TERREMOTO DE ECUADOR.
Miguel Roth es un compañero de AL MARGEN que viajó hasta las zonas afectadas por el terremoto de Ecuador a cubrir este desastre natural y humano y trajo esta crónica llena de dolor e impotencia pero también de esperanza de un pueblo que resurge de entre las cenizas.
Diario de Viaje. Día 1: Camino a la destrucción
La señorita —traje pulcro azul oscuro, labios pintados carmesí, manos vellosas— me pide el pasaporte y quiere saber si viajo como corresponsal; al confirmárselo, me mira y lo dice.
Ella será la primera.
Un señor tose sin taparse la boca, con confianza. Lee el diario —¿a la inversa?— de atrás hacia delante. Después de las páginas deportivas, se distrae con los titulares: los ve sin leer. Mira las fotos, hasta que nota mi interés disimulado por el pequeño recuadro sobre el terremoto, en una página par.
Él será el segundo.
Había puesto la mochila debajo del asiento delantero, por comodidad, y terminaba de acomodarme cuando la azafata se acerca y me comenta que una señora tiene claustrofobia: pregunta si le puedo ceder el asiento junto a la ventana. Sin problemas, cómo no. La señora respira bufando —fosas nasales dilatadas, movimientos repetitivos para alisarse el pulóver bien planchado— nos relata que está nerviosa (el tono de voz alcanza dos filas a la redonda, por lo menos), que está nerviosa, repite, que disculpara, que es un poco claustrofóbica y que junto a la ventana no se siente tan atrapada, que disculpara otra vez, que va para Chile, ¿vos?
— Ecuador.
—¿por lo del terremoto?
— Sí, señora. Para hacer una cobertura de la respuesta de una Agencia Humanitaria.
— Mirá vos. Qué triste, ¿no?, bueno…
Entonces lo dice y es la tercera. La vencida.
Aún no despegamos.
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Pasan cosas raras con las cifras.
Están publicando que «las cantidades revelan tal cosa…»; «las estadísticas son esclarecedoras sobre…»; «los números muestran que…»
Y me pregunto si revelan, esclarecen y muestran algo, ¿qué queda en las sombras? ¿qué es lo que no vemos?
La cuantificación es, en la actualidad, más precisa que nunca antes. En la respuesta a emergencias ha sido una pieza fundamental para ayudar: aún se sigue perfeccionando, pero los métodos de relevamiento de información, la velocidad de testeo y la precisión de las mediciones de impacto, son los más efectivos de la historia. Eso es muy bueno: en la acción humanitaria es indispensable tener índices y datos correctos.
Es la difusión de los números lo que me preocupa.
Las cifras explican, pero también pueden enfriar la realidad. Pueden volverla abstracta. Pueden convertir hechos tan concretos como el sufrimiento ajeno en algo obtuso / difuso / confuso.
Inabarcable. Incomprensible.
Lo contrario a lo que se requiere al momento de ayudar.
Para hacer bien —el bien— es imprescindible entender; tener presente; comprender.
Las cifras oscuras. El olvido.
La señorita de azul oscuro citó la cantidad de muertos y heridos por el terremoto y pesó mi equipaje. La conmoción por el desastre duró hasta que apareció otra cifra en rojo: los kilos del bolso en la balanza.
Minutos después, el señor de la tos estentórea y el diario del lunes, se refirió al porcentaje de infraestructura destruida en Pedernales (el hipocentro del sismo) con una conclusión lapidaria: «la sacaron barata».
Antes de partir, mi compañera de fila con claustrofobia se tranquilizó y remató: «…bueno, menos mal que no fueron tantos muertos, ¿no? Gracias a Dios».
¿Gracias a Dios?
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Comienzo mi viaje a la destrucción. No sé con qué me voy a encontrar en Ecuador, voy a buscar-conocer-para-narrar. Pero discúlpeme: no lo contaré con cifras.
Con fondo de agua Diario de viaje. Día 2
A la madrugada hubo una réplica fuerte, muy fuerte, un sacudón en dos etapas que terminó de derrumbar edificios y desplomó la esperanza de los que esperaban hallar con vida a sus familiares. En Quito se sintió poco. Era tarde y en la televisión nacional repetían imágenes del día. Hablaba Correa, el presidente. De él escuché una frase que anoté rápido en la libreta, antes de que me ganara el olvido: «según protocolos internacionales, se establece que después de 72 horas de ocurrido el evento mayor, cambia la dinámica y la búsqueda de personas entre escombros se transforma en localización de cuerpos.»
