Te invitamos a sumergirte en los orígenes y transformaciones del feminismo a lo largo del tiempo. Pero también a desarmar algunos prejuicios o sentidos comunes, deteniéndonos en el proyecto teórico y político de este movimiento.
Muchas veces, en distintos lugares o situaciones, escuchamos que tanto hombres como mujeres refieren al feminismo como: “lo opuesto al machismo” o “el odio hacia los hombres”, como “algo que ya no es necesario porque las mujeres han adquirido todos los derechos”. O, inclusive, como “una moda”.
Pero, ¿qué significa o implica realmente el feminismo?
Si viajamos por la historia, las primeras expresiones del feminismo se remontan al siglo XVIII, al “Siglo de las Luces”, donde la Ilustración y la Revolución Francesa inspiraron a un grupo de mujeres, pero también le señalaron su exclusión de los ideales (masculinos) de “igualdad”, fraternidad” y “libertad”. Exclusión que fue denunciada por la escritora francesa Olimpia de Gouges en la “Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadanía” de 1791, donde remarcó que la revolución había denegado los derechos políticos a las mujeres y que los supuestos principios universales de la ilustración eran en realidad “de los hombres y para los hombres”. Acusación que la condujo a la guillotina dos años después de la publicación del manifiesto. Al mismo tiempo, pero desde Inglaterra, Mary Wollstonecraft escribía “Vindicación de los derechos de la mujer”, obra considerada fundacional para el feminismo ya que abogaba por espacios de participación y representación política de las mujeres y, además, criticaba fuertemente la condición naturalizada de la subordinación de la mujer.
De este modo, este feminismo ilustrado o de la “primera ola”, como suele conocérselo, denunció que las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres no tenían que ver con un designio divino o con la naturaleza, sino que eran el resultado de una construcción social. Esta crítica fue retomada a fines del siglo XIX y principios del XX, por las llamadas “sufragistas”, situadas principalmente en Inglaterra y en Estados Unidos, que se constituyeron como movimiento político y reclamaron el derecho al voto y a la educación superior de las mujeres. Pero, además de su demanda, lo interesante de este movimiento fue la forma en la que procedió: el principio de “fraternidad” (considerado como “hermandad masculina”) fue reemplazado por el de “solidaridad”, y las formas de protesta desde la “no violencia” dieron origen a una lucha pacífica que, por ejemplo, influenció el activismo sindical. Así, el feminismo comenzó a constituirse como un movimiento social de carácter internacional apoyado, además, en una producción teórica y filosófica de gran solidezy argumentación.
Pero avanzado el siglo XX, y habiendo logrado las mujeres algunos derechos a través de la organización política del sufragismo, el feminismo se mostró desarticulado y pareció haber perdido su razón de ser. Es así que en el contexto de posguerra, aparece la obra de la filósofa francesa Simón de Beauvoir, “El segundo sexo”, de 1949, que dotó de nuevas reflexiones y reivindicaciones al feminismo. Beauvoir escribió que la mujer siempre había sido considerada una “otra”, porque justamente esa diferenciación se hacía desde el parámetro del varón, lo que más tarde comenzó a nombrarse como “androcentrismo”: el hombre en el centro, y el hombre como medida de todo. A partir de la famosa frase “no se nace mujer, se llega a serlo”, la filósofa cuestionó no solamente que existiera una esencia de “ser mujer” sino que no había nada de biológico o natural en la subordinación de las mujeres. Que mujer no se nazca, sino que se haga, suponía la existencia de un trasfondo sociocultural que impone los modos de ser mujer y que, además, la posiciona en un lugar de inferioridad respecto del hombre. Pero también suponía que esos moldes de “ser mujer” podían ser transformados, revertidos o, por lo menos, cuestionados.
De esta manera, a partir de los años 60 y en un caldo revolucionario que se gestaba a nivel mundial y que tenía distintos frentes (movimientos independentistas y de liberación nacional, estudiantiles, antirracistas, pacifistas, anticapitalista y antidesarrollistas, entre otros) el feminismo “de la tercera ola” reivindicó las demandas que parecían haber perdido sentido y, al mismo, tiempo, las resignificó incorporando otras. Se profundizaría la crítica al rol esperado para las mujeres, de la mano de la obra de la norteamericana Betty Friedan “La mística de la feminidad”, que implicó un cuestionamiento a la mujer como “esposa madre y ama de casa” como único lugar disponible y valorado socialmente para ella, introduciendo la idea de género como la construcción social de la feminidad y la designación de roles determinados y, a la vez, arbitrarios, tanto para mujeres como para hombres.
