Rafael Nahuel tenía 22 años y vivía en la zona pobre de Bariloche. Hace una semana fue a visitar a su tía en la comunidad mapuche del lago Mascardi porque, según contaron sus amigos, andaba con mal de amores y necesitaba despejarse. Ahí lo mató Prefectura por la espalda en medio de una represión. Rafa, un pibe que tenía sueños y buscaba descubrir su verdadera identidad.
Rafael Nahuel tenía 22 años había trabajado en la organización de base Alto Construcciones años atrás, donde se destacó como uno de los soldadores más habilidosos. Y su lugar de pertenencia en la actualidad era el Semillero del Colectivo Al Margen, donde hacía un año que participaba de distintos talleres, como el de carpintería. En sus últimos días se lo había visto contento porque hizo una changa de jardinería y cobró plata para las fiestas de fin año. Entonces decidió ir a visitar a una tía en una comunidad mapuche en el lago Mascardi, a las afueras de Bariloche. Dijo a los amigos que iba para despejarse, porque andaba con mal de amores. El 25 de noviembre fue asesinado por un operativo de las fuerzas federales. Le dispararon por la espalda en una feroz represión. Era el tercero de cuatro hermanos.
“Decían que Rafa era el del RAM. ¿Rafita del RAM? Era una pibe del barrio”, dijo un pariente, apenas sucedido el hecho. A los funcionarios del macrismo y a los medios hegemónicos poco les importó. Hablaron de Rafa como una especie de terrorista que ocupaba un lugar público al que era necesario desalojar por la fuerza. Hablaron de Rafa como lo hicieron con Santiago Maldonado: diciendo que lo lamentaban, que era un pobre pibe “manipulado”, “cooptado”, “manejado” por adultos del RAM. Lo subestimaron, lo estigmatizaron a punto tal que lo hicieron responsable de su propia muerte.
“Yo sabía, yo sabía, que a Rafa lo mató la Policía, asesina”, fue uno de los cánticos de una manifestación en Bariloche en reclamo de justicia por su homicidio. Rafael Nahuel era parte del Semillero al Margen, había participado de hogares como el Grupo Encuentro, de los centros de prevención o de atención territorial barilochenses. Organizaciones sociales que trabajan con jóvenes en situación de calle, de vulnerabilidad social, expulsados por el Estado, marginados por sus instituciones.
Vivía en el barrio Nahuel Hue de la zona del Alto, el Bariloche pobre que se esconde de la postal turística. “Nahuel Hue es uno de los barrios más humildes de Bariloche. En el Alto el 80 por ciento de población es mapuche. Allí, todos los meses enterramos alguno, sea por gatillo fácil de la policía de Río Negro, sea por la Prefectura que entró a los tiros en una comunidad mapuche. Los muertos son de los pobres, mapuches o no mapuches, pero siempre de los pobres. Todos los meses enterramos alguno”, dice Alejandro Palmas, del Equipo de Comunicación Popular Colectivo al Margen, de Bariloche.
La mayoría de los jóvenes del barrio no habla mapuzungun, la lengua mapuche, porque sus abuelos y padres dejaron de hacerlo: ser pobre y mapuche había sido un estigma tan humillante que barrió con la identidad.
Nuestras Voces se metió junto al Colectivo al Margen en esos barrios y reconstruyó la vida de Rafa desde adentro: habló con amigos, profesores, compañeros. Entre el desconcierto y la angustia pero con alegría, éstas son las voces que lo recuerdan como un joven luchador y víctima de la desigualdad social, como un pibe generoso y respetado que tenía sueños, que no se callaba, que buscaba descubrir su verdadera identidad.
La Chivy: amiga de infancia y juventud
Tiene 28 años, varios piercing y media docena de tatuajes: a su madre en una pierna, el nombre de su hijita en un brazo, y dice que quiere hacerse otro de Los Redondos, la banda que suena mientras habla en el fondo de su casa, que está a medio construir. Su pareja es carpintero. Viven en el barrio popular San Francisco I, cerca de la terminal de micros, a la vera del río Ñireco.
Hace una semana se compraron un equipo de música para hacer karaoke, porque a sus amigos les gusta cantar cuando se juntan. La Chivy, como muchos jóvenes de la periferia, se crió entre la calle y el Grupo Encuentro, donde actualmente trabaja con actividades para los más chicos y colaborando en la cocina. Además, coordina un taller de fútbol para niños y niñas, y con el taller de cine viajó a Viedma. En el grupo la conocen por su habilidad para hacer “caños” con la pelota y por decir las cosas de frente, siempre cuidando de sus compañeros.