Me quedé pensando en la frase hasta quedar dormido. Era algo más de las dos de la madrugada, había llegado a Quito poco antes y miraba el resumen diario. En la pantalla se sucedían personas llorando, Correa en Muisne, imágenes de un centro de refugiados improvisado en un aeropuerto, Correa en Portoviejo, maquinaria pesada removiendo ruinas, donaciones, rescatistas, voluntarios. Correa en Pedernales, explicando —avisando—, diciendo eso: «después de 72 horas…»
Decir cuerpos es hablar de cadáveres.
Hablar de la muerte.
Correa cerró lírico la entrevista: «con las lágrimas derramadas, fecundaremos la tierra del futuro».
Llovizna.
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Llegar a la Zona Cero —sobre el hipocentro—, es más complicado de lo que suponíamos: las vías de acceso que desembocan en Pedernales quedaron en mal estado y por momentos se congestionan. Los controles se incrementaron. Decidimos viajar mañana temprano para allá.
Con el Equipo Técnico de ADRA nos habíamos desplazado desde la capital hasta la población de Santo Domingo, donde se estableció una Base de Operaciones en las instalaciones del Colegio Adventista del Ecuador, el CADE.
El CADE cuenta con una planta de embotellamiento de agua potable y los operarios trabajan hasta tarde para preparar partidas de donaciones que suministra la Agencia en complemento a Kits de Alimentos. Wilmar Martínez, uno de los trabajadores, nos decía que había sido una jornada dura, pero más duro era lo que estaban pasando los afectados por el terremoto y que él seguiría allí para dar una mano.
Las dos.
- Estábamos preparando material cuando llegaron y bajaron del bus: veintitrés personas procedentes de Pedernales a quienes se les destruyó la casa y perdieron sus pertenencias. Es un primer grupo de sobrevivientes y se les nota en el rostro: María no dejaba de taparse los oídos, como si algo la aturdiera. Otra mujer traía en brazos a Felipe, su compañero, al que pudo rescatar entre las ruinas. Felipe es un loro. Su dueña no hablaba mucho, pero decía que era un sobreviviente, repetía: es un sobreviviente.
Y Daniel.
Danielito Cedeño, de ocho años, que llegó con su mamá y dos hermanas al CADE y permanecía sentado —callado, cerrado— sin probar bocado mientras los demás cenaban.
El profesor David Sandoval, rector académico voluntario de ADRA y responsable de la atención a los refugiados, fue el primero en notarlo. Con tacto iba recorriendo las mesas, conversando, hasta que se acercó al niño y trató de hacerlo sonreír. Ahí Daniel se quebró y atinó a decir que lloraba porque ese —este— NO era su hogar.
Sandoval tiene tacto, ya lo dije pero no alcanza. Su actitud y el trato fue ejemplar: el niño cenó, repitió y fue a descansar más tranquilo.
…con las lágrimas derramadas.
En el infierno hay cangrejos Diario de viaje. Día 3
Se aferra a un trozo de paragolpes destruido. No lo suelta, lo abraza; mira la matrícula y la limpia con cuidado, acariciándola. A pocos metros, maquinaria pesada remueve broza y deja al descubierto el chasis de una camioneta blanca.
No puedo ver sus ojos. Hay enormes cangrejos de hierro que escarban sin parar y levantan polvo. Cangrejos amarillos de nombre raro: Komatsu, Henay, Cat. La banda sonora de Pedernales es siniestra: percusión arrítmica, metales y cobres, golpes secos de escombros que caen en tono grave y chirridos agudos como arañazos en la pizarra. Aprieto la mandíbula obligado.
Ella permanece cerca de la remoción, con lo que queda del paragolpes en los brazos.
con lo que queda
en los brazos
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Salimos hacia Pedernales de madrugada en una 4×4 que maneja Migue, tocayo y colega de Multimedia Nuevo Tiempo. Adelante va su novia, Vanessa. A mi lado, Marco. Todos periodistas. Son muy chéveres. Conversamos sobre las últimas novedades que logramos enterarnos las veces que entra una línea de señal en los celulares. Quiero distraerme mirando por la ventana los racimos de casas dispersas en las montañas, pero la ansiedad me gana de mano al acercarnos a la ciudad.
Pedernales fue el génesis: el lugar donde nació el nombre de Ecuador.
También fue paraíso: se promocionaba como el lugar perfecto para relajarse y pasar unas vacaciones inolvidables. El portal web Destino Ecuador todavía publicita que existe una infraestructura hotelera que permite pasarla a lo grande, sin mayores preocupaciones.
Llegamos temprano, por la mañana, el sol ya iluminaba el infierno. En este infierno hay soldados, funcionarios y trabajadores municipales; algunos animales sueltos, nubes de polvo en el aire; niños hurgando entre los escombros, niños tristes de mirada extraviada, calzados de niños entre las ruinas. Se puede ver bomberos agotados, madres cocinando en la vereda, pobladores esperando.
