Crónica de un barilochense exiliado involuntariamente en La Recoleta barrio aristócrata y porteño . La mirada patagónica de un barrio tan ajeno a nuestra ciudad y la creciente cantidad de excluidos del modelo económico.
¿Ciudad autónoma de Buenos Aires… es Argentina? La primera sensación acá es que no estás en Argentina, que estas en Europa o en alguna ciudad yanqui, de esas llenas de latinos. Mucho turista gringo en los cafés o paseando en las calles adoquinadas, mucho venezolano, colombiano y centroamericano laburando de mozo. También mucho pibito de colegio privado. Edificios antiguos. Y nuevos, de precios siderales, donde un alquiler de un monoambiente parte de las 25 lucas. De fondo ese olor a ciudad, a cloaca, a mierda y a plástico quemado. Y eso, que en las noches un camión barredor se encarga de veredas y calles. A los pocos días ya no lo sentís, te acostumbras al olor. Cuesta un poco más la cantidad de autos, de gente, de ruido. Lo instintivo es guardarse, esconderse o escaparse a alguna plaza o parque, que igual son ruidosas.
Con el tiempo te acostumbrás también a eso, o por lo menos a caminar en piloto automático y con auriculares. Aislarse de la multitud en medio de la multitud, de eso de trata.
Mucho estimulo, mucho bocinazo, mucha puteada, mucho apuro, demasiada densidad de todo. Densidad de historia también. En alguna vereda una baldosa que recuerda a algún detenido desaparecido, pisada por miles de personas al día. Un museo de Borges o del arte de Xul Solar o la nave espacial de la Biblioteca Nacional. También la embajada de los piratas ingleses o el Ministerio de las botas de Bullrrich. El departamento de Domingo Cavallo (ministro de economía de Menem) es recoleto. Frente a ese edificio durante bastante tiempo desde el 2001, a modo de pequeña venganza, distintas organizaciones del campo popular armaban ollas populares y choripaneadas y ahumaban el hall del edificio, me cuenta un taxista.
Un cementerio-museo, punto turístico central del barrio, lleno de históricos personajes de la creme de la creme, de grandes infames golpistas, de grandes aristocráticos de esos con olor a bosta de vaca, como decía Evita. Pero también están ahí enterrados Evita e Yrigoyen, como díscolos granos en la cara del cementerio de varios oligarcas y golpistas ilustres.
Restaurantes y cafés paquetes, otros, más urbanos y cosmopolitas. Veterinarias que ofrecen en la vereda agua y alimento para los perros callejeros, pero perros callejeros no hay, raro, ¿no? Está lleno de carteles que publicitan programas de canal 13, de Radio “Buitre”, de la CNN o de TN o de series yanquis, o fantasías cambiemitas de furioso amarillo. También de ese color son los carteles de obra que rompen y reparan la misma vereda cada tres meses. En las plazas enrejadas llenas de viejas “paquetas” y sus perritos al estilo “Mirtha Legrand”, o yupies, o chetos, de esos que adoran a Feiman a Longobardi y al “Gato”. Esas y esos que sonríen al ver la represión a los trabajadores del subte en la estación del barrio. Esos y esas que también hacen marchas, con fetos gigantes y a favor del aborto clandestino, frente a las clínicas de lujo. Esos y esas que pueden ser hasta clase media baja, pero que le podés rastrear su gorilismo reaccionario hasta cinco generaciones atrás. También podés encontrar a algún que otro universitario estudiando al sol, laburantes de a pie, cartoneros, negocios pymes y mucho pibe en bici, moto o patines con alguna entrega delivery. Pero la esencia, lo simbólico, lo estético, lo político del barrio es de los otros.
A todo eso me fui acostumbrando. Pero a lo que no me acostumbro es a la gente durmiendo en la calle. No porque nunca haya visto allá en el sur, pero… no sé… Me parece increíble la masa de gente que circula frente a ellos y no los registra, o elige no registrarlos. O ya está acostumbrada y no se escandaliza o ya está resignada a que es así.