La Chivy fue amiga del Rafa en la infancia. Habla sobre él con cierta ternura: “Lo conocí al Rafa de chiquito, cuando pedía con sus hermanos en el centro. Todos pedíamos juntos, con sus hermanos. Era muy tímido. Lo dejé de ver un par de años. Por circunstancias de la vida me fui de mi casa y me mudé con una amiga en el Nahuel Hue. Apareció por ahí y le vi cara de conocido y pensé: ‘A este pibito lo conozco de algún lado’. ‘Sí, soy el Rafa’, me dijo. Lo vi re grande y centrado para hablar, re educado. Viste que hay pibitos que por criarse en la calle y se hacen medio cartel, y el loco era re humilde para hablar”.
La Chivy cuenta que por la casa donde vivía pasaba mucha gente : “A él lo re mimábamos porque era el más chiquito del grupo. Compartimos algunas birras y nunca bardeaba. Siempre decía que se quería construir su casa. Decía: ‘cuando sea grande voy a ser alguien, no sé si presidente pero voy a ser alguien en la vida. Algún día voy a tener mi casa y los voy a invitar a comer un asado’”.
También comenta su amiga que compartió varios foros de jóvenes con Rafael. “Él no tenía vergüenza de hablar. Decía que a nosotros, los pibes, nos imponen leyes que ni los grandes cumplen. No sé si habrá terminado la escuela, pero tenía un re chamuyo para expresarse”, relata y agrega: “Le gustaba descansar a los amigos, hacer bromas pesadas pero con respeto. Por ejemplo el cazón chino, donde el Rafa pasaba por detrás de sus amigos y les tiraba del calzoncillo. Le ponía onda a la vida, le ponía alegría”.
Chivy recuerda el momento en el que se enteró de la noticia de su muerte: “Cuando vi las noticias y lo que decía la mamá pensé que la re entiendo, porque debe ser re feo perder un hijo. Dicen que no estaba involucrado con los mapuches y yo creo que sí. Porque además de su apellido siempre quiso estar ahí, siempre apoyó a los mapuches y las causas justas de los pueblos originarios. El chabón era re pillo, no creo que lo hayan engañado. No creo que le hayan puesto un fierro en la cabeza o taladrado el cerebro, él era grande, sabía por qué estaba ahí. Estaba re centrado en esas cosas y tomó su decisión porque le parecía injusta la situación. Y pienso que también quería tener algo. De chico nunca tuvo nada”.
Carmen Marpegan: conoció al Rafa en el Taller del Semillero
Carmen es coordinadora pedagógica. Está sentada en un café de la calle Onelli de Bariloche y dice que los amigos de Rafa del Taller del Semillero aún no quieren hablar. “Dejen en paz al Rafita”, le contestaron. En el Taller, en las horas siguientes al asesinato del Rafa, los pibes se la pasaron jugando al ping pong, no podían concentrarse en otra cosa.
Carmen ingresó al Semillero en abril de este año, participando en el taller de cajones peruanos. Después se entusiasmó y aceptó la invitación a coordinar el espacio de los martes y viernes junto a Florencia, la psicóloga del grupo. El Semillero funciona actualmente en el centro comunitario Ruca Che, en el barrio Nahuel Hue, donde vive la familia de Rafael. Nahuel Hue quiere decir El lugar del Tigre.
El barrio está a la vera de la Ruta 40 y sus casas en su mayoría son de machimbre y cartón, con ventanas de nylon y calefacción a leña.
Carmen dice que para muchos chicos el espacio es como la casa de ellos. A veces son tres y otras como ayer, son 20.
Carmen es docente, usa el cabello largo y mira a los ojos. Quiere enseñarles a cultivar una huerta a los pibes porque dice que lo hace desde chica y “es una gran enseñanza para la vida”. Dice que hace años acompaña “los procesos de búsqueda de compañeros mapuches” aunque no tenga esas raíces familiares. Rafa se había decidido a encontrar su verdadera identidad.
“Mi lugar en el taller es casi siempre desde la conversación. Mientras cocinamos, en la previa al trabajo en la carpintería o mientras jugamos. Ahí lo fui conociendo al Rafa. En estos últimos tiempos había mermado un poco su asistencia. Creo que se estaba mirando más hacia adentro, en un proceso de conectarse con su pertenencia al Pueblo Mapuche. Pero cada tanto aparecía. El Rafa siempre estaba ahí para articular las palabras de sus compañeros. Apelaba a un llamado a la conciencia, a respetarnos, a escuchar las opiniones diversas”.
Carmen recuerda una situación reciente: “Había dos pibes en conflicto. Ya venían con una historia del fin de semana y algo los empezó a agitar. Primero se tiraron palabras, luego amenazas, ‘que te voy a cagar a trompadas, que ‘vamos a fuera’. No pasó nada porque esas cosas se atajan, se enfría la cosa, se calma y se busca hablar de lo que pasó. Y en ese momento Rafa intervino con unas palabras muy sabias. Dijo: ‘Los pibes saben que no se pueden cagar a trompadas. Lo que les pasa es que no son capaces de hablar, no saben decir lo que les pasa. No saben decirse lo que les molesta’. Era breve en sus palabras, después se iba. Y los pibes lo escuchaban”, cuenta.
