mediodía, los bomberos voluntarios de Jacobacci nos abren las puertas del cuartel donde descargamos todo. Avisan a otros compañeros, al diario local, al canal de televisión y a la directora del hospital. Es domingo, no importa. Y prenden fuego para asarnos unos chorizos y recalentar el capón que sobró de un cumpleaños de anoche.
Después Emer nos sube a la camioneta de bomberos y salimos a recorrer los barrios más humildes de una ciudad de no más de 15 mil habitantes, descendientes de sirio, libaneses y mapuches, hijos de aquellos pioneros constructores en los ’30 de una estación ferroviaria.
En Jacobacci se crían chivos, chanchos, gallinas y ovejas que se pasean delante de la puerta de precarias casas a las que nos acercamos con pan dulce. De sus canteros naturales se extrae diatomita: una mezcla de alga y arcilla absorbente con la que se producen las piedritas para el pis y la caca de los gatos o para diseminar las manchas de aceite y nafta en las estaciones de servicio.
Detrás de una puerta nos recibe Estelvina, que a pesar de sus menudos brazos todavía hacha para acalorarse en invierno. En otra nos invita a pasar Feliciana: estaba sola y media aturdida. Emer le prometió que llamaría a un médico para que la venga a ver.
Así vamos distribuyendo lo traído, apabullados por el soplido constante de un viento que acompaña a los solitarios viejitos de este rincón de la estepa. Aquí los más jóvenes huyen, en busca de un trabajo. El desembarco de la megaminería a cielo abierto todavía es un proyecto. Jacobacci resiste.
Por Pablo Bassi
Equipo de Comunicación Popular Colectivo al Margen