Están los changarines de cualquier ciudad. Esos que expulsó el sistema y la sociedad hace tantos años. Tanto tiempo, que no saben vivir de otra manera que no sea en la calle, que ya tienen ahí su lugar en el mundo, donde al menos son un poco menos invisibles. Los ves a la madrugada o de día con su colchón y a veces algún bolsito o valija en el zaguán de algún edificio lujoso, o en el banco de una plaza, o frente a una clínica, o sentados en la vereda. Pero también de pronto te encontrás un nene ahí, con todos sus juguetes y su infancia desparramados en una vereda, al lado su papá durmiendo en un colchón. Y están todos sus muebles y bártulos, muchos, señal de un pasado de clase media. Esas familias que de un día al otro en el último tiempo dejaron de poder pagar un alquiler. Son muchas familias así y con el paso de los meses se va sumando una en esta cuadra, otra en la calle paralela, otra en la vereda de enfrente. Yo los veo pero en la TV no salen. ¡Y estamos en Recoleta! También los ves en el microcentro, cerca del Congreso, de Casa Rosada, de la City porteña. Zonas donde el ingreso per cápita es comparable a Suiza, donde viven los ricos de siempre, dueños de megacampos, megaempresas, importadores, periodistas y políticos. Los nuevos caídos del mapa son los que laburaban para estos nuevos ricos. Como el enfermero que viaja 5 horas al día para ir y volver de trabajar en una de esas super-clínicas, donde hace triple turno desde hace unos meses para bancarse el aumento en los viajes.
Nadie da laburo a alguien que vive en la calle, dice un pibe que veo siempre en la vereda. Le pregunto cómo lo tratan los vecinos de la zona. Le tiran sobras, pero lo tratan bien dice. Le mandan la cana si quiere hacer de trapito, pero lo tratan bien. Lo van corriendo de frente de sus negocios, pero lo tratan bien. Lo ven cagarse de frio a la noche en su zaguán, pero lo tratan bien.
Veo también en la madrugada a los recuperadores y recicladores y recuerdo a las chicas de la ARB. Pero no, es otra realidad. Quizás más como ellas en el 2001, o las familias que veo en las noticias entrando cada vez más a comer en el vertedero. Quizás acá el clima es más benigno para los que trabajan en la basura, porque no nieva, pero también todo se pudre más rápido. En estas calles a los cartoneros y recicladores los oficializó el gobierno de la Ciudad dándole una pechera y nada más. Ese gobierno que tiene un presupuesto de país europeo, les da una pechera y los autoriza a meterse en los tachos gigantes que hay por cuadra. Y los ves ahí, revoleando algunas cosas útiles desde adentro de esas cajas metálicas cerradas, llenas de basura sin separar. Como un aliciente y dentro de la caridad que permite el barrio, la carnicería del barrio, una embajada del conurbano en Recoleta, les regala a los recuperadores los cortes que no vendieron antes que se pasen o que en Recoleta no se compran.
Hambre y empanadas
El que más me marcó de estos encuentros urbanos fue con un chabón enfrente de un supermercado. Venía de comprar empanadas, ya sin plata, apurado, distraído y me habló y no entendí. Levanté la cabeza, pero ya estaba lejos y entendí que me estaba pidiendo plata para comer. En automático, le contesté desde lejos que me había quedado sin efectivo y era cierto. Hasta que el olor de las empanadas que llevaba en la mano me hizo reaccionar, me sentí una mierda. No lo dude, volví, abrí la caja y saque varias y se las ofrecí. “Perdoná, soy un boludo, no me voy a quedar con hambre si te doy algunas”. “No te calentés chabón es tu cena”, me dijo. Es la tuya también, le digo. Muchos que pasan por al lado y ni bola, como si fueras invisible, me hace mal ver esa actitud en la gente, yo no soy así. Y el tipo empezó a tratar de consolarme, a decirme que no me ponga mal, que de vez en cuando alguno le da algo. Le digo que no tendría que ser así, que, si se repartiera un poco la torta, nadie tendría que andar pidiendo. Es difícil eso- dice- “tenía laburo hasta hace unos meses, laburé toda mi vida, nunca salí a pedir, pido ahora porque tengo hambre, lo que quiero es laburo, pero con este gobierno… ¿Qué querés?” Laburo acá nadie te da, ¿No? -pregunto. No, capaz alguna changa, pero cada vez menos. Si la gente se escandalizara un poco más por ver que alguien no tiene para comer y que hay cada vez más gente pidiendo, no tendría por qué haber hambre, ni tendríamos un gobierno como este – le digo. Sí, sí, me contesta, este gobierno nos está cagando y son del mismo palo de la gente de acá. Seguí mi rumbo, pasando a los metros frente a algunos restaurantes y una cervecería con nombre de nuestras tierras. Todos llenos de turistas y recoletos. Plena semana de la devaluación…
La fiesta es de ellos…
Por el exiliado involuntario…
Redacción
Equipo de Comunicación popular Colectivo al Margen