Ella también relata que Rafa nunca se quedaba todo el taller. Estaba sólo un rato. “La semana anterior a irse al Lof apareció temprano, no sé porqué. Yo estaba en la cocina y se preparó unos mates. Justo había un libro ahí sobre mapuches y de ahí arrancó la conversación. Había unas palabras en mapuzungún y él me hizo algunas preguntas. Me contó que él conocía sobre eso. Sin decírmelo me dio a entender que le interesaba. Que quería saber más y que quería aprender la lengua, el mapuzungún, pero todavía no era el momento. Que tenía muchas ocupaciones primero, ‘muchas cosas que hacer’. Recuerdo que se puso a lavar los platos aunque no le tocaba, mientras yo cocinaba. Y ahí me contó quién era él. De sus oficios, que era muy bueno. Que lo buscaban para laburar y que él podía juntar la plata para hacerse la casa que quería. Quería hacer una huerta, quería hacer una arcada con dos árboles que plantó en la puerta. Trabajaba diez horas por día. Vivía en una casita de cuatro paredes de machimbre al lado de la casa de su hermano. Allí fue velado”.
Carmen también recuerda que le decía: “‘Pero vos ya tenés una casa Rafa’. Y respondía: ‘Sí, pero yo no puedo llevar ahí a la persona que voy a elegir para vivir conmigo. Porque yo quiero ofrecerle una casa de ladrillos, calentita’”, y agrega para terminar: “Me gustaría decir algo más. Creo que el Rafa –y me permito el atrevimiento de esta opinión–, era un militante mapuche, porque traía a sus pares una mirada que no era la urbana occidental. Estoy convencida que él hubiese sido un referente súper interesante para sus pares. Le cortaron las alas”.
Edith: conoció a la familia del Rafa en el Grupo Encuentro
Edith Espinoza empezó a trabajar en el Grupo Encuentro en 1991, en el barrio Jardín Botánico. Se dedicó a trabajar con chicos y jóvenes de sectores populares para “fortalecer vínculos de solidaridad, de juego, de trabajo, de pertenencia”. Ahora funciona en una sede propia dividida en una casa donde viven varios de ellos, el sector comedor y la panadería, donde se trabaja en forma profesional en la confección de pan, pizzas y bizcochitos.
Edith tiene rasgos patagónicos y habla pausadamente. Sus manos pequeñas están acostumbradas a levantar las grandes ollas de la comida. Dice que pasó noches buscando pibes en comisarías.
Todos los hermanos del Rafa pasaron por el Grupo. Ale y Ezequiel están actualmente en el taller de panadería. Edith conoció a Rafa cuando era adolescente y vagaba sin rumbo: “Nosotros podemos hablar de su entorno, que no fue favorable para él. La familia del Rafa es una de tantas familias que están olvidadas por el Estado. La familia no tenía mucha información sobre la vida del Rafa. Nosotros decimos que Rafa es uno de los pibes que se domicilia en la casa de sus compañeros, un poco donde le llega la noche, ¿no? No tenía contención. Son chiquitos que vivieron mucho en la calle, y eso trae consecuencias en su salud, en la falta de escolaridad. Uno de los hermanos que más se rescató fue el ‘Papa’, el mayor, que trabaja en la construcción y formó una familia. El hermano que le sigue tuvo muchos problemas de adicción. Se fue del grupo a los 9 años porque dijo que no podía dejar de consumir. Ahora es sordo y yo creo que es de tantas patadas que le dio la policía en la cabeza. La vida no les avisa que se va cuando ellos no quieren. Son pibes sin domicilio. Las políticas no son acordes a sus necesidades y no tienen una vida digna”.
Kevin: amigo de Rafa del barrio
Kevin tiene 19 años y se crió en el Grupo Encuentro. Dicen que de chico era violento. Hoy practica boxeo y participa del taller de cine que el equipo de comunicación del Colectivo Al Margen da en el Grupo. Su voz es grave y nasal, pausada. Cuando habla se agarra la visera, tapa la cara y ríe con el sonido de un trombón.
Dice que conoció a Rafa desde los 16 años: “A veces Rafita se quedaba en mi casa. Yo vivía con mi hermano y mis primos. Laburábamos juntos en el proyecto P.A.I.S. antes que lo cerraran. Ahí aprendió herrería. Era un pibe bueno. Tenía su movida, como todos los pibes. Pero no se enojaba porque sí, tenía que tener un motivo. Se hacía respetar hablando. Lo recuerdo jugando al fútbol o en la ronda de bolazos. Que era cuando empezábamos a descansar a alguno y nos cagábamos de risa y palo y palo. Le molestaba cuando los mayores le decían cosas que él ya sabía”.