En este infierno también hay gente de difícil tipificación, que se saca selfies ante el dolor ajeno para postear: miren chicas donde estoy / emoticón / me gustas.
Apocalipsis de olor feo.
Una vecina —Rocío— me dice que son los cadáveres. Sostiene una bebé en brazos y entretiene como puede otros seis pequeños. «Son los cadáveres que están en descomposición. Y son muchos. Por ahí andan publicando que quedan unos cuantos nomás, pero es mentira. Hay mucha gente ahí abajo.»
Otros, en cambio, se tapan la nariz y dicen que no: «es el agua empozada, estancada, y la basura tirada que se está pudriendo».
Pedernales fue el génesis del terremoto: la zona cero. El comienzo de la devastación.
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Era un hotel de cinco plantas, me comenta un brigadista y mira de costado a la joven, que sigue ahí parada, callada, abrazando el trozo de paragolpes de la camioneta blanca.
Las cangrejos ya la tienen. La van a sacar.
Una periodista toma coraje, se acerca y le pregunta si es su carro.
—No. Es el de mi hermana.
—¿Tu hermana está bien?
— …ella… ella, falleció.
—¿Allí? —pregunta la periodista señalando la camioneta.
—No, mi hermana está en el hotel.
Lo dijo así: en presente simple y se largó a llorar.
Diario de viaje. Día 4.
Los últimos grupos de búsqueda y rescate se retiran. Salvo alguna entrada menor, los medios internacionales van perdiendo interés en Ecuador, pero esto recién comienza y lo que está sucediendo me hace pensar en ese momento en que uno se levanta el vendaje, mira por primera vez una herida y toma real dimensión de lo que pasó.
ADRA evalúa daños y analiza necesidades con su equipo técnico, ocupados en una respuesta a mediano/largo plazo y no sólo inicial. Continúa la entrega de módulos alimentarios y abastecimiento de agua potable, a modo de contención, en comunidades identificadas. El nuevo paso por dar enciende interrogantes: con certeza, ¿cuántas familias se vieron afectadas? ¿cuál es la distribución geográfica de los daños? ¿qué servicios vitales sufrieron daños y de qué tipo? ¿qué efectos de segundo orden se pueden presentar? ¿qué tipo de acciones se deben tomar de inmediato?
En pocos días más, cuando el terremoto haya dejado de ser noticia y no aparezca en los trending topics ni siquiera a nivel nacional, las organizaciones que se quedan tendrán la durísima prueba de remar contra corriente, escuchar reproches a discreción y ver la frustración áspera de los habitantes de la desolación.
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Me había preguntado cómo sería; si podría identificar a tiempo un sismo. Ayer tuvimos dos grandes en un día. Pocos minutos después del último, pasadas las diez de la noche, Migue me mostró en su celular la aplicación del Instituto Geológico que puntuaba ambos temblores con una magnitud de 6,1 en la escala de Richter.
Comenzó suave, tal cual había dicho Lucía Moreno, una joven madre sobreviviente que la televisión nacional entrevistó en un refugio improvisado en Portoviejo. Comenzó suave y fue in crescendo con suavidad, presentándose, dejando en claro que había llegado. Es llamativo porque ahora que lo pienso sí había leído que el movimiento de los sismos es hacia los costados, pero no lo recordaba. Te mueve las bases, no en un rebote vertical, sino hacia los costados. Por eso derrumba —tumba—.
Esta mañana salimos hacia Canoa, una de las poblaciones más castigadas por la violencia del terremoto. El recorrido se hizo largo por los cortes y deslaves en la ruta. El sismo mayor y los temblores de réplica dejaron la tierra inestable.
El tráfico circula a doble mano: adelantamos un convoy de Naciones Unidas de dieciséis camiones que iba en nuestra mismo sentido, en dirección al mar. Del otro lado nos cruzaron mudanzas apuradas de gente que se va donde puede, donde consigue, donde sea pero lejos de las ruinas que —insistentes— traen recuerdos tristes en su versión de piedra.
Se van los topos
Vimos sus marcas: los Topos dejan huellas para señalizar su paso.
La noche que llegué a Ecuador, los medios repetían la historia de un rescate que los tuvo como protagonistas.
Impresiona verlos meterse entre escombros todavía vacilantes —impresiona no es la palabra—. Así como otras brigadas internacionales de búsqueda y rescate, los Topos aprendieron a oír y distinguir golpes: «unos son de los picos y los mazos que trabajan arriba y a los lados, otros son metódicos y rítmicos, esos son los que interesan.»
