6 jul, 2016 –
La meritocracia es el caballito de batalla de los gobiernos neoliberales. Posicionándose como contracara del relato Kirchnerista, el gobierno actual instala uno nuevo, donde la palabra derechos queda relegada al diccionario y la palabra inclusión es una utopía demagógica. ¿Qué hay detrás de esta idea?, ¿Cómo se instala, desde la educación y apelando al sentido común, que la movilidad social depende exclusivamente del esfuerzo y el mérito de cada uno?
El sentido más común de todos.
Generar antinomias sirve tanto para generar identificación, como también para demonizar una postura y por la regla de la oposición enaltecer la opuesta.
El ministro de educación de la provincia de Buenos Aires, Alejandro Finocchiaro, en declaraciones a la prensa, dijo que había que terminar con la política de la compasión, haciendo una clara referencia a las políticas inclusivas generadas por el Kirchnerismo. Por su parte, Maria Eugenia Vidal, haciendo referencia a la últimas medidas tomadas por este ministerio, donde se reinstala el sistema de aplazos en la escuela primaria, declaró: “la meritocracia es un valor, el esfuerzo es un valor, que deben ser aprendidos”
En los meses anteriores La Nación y Clarín, en un articulo que tuvo bastante difusión, titulaban: “el caso de la maestra que aprobó a una alumna sin saber nada”
Se lee en este nuevo relato la clara intención de instalar la dicotomía entre la inclusión con la calidad educativa, el esfuerzo y el trabajo.
Desarticular esta falsa antinomia no es tarea fácil, ya que apela directamente al sentido común: ¿Quién puede estar en desacuerdo con el esfuerzo y el mérito perse? ¿A quién no le da bronca que “alguien” obtenga “algo” sin merecérselo?
Estas ideas meritocráticas no tienen connotaciones negativas sacándolas de un contexto social y político y sin hacer un análisis profundo en dónde, y con qué intención se aplican.
El gobierno del mérito.
Conforme a lo que el sufijo cracia indica, la meritocracia es, estrictamente hablando, un sistema de gobierno basado en la habilidad (mérito) en vez de la riqueza o posición social. La meritocracia, en teoría, permitiría crear una sociedad justa, ya que todo lo logrado por los individuos es por sus esfuerzos y méritos a lo largo de su vida, y no por otras causas como su apellido, riqueza, sexo, religión, política, entre otras.
Promulgar estas premisas en un sistema capitalista, en el cual reina el darwinismo social donde el más “apto” es el que está en mejor posición social y económica, es por demás una hipocresía.
En una sociedad de clases el poder económico, social, político, militar e ideológico está en las manos de la clase dominante. Los poderes fácticos, como el económico y el de los medios de comunicación, no requieren de procesos democráticos de elección sino haber acumulado grandes riquezas, lo cual es posible, en parte, gracias al derecho a la herencia que, claro está, no requiere de mérito alguno.
El saber concentrado.
Estos conceptos meritocráticos llevados a la educación, no hacen más que acrecentar las desigualdades y el mantenimiento del statu quo darwinista.
Michael Young (1958) escribió el libro “Rise of the Meritocracy (1870-2033): An Essay on Education and Equality”, novela que pretendía alertar sobre un nuevo poder y es la primera referencia moderna al término meritocracia. Cuarenta años más tarde, escribe un corto texto “Abajo con la meritocracia” en el cual dice:
“Las habilidades de tipo convencional, que solían estar distribuidas entre clases de forma más o menos aleatoria, se han venido concentrado en una sola clase gracias a la maquinaria educativa. (…) Con una increíble batería de certificados y titulaciones a su disposición, el sistema educativo ha dictado aprobación para una minoría, y un suspenso para una mayoría que no consigue brillar desde el momento en que son relegados al fondo del sistema de graduación a la edad de siete años o antes.
Al ser marcados desde la escuela son más vulnerables para más tarde formar parte del “ejército de reserva” que es el desempleo.”
Basarse sólo en los resultados y en el mérito individual de cada alumno/a sin tener en cuenta sus condiciones sociales y sin atender los obstáculos que se interponen en el aprendizaje, lleva a la exclusión y a la marginación, tal como lo plantea Young.