Kevin cuenta que con Rafael hacían changas en una batucada: “Él se re manejaba con el repique. Nos pagaban para hacer hinchada en la cancha de un equipo de fútbol. Teníamos que improvisar en el momento, cantar y esas cosas. Nos cagábamos de risa y después nos comíamos un re asado. Nos ayudábamos. Si no llegábamos con la plata cada uno se mandaba un laburo y juntábamos para comer. Vivíamos así, mis primos, mis hermanos, dos amigos más y yo. A veces yo venía a dormir al Grupo. Me gustaba huevear con ellos. No lo veía hace rato. Fue un bajón. Era alta persona el chabón”.
Hernán: tutor de un taller del que participó Rafa
Hernán tiene 27 años. Porta una visera de rapero. Trabajó como tutor en un Centro Preventivo Local de Adicciones (CEPLA). Conoció a Rafa en varias actividades articuladas con los Centros de Atención y Articulación territorial (CAAT) en las que él participaba, como fútbol o esquí escolar: “Era un pibe muy centrado, tranquilo, relajado. Buscando otro camino. No estancándose en lo que nos pasó a varios diciendo ‘esto es lo que nos tocó’ sino con ganas de más. Mostrando que hay más allá del barrio. Eso era algo que se notaba de él. Esa fuerza, esa capacidad”, comienza Hernán su relato y suma: “Convengamos que su presencia era imponente. Su mirada, su persona, se notaba que era un referente. Con sus amigos era el que mantenía el foco, mantenía la tranquilidad. Iba a jugar al fútbol y siempre mantenía ese perfil que no voy a decir bajo sino de respeto. Le bajaba la verborragia a los pibes. A él lo conocían y podía tirar un ‘eh loco bajemos un cambio’. Él tenía esa capacidad. Nos daba alta mano, hacía que confiaran en nosotros porque creo que él confiaba en nosotros.
Hernán cuenta que cuando se juntaban en las reuniones de esquí las discusiones eran sobre cómo había que comportarse en el cerro, qué tipos de cuidado había que tener: “Ya sabemos cómo es la gente del cerro…si llega a faltar algo le van a echar la culpa a los pibes, aunque no sean ellos. Como ha pasado que nos han dicho: ‘¿qué onda los pibes? A ver, vamos a revisar sus mochilas…’ Entonces en las reuniones los pibes salían con ‘eh, a mi qué me va a decir, que pum que pan!’. Y Rafa bajaba los cambios. Decía: ‘che, escuchemos a los profes, que vamos a subir todos al cerro, que vamos a esquiar’. A nosotros nos podían contestar ‘ehh, a mi qué!’, pero a Rafa no le iban a contestar así”, explica.
Hernán dice estar orgulloso de Rafa porque encontró y peleó por sus raíces: “Se reconoció”, dice.
D: compañero de Rafa en un Centro Recreativo
D dice que no acepta poner su nombre completo en la nota, que prefiere el anonimato. Se sienta en el cordón de la panadería comunitaria donde trabajaba, con murales pintados y revoque a la vista. Hace una pausa en una semana que, dice, fue triste.
Acaba de regresar de un viaje con sus compañeros del taller de cine. Siente que quiere ser camarógrafo. Entonces habla de Rafa. Lo hace como si lo hubiera visto hace unos minutos. Con la misma familiaridad con la que jugaban y compartían esos instantes fugaces que nunca olvidará: “Con Rafa íbamos a un centro recreativo llamado San Ceferino y compartimos tiempo cuando éramos pequeños, era re piola. Nos mudamos y nos volvimos a encontrar en el mismo barrio. Ya éramos grandes. Compartíamos el futbol, jugar con instrumentos musicales y algunos campamentos”. Para D Rafa “era mala persona si lo molestabas”. Se defendía. “Te cagaba a guantes –dice–, se manejaba el chabón”. Pero cuando era tu amigo compartía todo: “Si tenía un paquete de galletitas y éramos un montón, lo tiraba a la cancha. Compartir una birra, un cigarrillo. Le salía del corazón”.
D asegura que con Rafa no hablaban mucho pero era “una terrible persona en el buen sentido”, y agrega: “Te veía en la calle te saludaba, no era asqueroso. La última vez que lo vi me pidió un pucho y me preguntó algo que ahora me acuerdo. Me saludó todo bien. Lo que hicieron con él es algo muy feo. Se está poniendo re heavy, da miedo salir a la calle. Era un flaco solidario. Te ayudaba. Así quiero recordar a Rafa”.
Fotografías: Eugenia Neme
Por Fabián Viegas Barriga y Juan Manuel Mannarino
Para Nuestras Voces y Equipo de Comunicación Popular Colectivo al margen