“La ley está en juicio. La anarquía está en juicio. El gran jurado ha escogido y acusado a estos hombres porque fueron los líderes. No son más culpables que los miles que los siguieron. Señores del jurado, condenen a estos hombres, denles un castigo ejemplar, ahórquenlos y salven nuestras instituciones, nuestra sociedad”. (Alegato del fiscal Grinnel en el juicio contra los ocho de Chicago)
(Jorge Montero/El Furgón ) El 1 de mayo de 1886 la ciudad de Chicago amaneció con una agitación sin precedentes. Los movimientos de huelga de los trabajadores que exigían la jornada de trabajo de 8 horas, se mezclaban con los lock-out patronales.
En pleno corazón de Estados Unidos, la tierra de las promesas y de las posibilidades ilimitadas para miles de esperanzados inmigrantes, pero al mismo tiempo de la explotación más descarnada de los trabajadores, más de 40 mil asalariados ganaron las calles.
Fueron principalmente los obreros emigrados los que iniciaron la campaña reivindicativa por las 8 horas de trabajo desde las páginas del Arzbeiter-Zeitung, diario anarquista en idioma alemán. En nombre del desarrollo capitalista se obligaba a trabajar 14, 16 y hasta 18 horas -como en los ferrocarriles-, incluyendo a mujeres y niños desde los seis años.
Los periódicos estadounidenses, en manos de los capitalistas, incitaban abiertamente a la población a combatir con armas en la mano contra los “agitadores extranjeros que quieren destruir los sagrados valores americanos”. Siendo bendecidos por la iglesia, que por supuesto callaba cualquier referencia a la explotación en nombre del destino de los pobres y la resignación.
El New York Times alertaba: “Las huelgas para obligar al cumplimiento de las ocho horas pueden hacer mucho para paralizar nuestra industria, disminuir el comercio y frenar la renaciente prosperidad de nuestra nación, pero no lograran su objetivo”.
El Indianapolis Journal afirmaba: “Los desfiles callejeros, las banderas rojas, las fogosas arengas de truhanes y demagogos que viven de los impuestos de hombres honestos pero engañados, las huelgas y amenazas de violencia, señalan la iniciación del movimiento”.
Los enfrentamientos no se hicieron esperar. A la multiplicación de los despidos, los capitalistas sumaron la contratación de rompehuelgas, y el reclutamiento de un ejército de matones entre los bajos fondos de las ciudades y organizaciones del hampa (los pinkertons) para la represión. Junto a ellos, guardias blancas integradas por hijos de familias burguesas. Algo que no fue ajeno a nuestro país, donde la Liga Patriótica Argentina, permitida por Hipólito Yrigoyen y protegida por la policía, tuvo activa participación en las masacres obreras de 1919, durante las huelgas en los Talleres Vasena, en lo que se dio en llamar la Semana Trágica.
En Chicago, donde las condiciones de los trabajadores eran mucho peores que en otras ciudades del país, las movilizaciones siguieron el 2 y 3 de mayo. La única fábrica que trabajaba era la de maquinaria agrícola Mc Cormick, que estaba en huelga desde el 16 de febrero porque querían descontar a los obreros una cantidad de sus salarios para la construcción de una iglesia, y ya habían sufrido el despido de 1.200 trabajadores. La producción se mantenía a base de esquiroles.
El día 2, la policía había disuelto violentamente una manifestación de más de 50.000 personas y el 3 se celebraba una concentración en frente de sus puertas. Cuando estaba en la tribuna el anarquista August Spies, sonó la sirena de salida de un turno de rompehuelgas. Los concentrados se lanzaron sobre los rompehuelgas, comenzando una batalla campal. Esta fue la excusa justa para la intervención policial, que abrió fuego a mansalva dejando un saldo de seis trabajadores muertos y más de cincuenta heridos.
Adolph Fischer, redactor del Arbeiter-Zeitung, corrió hacia la imprenta del periódico para imprimir 25.000 folletos que proclamaban: “Trabajadores: la guerra de clases ha comenzado. Ayer frente a la fábrica Mc Cormick se fusiló a los obreros. ¡Su sangre pide venganza!
”¿Quién podrá dudar ya que los chacales que nos gobiernan están ávidos de sangre trabajadora? Pero los trabajadores no son un rebaño de carneros. ¡Al terror blanco respondamos con el terror rojo! Es preferible la muerte que la miseria.