El gobierno actual instala como relato que atender estos condicionamientos significa ser compasivo siendo injustos con los que sí “se esfuerzan”. Este posicionamiento no es casual, ni inocente. Tener en cuenta la realidad social que traen los/as alumnos/as implica un Estado presente que se hace cargo no solo del derecho que tiene el niño/a a ser educado/a, sino de los condicionamientos que trae, ya que estos serán determinantes en su desarrollo escolar. El neoliberalismo instala estos problemas como problemas individuales y no entiende el mal rendimiento del niño/a como resultado de la segregación social, como consecuencia de no tener sus necesidades básicas cubiertas como nutrición, cobijo, contención. etc
“El rendimiento puro y duro que ignora deliberadamente las condiciones sociales reales de los alumnos ha generado y aún puede seguir generando una máquina de exclusión. Y en la medida que se naturaliza como parámetro legitimo para medir capacidad individual, produce exclusiones socialmente aceptadas” afirma el doctor en Antropología Alejandro Grimson
La deserción como maquinaria de la desigualdad.
Queda claro que la pobreza y la desigualdad repercuten directamente en el rendimiento de los alumnos. Nunca falta el que lo niega argumentando que algunos niños en condiciones desfavorables salen adelante; y efectivamente en algunos casos así sucede, pero los análisis y resultados sociales no se basan en excepciones, si no en porcentajes altos sobre un determinado sector.
Bernardo Kliksberg, Doctor en Ciencias Económicas y Administrativas, en su libro ¿Cómo enfrentar la pobreza y la desigualdad?, explica que: el 95 % de los niños empiezan hoy la primaria, pero el 14% no la termina. Ellos pertenecen casi íntegramente al 20 % más pobre de la población
El 40% de los matriculados en escuelas de la región alcanza solamente nueve años de escolarización, lo que se considera internacionalmente como una situación de “indigencia educativa”.
Kliksberg también plantea que “Los factores que llevan a los pobres a desertar son muy concretos. Entre ellos un 16% de los niños latinoamericanos padecen de desnutrición crónica, no pueden rendir en la escuela. Un 11% de los menores de 14 años trabajan, “esclavitud infantil” la llama la OIT y que lleva a la deserción.
“La pobreza tensa y destruye a las familias. La desarticulación familiar incide agudamente sobre la deserción, la repitencia y el rendimiento”
Inclusión con calidad.
La inclusión por sí misma, sin generar calidad educativa, sigue generando exclusión en la vida de una persona pasando a estratos más altos como puede ser una universidad o determinados puestos de trabajo. También se corre el riesgo de generar segregación: que haya escuelas para ricos y otras para pobres. Como Grimson lo subraya: “la educación reduce desigualdades cuando todos acceden a los mismos conocimientos y capacidades y cuando los sectores mas desfavorecidos tienen apoyos específicos que facilitan ese acceso. En suma, cuando se generan las condiciones necesarias para que se modifiquen potenciales trayectorias sociales y laborales en términos intergeneracionales”
La inclusión con calidad educativa no son antinomias, deben ir juntas si queremos lograr una verdadera movilidad social. Pero para que esto ocurra hay que esperar un proceso que lleva muchos más años que una elección electoral y no solo trabajar sobre la pobreza y la exclusión, si no que además se requiere un presupuesto en educación mucho más alto de lo que pretende un gobierno neoliberal que idealiza lo privado por sobre lo estatal y pretende un Estado reducido a su máxima expresión. Las ideas meritocráticas les son funcionales para justificar la desigualdad y demonizar la inclusión: la culpa es del niño/a que no rinde, que no se esfuerza, como si fuera producto de su decisión personal y no una consecuencia del modelo social, de un Estado ausente.
La cultura del trabajo, del esfuerzo, no son valores de “derecha”, son valores que aspira cualquier sector ideológico, pero teniendo siempre presente que para que esta igualdad de oportunidades sea verdadera y pueda aprovecharse, el Estado antes que nada debe garantizar derechos.
Como Alejandro Grimson y Emilio Tenti Fanini plantean en su libro, Mitomanías de la educación Argentina: “no existe incompatibilidad genética entre calidad y masividad. La incompatibilidad que postula esta minoría es de naturaleza sociopolítica”
Por Irene Rassetto
Para Equipo de Comunicación Popular Al Margen