En muchas ciudades argentinas -Incluso Bariloche- hay jóvenes muy minoritarios que pendulan entre el trabajo precario, la desocupación, el ocio forzado, la ayuda social y el microdelito. Esteban Rodríguez Alzueta miembro de la Campaña Nacional Contra la Violencia Institucional analiza cuales son las complicidades de la Policía en las tramas delictivas que involucran a nuestros jóvenes.
En las grandes ciudades argentinas, y no tan grandes, hay jóvenes muy minoritarios que pendulan entre el trabajo precario, la desocupación, el ocio forzado, la ayuda social y el microdelito; un delito callejero, practicado al boleo y sin planificación. Estas fechorías son vividas de diferentes maneras por sus protagonistas: A veces como una estrategia de sobrevivencia, otras como una estrategia de pertenencia, un divertimento que activa la grupalidad y aporta insumos para componer una identidad. Y que conste que eso no implica que estemos ante las famosas pandillas que, en el país, brillan por su ausencia.
Quiero decir, el delito no siempre es el mismo delito a pesar de que la víctima pueda ser la misma y también su botín. En muchos casos se trata de jóvenes que provienen de aquellos sectores sociales donde continúa impactando la desocupación y la marginalidad. Jóvenes que además, son objeto del hostigamiento policial, de la estigmatización vecinal y el destrato y maltrato escolar; pero también jóvenes interpelados por el mercado que continuamente les está diciendo que para existir tienen que tener las Nike o el teléfono celular última generación.
En la última década, estos jóvenes no pudieron ser contenidos por nadie. No sólo la familia fue desbordada, tampoco la escuela pudo con ellos y prefirió dejarlos en la calle otra vez; no pudieron los gobiernos con sus múltiples políticas sociales, y los movimientos sociales o las organizaciones religiosas tampoco saben cómo entrarles. Son pibes silvestres que crecieron a la intemperie en medio de una cultura de la dureza.
No hay lugar acá para analizar cada una de las afirmaciones que acabo de hacer. Solo quiero decir lo siguiente: Cuando la familia no puede “traccionar” a los pibes, pero tampoco la escuela, el gobierno ni los movimientos se le pasa la pelota a las policías. Y lo cierto es que la policía tampoco sabe qué hacer (no fue preparada para atajar esa conflictividad). ¿Qué hace la policía? Hace lo que aprendió en la calle: pone en práctica rutinas regulares aprendidas y trasmitidas de una camada a la otra. A saber:
Uno: a veces, excepcionalmente, aplica el gatillo fácil, es decir, los ejecuta extrajudicialmente.
Dos: les arma una causa. Como el comisario no tiene la bola de cristal para saber dónde estos jóvenes, que se mueven como cazadores furtivos, van a realizar el próximo atraco, les revienta la casa con un allanamiento, imputándoles cualquier delito y los manda una temporada al infierno. De esa manera, se los saca por dos o tras años de encima y, para cuando salgan de prisión, el Comisario ya no estará en el barrio, de modo que será un problema del próximo comisario que venga. Pero de momento, dejará de molestar en el barrio y el Comisario no tendrá al carnicero o la sociedad de fomento en su despacho protestando contra tal o cual joven.
Y tres: activa controles sociales informales, es decir, empuja a los jóvenes a que asocien su tiempo a una economía ilegal. Por ejemplo, los va hostigando para componer una suerte de bardo flotante o ejercito de reserva que después puede ser reclutado por actores que organizan las economías criminales que también necesitan de fuerza de trabajo como cualquier economía. De esa manera, desde el momento que el pibe patea con un transa o un reducidor de autos -que dicho sea de paso ya arregló previamente con el Comisario- tenderá a dejar de armar bondi en el barrio y la ciudad, toda vez que, ahora, el joven anda siempre con plata en el bolsillo. Y si llegase a cometer devuelta alguna fechoría expondrá al transa, de modo que será éste, que tendrá que aplicar algún tipo de sanción por haberlo expuesto. A través de las detenciones sistemáticas por averiguación de identidad, los cacheos humillantes y las demoras en las comisarías, con todo lo que eso implica, la policía va dejando solo al pibe en su barrio, rompiendo solidaridades, certificando los prejuicios que tiene en su vecindario, es decir, los va poniendo a disponibilidad de las economías clandestinas que necesitan de sus destrezas y cualidades para mover los negocios que funcionan al margen de la legalidad.
En definitiva, la violencia policial hacia los jóvenes es la consecuencia del fracaso del Estado y la sociedad civil organizada para proponer a estos jóvenes otros horizontes y expectativas de vida.
Lejos de resolver los problemas, estas tres formas de violencia policial, recrean las condiciones para que todos –sobre todos esos mismos jóvenes- se sientan cada vez más inseguros y vulnerables. Como aprendimos en los dibujitos animados estamos creando una bola de nieve que se vuelve cada vez más grande, más pesada, a medida que rueda por la pendiente.
Por Esteban Rodríguez Alzueta*
Para Equipo de Comunicación Popular Colectivo al Margen
*Investigador de la UNQ. Autor de Temor y control y La máquina de la inseguridad. Compilador de Hacer bardo: provocaciones, resistencias y derivas de jóvenes en la periferia. Miembro de la Campaña Nacional Contra la Violencia Institucional.