”Si se fusila a los trabajadores, respondamos de tal manera que los amos lo recuerden por mucho tiempo. Es la necesidad que nos hace gritar: ¡A las armas!
”Ayer, las mujeres y los hijos de los pobres lloraban a sus maridos y a sus padres fusilados, en tanto que en los palacios de los ricos se llenaban vasos de vino costoso y se bebía a la salud de los bandidos del orden…
”¡Secad vuestras lágrimas, los que sufrís!
”¡Tened coraje, esclavos! ¡Levantaos!”.
La proclama terminaba convocando a un acto de protesta para el día siguiente, el 4 de mayo, a las cuatro de la tarde en Haymarket Square.
Más de 15 mil trabajadores participaron del mitin. Nuevamente la policía, bajo las órdenes del capitán Bonfield, irrumpió en el parque baleando a la multitud y provocando una masacre. Como respuesta a la feroz represión, fue arrojada una bomba de mano que ocasionó bajas entre los uniformados.
La burguesía declaró el “estado de sitio” en la ciudad de Chicago y centenares de trabajadores fueron encarcelados. Entre ellos la dirección anarquista del movimiento, sobre la que cayó todo el peso de la justicia patronal.
Nuevamente la prensa exigió tomar medidas ejemplificadoras, justificando la sangrienta represión y atizando una campaña contra los dirigentes obreros: “Qué mejores sospechosos que la plana mayor de los anarquistas. ¡A la horca los brutos asesinos, rufianes rojos comunistas, monstruos sanguinarios, fabricantes de bombas, gentuza que no son otra cosa que el rezago de Europa que buscó nuestras costas para abusar de nuestra hospitalidad y desafiar a la autoridad de nuestra nación, y que en todos estos años no han hecho otra cosa que proclamar doctrinas sediciosas y peligrosas!”.
El proceso de Chicago fue una parodia montada para disimular la masacre policial.
“Estos hombres han sido seleccionados… haced escarmiento con ellos, ahorcadles y salvaréis a nuestras instituciones, a nuestra sociedad”, bramó el fiscal.
George Engel (alemán, 50 años, tipógrafo), Adolf Fischer (alemán, 30 años, periodista), August Vincent Theodore Spies (alemán, 31 años, periodista), Albert Parsons (estadounidense, 39 años, periodista), Louis Lingg (alemán, 22 años, carpintero), Samuel Fielden (inglés, 39 años, obrero textil) y Michael Schwab (alemán, 33 años, tipógrafo) fueron sentenciados a la pena capital, mientras Oscar Neebe (estadounidense, 36 años, vendedor) era condenado a quince años de trabajos forzados.
Al aproximarse el día de la ejecución, cambiaron las sentencias de Fielden y Schwab a cadena perpetua. Louis Lingg apareció muerto en su celda, un fulminante de dinamita le voló la tapa de los sesos. Sin más opciones, este fue su acto final de protesta.
Al mediodía del 11 de noviembre de 1887 sus carceleros los vinieron a buscar para llevarlos a la horca. Los cuatro (Spies, Engel, Parsons y Fischer) compañeros de lucha y de sueños emprendieron el camino entonando La Marsellesa Anarquista en aquel día que después sería conocido como el viernes negro.
“Salen de sus celdas. Se dan la mano, sonríen. Les leen la sentencia, les sujetan las manos por la espalda con esposas, les ciñen los brazos al cuerpo con una faja de cuero y les ponen una mortaja blanca como la túnica de los catecúmenos cristianos. Abajo está la concurrencia, sentada en hilera de sillas delante del cadalso como en un teatro… Firmeza en el rostro de Fischer, plegaria en el de Spies, orgullo en el de Parsons, Engel hace un chiste a propósito de su capucha, Spies grita: ‘La voz que vais a sofocar será más poderosa en el futuro que cuantas palabras pudiera yo decir ahora’. Les bajan las capuchas, luego una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos caen y se balancean en una danza espantable”. Es el relato de José Martí sobre la ejecución, en ese entonces corresponsal del periódico La Nación de Buenos Aires.
Más de 100 mil trabajadores acompañaron en una manifestación sin precedentes los restos de los Mártires de Chicago hasta el cementerio de Waldheim. Aún resonaban las palabras que August Spies dirigió a sus verdugos: “Mi defensa es vuestra acusación. Las causas de mis supuestos crímenes, vuestra historia. Ya he expresado mis ideas. Ellas constituyen una parte de mí mismo. Y si pensáis que habréis de aniquilar estas ideas, que día a día ganan más y más terreno, enviadnos a la horca”.