El grupo de Rescate de la Cruz Roja Colombiana también terminaba el rastrillaje en Canoa y Juan José Díaz (Coordinador Nacional de Socorrismo) venía caminando en mi dirección, así que le hice un par de preguntas sobre la situación y conversamos sobre el panorama general. Se están retirando luego de completar su actividad.
Hay una buena y una mala, para cerrar la jornada:
La buena es que están restableciendo el servicio de energía eléctrica.
La mala es que llueve.
Mucho.
Los buenos vecinos Diario de viaje. Día 5.
Don Sandoval me recordó a mi abuelo: vive solo, en el campo, en una casita de madera rodeado de sus gallinas, un perro y sus herramientas de trabajo. El pueblo más cercano está a veinte kilómetros; para llegar hay que recorrer un sendero maltrecho entre las montañas. «Él no sale, muy pocas veces ha bajado; se las ingenia para sobrevivir allí», me dice Wilmar, que me lleva en moto hasta don Sandoval.
—¿cómo se enteraron que se le había caído la casa?
—Por doña María, que al otro día del terremoto mandó a su nieto para ver cómo estaba.
Doña María es su vecina. Vive con los hijos a dos kilómetros de distancia.
«Yo ya me quemaba toda, sino que mi hijo me vio: el Jeferson fue, que venía del trabajo».
La que habla ahora es Vicenta Garcés Pilora. Vive en “Los cuatro caminos”, Cadialito, a varias decenas de kilómetros de distancia de San Isidro, pueblo que asiste y abastece cincuenta y cuatro comunidades a la redonda.
Mira fijo al horizonte, inhala profundo por la nariz y cuenta cómo se quemó el hombro, y el brazo derecho, la espalda y la cintura: «el terremoto nos dejó la casa rota y cortó la luz (continúan sin electricidad). Como se puso oscuro, quise prender la lamparita de gasolina pero se me cayó encima y me prendí fuego. Estaba ardida yo; el Jeferson fue el que me ayudó. Yo ya me quemaba toda, sino que mi hijo me vio: el Jeferson fue, que venía del trabajo».
El sismo no sólo destruyó la casa de Vicenta, los caminos quedaron intransitables y no pudo bajar a pedir auxilio. Pasó tres días quemada, hasta que se enteró su compadre: «él me trajo en camioneta. Se me había quedado la ropa pegada, tenía fiebre y no aguantaba ni el colchón.»
Acerca la mano a la venda y dice al borde del llanto: «Me duele tanto».
En Los cuatro caminos quedaron sin agua potable y estaban sin aprovisionamiento hasta que llegó ayuda de ADRA. A Vicenta la acompaña Ninfa Zambrano, que no la deja sola ni un minuto. Ninfa fue quien buscó al compadre, bajó de las montañas con ella y consiguió medicamentos.
Es su vecina.
Carlos Honorio me regala una toronja y se despide agradecido. Lleva un machete en la mano, el Kit alimentario en la otra y el torso desnudo para adentro de su finquita. Nos habíamos quedado conversando cuando bajé del camión-todo-terreno que traía ayuda humanitaria.
Le pregunté sobre su trabajo y me contó que se dedicaba a las naranjas, al cacao, a la mandarina. «Y las llevo en carro al pueblo», dice jugando con el machete.
—¿cuánto se paga la mandarina? ¿va por kilo?
—Yo las vendo por bolsa, a 3 las 100.
—¿Las cien?
—…a tres. Tres dólares las cien mandarinas.
Y después dice que las naranjas lo mismo: a tres las cien. Y que el cacao se lo pagan a treinta centavos de dólar la libra.
—Pero lo vendo en baba, seco vale menos.
—¿Menos aún?
Recién busqué la referencia en Internet: la libra de cacao sería algo más de cuatro kilos y medio. Todo ese trabajo, todo ese tiempo, todo ese cacao por treinta centavos.
—¿Y cómo bajas las bolsas al pueblo?
—Pido un carro.
—Te cobran, me imagino.
—Claro: 5 dólares el viaje.
A Carlos también se le destruyó la casa y se refugió con su familia en lo de su madre, que vive casi a un kilómetro. Está arreglando la suya como puede.
—Que vaya bien, Carlos —atino a decir.
—Que les vaya bien a ustedes, para que sigan ayudando —me responde.
Antes de despedirse me contó que en la casa de su madre son como treinta: «pasa que a unos vecinos se les cayó la casa y también les hizo lugar.»
Los maneras de los humildes, pienso.
Las maneras de los humildes.
Por Miguel Roth para Equipo de Comunicacion Popular Colectivo Al Margen.