(Por Bernardo Penoucos – APe).- “Cuando encontré a mi hijo tirado en el barrio inconciente, cuando vi que no respiraba, y cuando llamé a la ambulancia que nunca llegó, el mundo se me vino abajo, no podía ni entrar en razón ni entender nada”. Pero su transformación interior abrió otros caminos. “Me lo abrió a mí, a mi familia y creo que también a muchos de los pibes del barrio”. Porque “mi casa se transformó en una bicicletería repleta de pibes”. Así cuenta Sergio su historia a APe, en su casa pegada a las vías del tren, en el corazón profundo de Villa Italia, en Tandil.
Hay experiencias sociales en el plano de la niñez y la adolescencia que lograron escaparse de la mecanicidad propia de programas preestablecidos y de políticas sociales repetitivas y sordas vinculadas a los pibes, experiencias comunitarias que, ante la respuesta punitiva y focalizada del Estado, pudieron entender la construcción social de la realidad desde otro paradigma y desde otra territorialidad posible. Desde otras significaciones válidas, desde otro lenguaje y con otro horizonte.
Sergio Núñez, trabajador de la construcción y habitante de Tandil, así lo entendió desde su historia.
El año pasado encontró a su hijo adolescente inconciente y mal herido a pocas cuadras de su casa. En el barrio de Villa Italia, un grupo de pibes había lastimado hasta dejarlo inmóvil y tirado en el medio de la calle. Su hijo casi no respiraba cuando él, entrada la noche, lo encontró ante el aviso de los vecinos. Los pibes que lo golpearon eran más chicos que él y del mismo barrio.
A Sergio se le cruzó varias veces la idea fija de devolver ese dolor con la misma moneda para que la rabia y la ira se aplaquen. Primero buscó por el lado judicial, denuncias, marchas y foros contra la inseguridad, entrevistas con funcionarios y promesas vacías, pero algo en el ya latía desde otro lugar, algo no cerraba, algo no terminaba de convencer desde los discursos instalados que le llegaban de a montones. La cosa no iba por ahí, me dice Sergio mientras le cambia la yerba al mate y tira dos o tres leñitas más en el hogar a leña, ese hogar que escupe el humo para dentro y para afuera y que llega manso hasta las vías del tren que parte la ciudad en dos.
Sergio me habla de la imputabilidad y de la inimputabilidad, me dice que junto a sus compañeros de “Victimas por la Paz” recorrió la cárcel de Olmos, habló con los detenidos y fue descubriendo ese subsuelo y esos otros relatos que no salen en la tele ni en los diarios. Me dice, también, que desde aquel día en que encontró a su hijo así, emprendió un camino distinto porque las respuestas que empaquetadas le venían desde el Estado no le alcanzaban ni lo calmaban. Entonces fue a buscar a cada uno de los pibes que lastimaron a su hijo, no fue cuestión de horas, ni de días, ni de semanas; los pibes cuando lo veían rajaban y se iban bicicleteando lejos por el barrio.
Entonces fue charlando con cada uno de ellos, individualmente; les pregunto por qué lo habían hecho, por qué estaban enojados, pero también les pregunto qué les gustaría hacer, si tenían sueños o no, si tenían fracasos, si tenían miedos. Los pibes agachaban la cabeza y revolvían con las zapatillas la tierra del barrio en forma de círculo. Pero él insistió y comenzó a lograr poner en superficie esos anhelos ocultos de esos pibes de 14 y 15 años que todos los días se juntaban en la esquina. Y en esa superficie se fueron encontrando y se fueron construyendo desde ese otro lenguaje posible.
A mí me gustaría ser peluquero, a mí me gustaría arreglar motos, yo nunca pensé en que me gustaría, a mí me gustaría tener una bicicletería. Los pibes se iban soltando con Sergio de a poco y con un manto de vergüenza y sorpresa en los rostros, a muchos de ellos era la primera vez que alguien les preguntaba, por lo menos, algo.
El camino de deconstrucción que inició Sergio le costó discusiones hacia dentro y hacia afuera, con su esposa primero y con sus hijos después, sobre todo con su hijo lastimado, que no podía entender cómo su papá quería ayudar a sus agresores. “La primera noche que le planteé esto a mi familia dormí solo y mi hijo se me fue. Fue muy duro para mí, no fue fácil contarles y decirles por qué lado quería ir yo. Después lo fueron entendiendo y hoy mi mujer y mis hijos me acompañan en el proyecto”.
En el patio de Sergio las bicicletas parecen árboles de todos colores, bicicletas enteras, algunas sin una rueda, otro sólo con su cuadro despintado, lo mismo que en el techo de la casa, el cielo se confunde entre pedales, manoplas y cubiertas. En ese patio se juntan todos los días más de 15 pibes que junto con Sergio inauguraron la primera Bicicletería Social de Tandil. Allí se encuentran su hijo con quienes lo golpearon, allí se encuentra Sergio con su emprendimiento. Los pibes reciben bicicletas y las reacondicionan, algunas las venden y otras las donan. Aprendieron el oficio del bicicletero y aprendieron el oficio de la escucha. Cuando no hay bici que arreglar los pibes aparecen igual o pasan para saludar o tocan la puerta para decir que están. La casa de Sergio se transformó, la cotidianeidad se vio alterada, es otra la organización familiar y es otra la perspectiva.
Estas experiencias deconstruyen los discursos instalados y las prácticas que hace tiempo fracasan. Detrás de cada gorra hay un pibe con su historia, me repite Sergio como poniendo a disposición una síntesis, una explicación, un sentir y un pensar. Allí, en ese patio, se teje la verdadera política social y también la verdadera política de seguridad.
Entre bicicletas, gorras y piberío la otra realidad también es posible porque se está escribiendo y porque se está contando; por eso es posible: porque existe.
Entre los rayos de las ruedas circulan las voces de los pibes, la pertenencia a un espacio que nunca existió antes, la posibilidad de por fin comenzar a decir.
Ojalá que estas voces y estos relatos desborden la casa de Sergio, como ese humo que sale de su hogar e inunda la vía cercana, como ese calor y como esa resistencia. Ojalá esta experiencia trascienda los límites de lo posible y se instale como referencia colectiva en la ciudad de Tandil.
Fotos: La Nación