El drama de Chicago conmovía a la clase obrera en todas las latitudes y se convertía en eje central de su lucha. Se generalizaron las acciones en diversos países para imponer la jornada de 8 horas, y la fecha del 1 de mayo (la del primer intento de huelga general de los trabajadores en Estados Unidos) se convirtió en bandera, instituyéndose como Día Internacional de los Trabajadores.
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131 años después de aquel 1 de mayo, los trabajadores argentinos seguimos debatiéndonos entre la unidad y la disgregación. Los actos se multiplican, cada cual más verborragico y repleto de consignas radicalizadas. Son impulsados por organizaciones y agrupamientos que se disputan el reconocimiento como “única expresión auténtica de los que luchan”, mientras no hacen más que aumentar la confusión y divisiones del movimiento obrero, sin poder ocultar la ausencia de una estrategia proletaria frente a la gravísima crisis del sistema capitalista, ya no en Argentina, sino en todo el planeta.
Muy lejos parece haber quedado aquel 1890, cuando organizado por el Club Socialista Vorwarts, sumando a otras representaciones obreras y a la mayoría de los círculos de residentes extranjeros, se conmemorara por primera vez el 1 de mayo en nuestro país. Más de 1.800 trabajadores se reunieron en el Prado Español, en el barrio de La Recoleta, escuchando a los oradores del mitin hablando en alemán, francés, italiano y castellano -expresión de un alto nivel de conciencia y de identificación con las luchas proletarias internacionales-, ante los ojos inquietos de la burguesía.
El diario oligárquico La Nación señalaría al día siguiente con regocijo que “había en la reunión poquísimos argentinos, de lo que nos alegramos muchísimo”. Para agregar, tratando de ridiculizar el acto, que el acto estaba presidido por una insignia punzó a la manera de los rosistas (haciendo referencia a las banderas rojas).
Otro periódico patronal nacionalista, La Patria, comentaba sardónicamente: “Todos los oradores hablaron en el sentido de que era necesario que se aumentaran los salarios y se disminuyeran las horas de trabajo, lo que es algo que sobrepasa los límites de lo excelente”, sintiendo el escozor del mitin.
Pese a las amenazas de las patronales y a la actitud burlona y desdeñosa de la prensa burguesa, aquel primer acto se multiplicó en Rosario, Bahía Blanca y Chivilcoy.
Muy pronto las manifestaciones obreras del 1de mayo fueron multitudinarias en Argentina y en todo el planeta. Eran actos de protesta y de lucha. Hasta que la perfidia burguesa pretendió transformar la irreconciliable contradicción entre el capital y el trabajo, en sostén de la conciliación de clases mediante la implementación de la “Fiesta del Trabajo”.
En marzo de 1933, la Federación de Sindicatos Alemanes (ADGB), socialdemócrata, escribe al nuevo canciller alemán Adolf Hitler: “Los sindicatos no pretenden actuar directamente en el terreno que es propio de la política estatal. Su deber es más bien el de encausar las peticiones de los trabajadores en relación con las medidas de política social y política económica del gobierno”.
Poco tiempo después, Hitler decretaba como “fiesta nacional” el 1 de mayo, mientras la dirección de la ADGB invitaba a sus inscriptos a participar activamente del festejo. Era la señal de la capitulación definitiva. El 2 de mayo, con una acción coordinada en toda Alemania, comandos de las SS y de las SA ocupan las sedes de los sindicatos sin encontrar resistencia alguna. De esta manera, la organización que expresaba la más antigua y poderosa organización de la clase obrera alemana se sometía vergonzosamente a la violencia de la dictadura nazista.
En nuestro país, ya el gobierno de Marcelo T. de Alvear, en 1925 había declarado feriado nacional el 1 de mayo, comenzando con la operación de cooptación de los sindicatos, para desligarlos de todo contenido combativo, realizando un “homenaje al trabajo”.
Pero fue a partir de 1946 que el Día Internacional de los Trabajadores fue institucionalizado definitivamente, convirtiéndose en la “Fiesta del Trabajo”.
El diario Democracia, en su edición del 2 de mayo de 1949, sintetiza la operación desarrollada por el gobierno de Juan Domingo Perón: “La celebración del día de los trabajadores, que no hace muchos años se limitaba a rencorosas expresiones de rebeldía y a tumultuosas manifestaciones callejeras presididas por la bandera roja, es ahora un acontecimiento que congrega al país entero en un mismo impulso de júbilo y gratitud”.
