La mirada meritocrática del macrismo llega tambien al debate acerca del modelo de universidad que logramos durante los gobiernos kirchneristas y la propuesta macrista asociada al recorte y la “eficiencia”. Por eso esta nota se propone profundizar algunas ideas sobre el nivel superior en nuestro país.
¿Qué es esto de universidades por todos lados?
La tradición educativa en la Argentina está históricamente signada por su gratuidad y su relativa facilidad de acceso. Si bien esto se cumple sólo en los grandes centros urbanos del país, en los últimos años crecieron las posibilidades de acceso al nivel superior, y es de esperarse que la demanda educativa siga creciendo en el futuro gracias a la ampliación de la obligatoriedad del nivel medio. La educación en la Argentina tiene un carácter de sistema, es decir, que se encuentra articulada y legislada desde el nivel inicial hasta el superior. De estos niveles sólo hay tres que son obligatorios: preescolar, primaria y secundaria, que contabilizan 14 años (desde sala de 4 hasta quinto año del secundario).
El nivel superior en Argentina, comprendido por carreras terciarias y universitarias (de grado y posgrado) tiene ciertas características que lo destacan en la región. En primer lugar, es no arancelada; países como Chile tienen un sistema completamente privado que lo hace inaccesible a los sectores sociales más bajos y compromete de por vida a las familias de los sectores medios. En segundo lugar, su facilidad de acceso; por ejemplo, Brasil tiene un examen de ingreso selectivo, el Vestibular. En tercer lugar, una distribución federal: todas las provincias tienen una o más universidades, concentrándose la mayor cantidad en la zona de la Capital Federal y el Gran Buenos Aires.
A lo largo del Siglo XX se consolidó un proceso de masificación del nivel superior. La cantidad de universidades en Argentina creció más de cinco veces desde 1960, en esa década había 9 casas de altos estudios nacionales, mientras que a 2010 sumaban 47. Entre estos casos están Comahue (fundada en 1971) y Universidad de Río Negro (en 2007), las dos que funcionan en Río Negro-suman casi 40.000 estudiantes entre todas sus sedes-. Según las estadísticas del Ministerio de Educación la cantidad de estudiantes creció de forma similar: hacia 1960 se contaban 160.000, un 0,8% de la población total; en 2010, las cifras indicaban 1.700.000, un 4,7% de la población. Estas cifras relativas son superiores a las de países latinoamericanos con grandes sistemas universitarios como México o Brasil.
Sin embargo, este enorme crecimiento no fue acompañado por un crecimiento presupuestario proporcional sino hasta los últimos años. El anuario estadístico de la cartera de educación muestra que entre 2003 y 2013 se pasó de una participación del PBI de 0,48% a 1,08%; en números concretos: de $2.146 millones a $27.577 millones. Es decir, se aumentó el presupuesto universitario en más de 1.000%.
La crítica que se reproduce en algunos medios (Infobae, Clarín, entre otros) es que este crecimiento de la matrícula y las universidades no se acompaña de una democratización del acceso al nivel superior, por ejemplo, el mismo presidente Macri se sumó a estos cuestionamientos. Quienes sostienen esto argumentan que los sectores de ingresos sociales más bajos no llegan al nivel superior. Esta afirmación es parcialmente cierta. Si bien la universidad es un bastión de la clase media, las estadísticas de la Secretaria de Políticas Universitarias muestran una distribución pareja entre los sectores medios y bajos de ingresos en cuanto al ingreso a la universidad.
Otro de los argumentos recurrente en los medios y funcionarios del gobierno macrista es la baja correlación entre cantidad de alumnos y egresos. En la década 2003-2013 la cantidad de estudiantes creció con una tasa de 0,9 interanual, mientras que la cantidad de egresos lo hizo con una tasa de 3 puntos. Esto significa una mejoría en términos numéricos. Sin embargo, Yamil Santoro, miembro de Cambiemos, escribió en una nota en el diario Perfil que la universidad pública en la Argentina es poco competitiva si se la compara con la brasilera, que tiene un índice de egreso dos veces superior a la de nuestro país. También el flamante Secretario de Asuntos Universitarios, Albor Cantard, se mostró preocupado por la baja cantidad de egresados que tienen las universidades estatales: según el funcionario, egresan tres de cada diez que ingresan.
La medición del éxito de una política en términos de números suele ser el camino más corto para evaluar su eficiencia y el que más fácil impacta en titulares, pero deja de lado aspectos que son difíciles de encajar en estadísticas como son la matrícula, la tasa de egresos y de deserción. Al mismo tiempo que tienden a reproducir una idea retrógrada sobre quiénes son los destinatarios naturales de la universidad: aquellos que, por sus propios medios, pueden ingresar, permanecer y graduarse. Es decir, los que puedan sobrevivir a ella.
A nivel universidad, por ejemplo, el prestigio no tiene cifras. Como tampoco puede medirse el impacto que tiene en cada egresado contar con un título universitario ¿Cómo se mediría el grado de orgullo y satisfacción? Para algunos será cumplir un mandato familiar o será un escalón de la carrera académica; pero para muchos, el paso por la universidad, representa una posibilidad de acceder a mejores posibilidades que las que sus padres tuvieron.
La experiencia individual
La experiencia universitaria no puede reducirse a la relación entre el alumnado y los egresos, si así fuera sería sólo a un tránsito inequívoco de principio a fin por un camino académico prefabricado. ¿Dónde queda la marca que deja este nivel en los que pasan por él? Según un estudio realizado en la Universidad de Rosario, hay aspectos como la socialización, la salida del ambiente conocido, la mayor autonomía. No sólo se aprenden conocimientos académicos, sino que el paso por la universidad representa un desafío mayor.
Un estudiante de la carrera de Letras compartió un testimonio de su experiencia en la UNRN, a la que calificó como formativa, más allá de lo académico. A Diego, que es el primer estudiante universitario en su familia, le resultó difícil la adaptación, más allá de haber transitado por el curso de ingreso y de cursar la materia Vida Universitaria. “Hay una cuestión de no querer abrir la boca, por miedo. Pero tuve la suerte de cursar con compañeros que ya habían pasado por la universidad -gente con una licenciatura-, de los que pude aprender mucho.”.
No sólo es cuestión de lidiar con lo burocrático, también a convivir con la universidad. Como señala la pedagoga Sandra Carli, cuando un estudiante ingresa “La percepción de la ausencia, falta o precariedad de la organización parece exceder la dimensión desconocida que toda institución es para un recién llegado.”. Se necesita encontrar formas de sobrevivir a la dificultad y esto impacta en toda la persona, no sólo en su aspecto académico. En la mayoría de las grandes universidades (UBA, UNC, UNLP) este aspecto se acentúa debido a la gran burocracia imperante. Las nuevas buscan hacer más accesible este aspecto, como relataba Diego, quien reconoce que otra institución le hubiera resultado más lejana por provenir de una familia sin experiencia previa.
El paso por la universidad no solamente puede medirse en términos de estadísticas, ya que estas no pueden determinar el éxito o no de una política educativa en términos individuales. La expansión de derechos en materia educativa hace entrar en agenda al nivel superior no como exclusivo de quien puede, sino como posible para quien quiere. La tendencia elitista de principios del Siglo XX perdió frente a la masificación que tuvo la universidad. En este sentido no hay vuelta atrás y difícilmente algún gobierno pueda cercenar este derecho conseguido.
Por Agustín Assaneo
Equipo de Comunicación Popular Colectivo al Margen