El crimen del policía Lucas Muñoz causó un gran impacto no solo en Bariloche, sino también a nivel nacional por los ribetes mafiosos del caso que involucra a la propia fuerza de seguridad en el crimen. La abogada e investigadora Ileana Arduino analiza el origen de una problemática que trasciende las fronteras rionegrinas.
“Para los investigadores quedó claro que Muñoz se enteró de un hecho ocurrido en un ámbito donde se cruzan la explotación sexual y el tráfico de drogas. Quiso denunciar ese episodio y un grupo de policías, en complicidad con un pesado delincuente de esta ciudad, lo asesinaron.”
La Nación, 14/08/ 2016
Cuando las principales pistas apuntan a miembros jerárquicos de la institución policial a la que pertenecía la víctima, tanto en la comisión del homicidio como en relación con el encubrimiento posterior, debemos poder leer eso como expresión de algo mucho más denso que la desviación ocasional de un grupo de policías que deciden responder mafiosamente.
Quisiera remarcar el hecho como vector de una cierta pedagogía con clivaje institucional. El caso es impresionante, más allá del impacto público. Bajo nociones como las de pedagogía de la crueldad que ha provisto en sus imprescindibles análisis Rita Segato, vale la pena preguntarse ¿Cuál es el destino de esa violencia instrumental y expresiva entre miembros de la misma corporación policial? ¿Cómo reciben esto los demás integrantes de las fuerzas de seguridad? ¿De qué daría cuenta ese acople entre crimen y encubrimiento en mano de otros policías?
El abordaje en el campo judicial va a producir sobre el caso, en el mejor de los casos, una cierta verdad construida mediante el enjuiciamiento y sentencia sobre lo que allí ocurrió, siempre en el plano de las responsabilidades individuales. A menos que, como muy excepcionalmente ocurre, sea la escena en que se corre el velo, entre los tantos velos de impunidad que envuelven a la institucionalidad policial en plena democracia. Por eso es importante encontrar preguntas para comprender qué de la propia institucionalidad policial soporta y posibilita estos casos.
En este punto, creo que vale la pena explorar o evocar en la reflexión otros escenarios recurrentes. Por un lado, pensar en una cierta continuidad entre las violencias que a diario son dirigidas con sistematicidad a jóvenes de sectores populares, como objeto privilegiado de disciplinamiento del campo popular, estén o no vinculados al mundo que a su vez, la propia policía, contribuye a configurar como “lo delictivo”.
La reacción de los policías involucrados en el hecho o en su encubrimiento, podría ser analizada también bajo las formas en que escrutamos habitualmente las prácticas policiales violentas puertas afuera, sobre lo que en principio se supone, ocurre cuando “hacen su trabajo”. En casos como el de Lucas Muñoz, donde quien señala es un policía, un propio, que expone que delitos graves están siendo protagonizados por otros policías, bien vale la pena detenerse y preguntarnos por la coincidencia y continuidad en los métodos utilizados, como estrategia de silenciamiento y disciplina.
Por otro lado, no es nada irrelevante que se trata de instituciones configuradas bajo la articulación de unas múltiples formas de jerarquía. Algunas más formales, como los escalafones y la antigüedad; otras más informales pero con mucho peso, tales como las derivadas de los roles, más o menos operativos, más o menos prestigiados, los linajes familiares, los respaldos extra institucionales, etc.
Esa malla de relaciones, saberes y formas de vínculos que tiene cierta estabilidad, también se asegura por invocación jerárquica. Para comprender esa amalgama debemos mirar los sistemas disciplinarios, su uso frecuente como mecanismo de ejercicio de la autoridad por la autoridad misma, además de orientarse a la ratificación de una cierta moralidad o estilo de lo que se supone un buen policía es: el largo del cabello, la presencia, los minutos de puntualidad, pueblan los legajos policiales. Muchas veces, además, están asentados en leyes orgánicas muy antiguas, regulaciones laxas que hacen de la arbitrariedad disciplinaria y del “porque yo lo digo” un sello distintivo. Completa la tarea la ausencia completa de garantías mínimas de defensa para los acusados.
Esos esquemas, lejos de hacer de la disciplina un instrumento de la gestión del servicio policial, favorecen el uso extorsivo en cuyo nombre se deciden otras cosas. No es casual que esos mecanismos de control sean propios de instituciones policiales que consideran que, en términos institucionales, el verdadero crimen es lavar el trapo sucio fuera de casa y que repelen toda forma de control externo.
Así, se exacerba la noción de cadena de mano y disciplina para estimular el silencio corporativo. Ahí donde pueda haber fisuras, porque anticipadamente alguien se rehúsa a participar de actividades inapropiadas o bien porque decide denunciarlas, hacerlas públicas, el sistema disciplinario así entendido cumple muchas funciones. Entre otras, construir un cierto perfil desprestigiado con el cual acosar al personal molesto que, si es necesario, se articula con la persecución médica, los partes psiquiátricos, etc. En este contexto debemos leer crímenes como el de Lucas Muñoz.
Estas conjeturas responden a la necesidad de reconocer que el caso en su gravedad es tan solo el emergente de dinámicas mucho más complejas que nos obligan a multiplicar las miradas y dirigirlas a la institucionalidad bajo la cual estas culturas policiales son posibles. Más de la impresión, el hecho podría estar dando cuenta de uno de los tantos problemas que genera la larga historia de autonomía policial conviviendo con complicidad o desidia política de los gobiernos democráticos.
Por Ileana Arduino*
Para Equipo de Comunicación popular Colectivo al Margen
*Abogada, integrante de Ilsed y de la Comisión investigadora de violencia en los territorios