Gran escenario en Plaza de Mayo, presidido por el gobierno y la CGT, concurrencia multitudinaria de los sindicatos con sus trabajadores encuadrados, himno nacional y marcha peronista, el discurso inflamado del líder: “Sea este 1 de mayo la fiesta de un gobierno y de un pueblo trabajador, fiesta de hermanos que se reúnen en este acto sincero de argentinos, sin distinción de jerarquías, ni de castas, ni de clases. Todos iguales, con los mismos derechos y las mismas obligaciones, frente a la Patria y frente a la historia” (Perón 1/5/1948). Finalmente, un festival artístico, desfile de carrozas y la infaltable elección de la “Reina del Trabajo”.
La estatización de los sindicatos, la despolitización obrera (“de casa al trabajo y del trabajo a casa”), y la promoción de una cultura nacional y popular que plasmara en la conciencia de los trabajadores la ideología de conciliación de clases, ajena a los orígenes del movimiento obrero argentino y a cualquier perspectiva internacionalista, completaron el desplome de la conciencia de la clase obrera.
A pesar de los reveses, la historia de lucha del movimiento obrero continuó y es fecunda. Han sido arduos los intentos por alcanzar y mantener la independencia política y organizativa, dotando a los trabajadores de un programa de acción frente a la crisis: el Partido Laborista (antes de su cooptación y destrucción por el peronismo), La Falda en 1957 y Huerta Grande en 1962, la experiencia de la CGT de los Argentinos, las Coordinadoras de Cuerpos de Delegados, Comisiones Internas y Gremios en Lucha de 1975, los debates de la Propuesta Política de los Trabajadores y los encuentros de Burzaco y Rosario de 1991 y 1992, todos hitos en el derrotero de la clase trabajadora.
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Ahora la sangre hierve al comprobar que tanto sacrificio, tanta esperanzada entrega, tantas generaciones en pie de lucha, desembocaron en este oscuro período de mediocridad y cobardía que, por momentos, parece constituirse en rasgo nacional, en esta confusión de ideas y valores con que Argentina recorre el primer tramo del siglo XXI.
La certeza de que se trata apenas de un instante en la historia no hace menos cruda la realidad. Pero basta con la irrupción de un nuevo ciclo de luchas reivindicativas, como el que estamos atravesando, para aventar cualquier forma de decepción o pesimismo. Y se reactualizan debates cruciales para el movimiento obrero: cómo superar el estado de fragmentación y la tenaza que conforman el “progresismo posibilista” y el “sectarismo paralizante”; cuál es la relación entre la demanda sindical y la lucha política; de qué manera terminar con las cúpulas sindicales comprometidas y dependientes de las clases dominantes.
“Nada se pierde, todo se transforma”, asegura la primera ley de la termodinámica. La inmensa energía producida por las luchas del pasado es parte inseparable de las búsquedas del presente.
Una vez más está planteada la posibilidad de lograr la urgente e impostergable unidad social y política de la clase trabajadora en su conjunto -ocupada, desocupada y precarizada-, dando una lucha frontal contra la conciliación de clases, incorporando la búsqueda de mecanismos concretos que hagan posible una respuesta regional a las políticas impulsadas por los capitalistas y el imperialismo para contrarrestar su crisis.
Un objetivo que no puede ser separado de una instancia práctica en la cual soldar la masa proletaria de explotados y oprimidos. Es decir, una herramienta política capaz de incorporar los sueños y la fuerza de millones de trabajadores de los más diversos orígenes ideológicos y políticos, reencontrados tras una bandera a la que reconocen como propia y levantan en común. Haciendo así suyas, definitivamente, las palabras con las que Georg Engel enfrentó en 1887 a sus verdugos:
“¿En qué consiste mi crimen? En que he trabajado por el establecimiento de un sistema social donde sea imposible que mientras unos amontonan millones, otros caen en la degradación y la miseria. Así como el agua y el pájaro son libres para todos, así la tierra y las invenciones de los hombres de ciencia deben ser utilizadas en beneficio de todos. Vuestras leyes están en oposición con la naturaleza y mediante ellas negáis a las masas el derecho a la vida, a la libertad y al bienestar. No combato individualmente a los capitalistas, combato al sistema que reproduce sus privilegios. Mi más ardiente deseo es que los trabajadores sepan quienes son sus enemigos y quienes sus amigos”.