En este marco, también se reclamaría la participación de la mujer en el espacio público excediendo meramente el doméstico, su inclusión en el mercado laboral, la ocupación de cargos jerárquicos, los salarios iguales a los de los hombres. Por su parte, se desarrollaría una línea muy importante del feminismo: el radical, tanto por sus demandas como por su activismo. Este haría hincapié en la opresión de las mujeres en un sistema de dominación sexual masculina que llamaría patriarcado, tema desarrollado en la obra de Kate Millett “Política sexual” (1969). A su vez, para las radicales, no era suficiente reclamar el espacio público, sino que también era necesario transformar el espacio privado, lo que llevó a la formulación del eslogan: “lo personal es político”. Lejos de concebir como naturales la institución de la familia, del matrimonio o la sexualidad de hombres y mujeres, estas feministas denunciaron las relaciones de poder que había detrás de sus constituciones. El “Movimiento de Liberación de la Mujer” abogó por la autonomía económica y laboral de las mujeres, por sus derechos reproductivos y también por su libertad y placer sexual.
Otra línea que adquirió fuerza y representación dentro del feminismo avanzada la década del 70, fue el “feminismo de la diferencia”. Éste no sólo se alinearía con los movimientos gay, sino que generaría una fuerte crítica y desarrollo teórico sobre la “heteronormatividad” como sistema hegemónico y obligatorio de la sexualidad. También complejizaría la idea de género, superando la exclusiva referencia a mujeres y hombres e incluyendo a identidades travestis y transgéneros. Al mismo tiempo, este feminismo de la diferencia recuperó las experiencias de mujeres atravesadas por cuestiones raciales, de clase y culturales. De esta manera, las reivindicaciones de “las mujeres” como un colectivo uniforme y universal comenzó a ser cuestionado a partir del reconocimiento de las particularidades: en tanto mujeres diferentes, las situaciones y demandas asumieron especificidad. Se consolidó el feminismo de mujeres negras, y los feminismosposcoloniales indio, árabe y latinoamericano, entre otros, adquirieron visibilidad tanto en el espacio académico como en la militancia.
Otra vertiente del feminismo adoptaría hacia 1980 un carácter más institucional y su propuesta sería situarse “dentro” del sistema y trabajar “en el Estado y desde él”. De este modo, impulsó la creación de ministerios, áreas e institutos “de la mujer” (posteriormente “de género), al mismo tiempo que proliferaron los encuentros y conferencias internacionales entre y sobre mujeres, coordinadas en muchos casos desde la ONU o desde distintas ONGs. La agenda feminista entraría en diálogo con la agenda pública, y de este modo, no tardaron en aparecer duras críticas hacia este feminismo institucional, acusándolo de haber sido cooptado, despolitizado y desarticulado, y puesto ahora no sólo al servicio del Estado, sino de su proyecto neoliberal.
Así, en este breve recorrido de 3 siglos ya ni siquiera estamos segurxs de hablar de “feminismo” en singular. Como vimos, no podemos hablar de uno sólo, sino que resulta más apropiado hablar de “los feminismos”. Así como tampoco podemos hablar de “las mujeres” como un grupo homogéneo y sin diversidad en su interior. Ni es acertado referir al género como un sinónimo de mujer, ya que éste incluye e implica múltiples identidades.
Pero sí podemos decir que el feminismo (sin olvidar sus matices) es una teoría política, una filosofía y un movimiento social y de toma de conciencia sobre la situación desigual de las mujeres, no únicamente respecto de los hombres, sino de un sistema que se constituye y opera en todos sus ámbitos como masculino.
También podemos decir que el feminismo sí es necesario en nuestros tiempos, y no una cosa del pasado. El feminismo no sería necesario si no existieran relaciones de poder entre los hombres y las mujeres, y si éstas no se expresaran a través de la violencia. El feminismo no sería necesario si las mujeres no desaparecieran, o si las mujeres además de ser asesinadas no fueran violadas. El feminismo no sería necesario si los cuerpos no fueran explotados sexual y laboralmente. El feminismo no sería necesario si la sexualidad de una mujer no fuera juzgada (o si fuera juzgada del mismo modo que la del hombre). El feminismo no sería necesario si los cuerpos tanto de hombres como de mujeres no se mercantilizaran de distintos modos y en múltiples formas. El feminismo no sería necesario si no hubiera muertes por abortos no despenalizados y clandestinos. El feminismo no sería necesario si no hubiera despidos a embarazadas o mujeres desempleadas por tener hijos, o si las licencias por paternidad fueran más duraderas a las existentes, o si las tareas domésticas estuvieran equitativamente repartidas en la unidad familiar. El feminismo no sería necesario si no tuviéramos tan arraigado en nuestro sentido común cómo debe ser y comportarse un hombre, y cómo debe ser y comportarse una mujer en todo ámbito de su vida.
El feminismo no sería necesario si no viviéramos en este mundo… desigual, patriarcal, heteronormativo y capitalista.
Por Melisa Cabrapan Duarte
Equipo de Comunicación Popular Colectivo al Margen