“Tomas Ezequiel Aguilar”, remarcaba mi padre orgulloso cuando le contaba la anécdota de mi nacimiento a un viejo amigo, mientras fumaba y tomaba su Whisky después de cenar. No recuerdo ya cuántas veces la escuché pero me quedó siempre el recuerdo de que mi nombre denotaba hombría y firmeza, como la de un caballero con su armadura y espada.
Mi padre era un hombre recto muy responsable. Llegó a ser gerente de la empresa en la cual trabajaba y que por supuesto, como buen hombre agradecido por proveer a su familia durante 20 años, la defendía como si fuera suya. Se levantaba muy temprano y mi mamá le tenía preparado el desayuno: café fuerte con tostadas y su dulce favorito: mermelada de tomate. Se ponía su saco de pana y le daba un beso en la frente a mi mamá, salvo una vez, porque “no pude comparar la mermelada” dijo mi madre mirándome dulcemente.
No recuerdo ningún día que mi papá haya faltado al trabajo, ni el día que mi hermana Lali se enfermó de meningitis. Nos pasábamos los días en el hospital, mi mamá iba y venía, le preparaba la comida a mi papá, me ayudaba hacer la tarea y nos tomábamos el 60 para que durmiera en lo de mi abuela.
“Asistencia perfecta” nos decía mi padre con una sonrisa y traía el bono de premio a fin de año con el cual mi mamá compraba los regalos de fin de año. La navidad era un rito que me generaba mucha alegaría: las luces, el arbolito, los juguetes, mi hermana vestida de “princesa” como le decía mi papá, jugando con sus nuevas muñecas; mis primos y yo jugando a la pelota. Los últimos años de mi inocente alegría también asistía “El Vasco”, el viejo amigo de papá con su novia Romina, unos 15 años menor. Recuerdo su pelo cobrizo medio ondulado. Sus ojos eran grandes, enormes como los ojos de los dibujitos chinos que me fascinaban, su sonrisa era fresca y alegre. Me tomaba de la cara cuando me saludaba y me transportaba a una pradera de violetas como lo que mi mamá juntaba del jardín. Una de las últimas Navidades que vino recuerdo el calor de mis mejillas por primera vez. El Vasco y mi papá se reían, recuerdo que el Vasco entre risas dijo: “es un chiquilín pero ya puede distinguir un buen par de tetas.” Recuerdo la última palabra y el calor en mi cara y mis ojos posados en esos ojos redondos y brillantes de Romina, que deje mirar automáticamente. No la volví a ver, ni a recordar, hasta que escuché a mi papá charlando con mi mamá en la cocina:
– Y es así, demasiado linda, joven, se fue atrás de otra billetera. Igual con el billete del Vasco y su pinta ya debe haber pescado otra.
- Usaba pollera muy corta. A mí un poco que me incomodaba, pero me parecía buena.
– Buena atorranta.
- ¡¡Jorge!! ¡¡Los nenes!!
En ese momento cenábamos a las 8 en punto, cuando mi papá llegaba. Hasta que, no recuerdo bien cuando, empezamos a cenar solos. “Está trabajando, llega más tarde” nos decía mamá. Recuerdo esa época en la que me sentía triste y desanimado. No me iba bien en la escuela, algunos chicos me molestaban y me costaba estudiar. En el boletín las notas eran muy bajas. Una de las noches en las que mi padre llegó temprano, leyó el boletín, y se entreró de mis padecimientos en la escuela. Me miró fijo y punzante y las lágrimas brotaron automáticamente de mis ojos. Me dijo: ¡No llores! ¡No llores que te pareces a tu hermana! Tenés que ser fuerte y valiente porque cuando yo no estoy las tenés que cuidar. Recuerdo que mis lágrimas dejaron de salir, como si hubiera cerrado un grifo, fuerte, bien fuerte, para siempre.
Llegó mi adolescencia. Mis músculos se desarrollaron, era capitán del equipo de fútbol del barrio y mi popularidad con las mujeres era el orgullo de mi papá. Mis hormonas vibraban. Pensaba en mujeres las 24 horas del día y las veía todo el tiempo en la tele, en Internet y en revistas. En mi casa todo seguía como en mi infancia: mi madre siempre presente en casa para nosotros. Cuando la abuela enfermó, mi madre la cuidaba, la quería tener cerca pero mi padre insistía que le quitaba tiempo para hacer las cosas de la casa y se atrasaba en los horarios de la comidas, así que internaron en un geriátrico a la abuela.
Mientras tanto, yo iba a la mañana a la escuela y a la tarde a entrenar al club donde algunos días de la semana venían las chicas del barrio a vernos jugar. Entre ellas estaba María Luz, bella, inteligente. Me enamoré de ella en un instante, el día que le ganamos a los pibes de Avellaneda recuerdo. Estaba ahí saltando, hinchando para nuestro equipo, riendo con sus amigas. No lo dudé ni un instante, la invité a salir. Nos pusimos de novios. Sentía las famosas mariposas en mi panza y mi corazón estallaba cada vez que la miraba y la sentía mía, toda mía. Quería que todos me vieran con ella, que la conocieran. Estábamos todo el tiempo juntos. Lo único que no me gustaba era que hacía muchas actividades. Le gustaba estar con sus amigas. ¿Para qué?¿Por qué?¿Qué necesidad? Si me tiene a mí, pensaba. Recuerdo la primera vez que las mariposas se transformaron en pájaros clavados mi estómago. Habíamos quedado en vernos en la plaza después de su clase de Hip Hop. Ella no llegaba. Sentía el ahogo en mi cuerpo, mi cabeza empezó andar como un torbellino: ¿Dónde esta?¿Me mintió?¿Se fue con el compañero? Cada pensamiento me hundía en una sensación de opresión, de angustia, de vacío infinito
– ¡Hola!
Dijo de pronto. La sensación de alivio en un instante se transformó en odio. ¿Por qué me hizo pasar por esto?¿Quien se cree que es?, pensaba.
– ¿Dónde estabas?
– En la clase, me retrasé porque te compré un chocolate.
Mi cabeza no paraba. Por esto me hizo sentir tan humillado, rebajado y despreciado, pensaba Tiré el chocolate lo más lejos que pude, como si quisiera tirar esos sentimientos y sensaciones que acababa de tener lo más lejos de mi. No le iba a volver a perdonar que me haga sentir así.
– Tardé 10 minutos, ¿Qué te pasa?
La miré de arriba abajo. Cuando noté su pollera mi odio se incrementó aún mas:
– Pareces una puta con eso que tenes puesto.
– No te enojes, si no te gusta no me lo pongo más.
– ¿Para qué vas a esas clases? ¿Por qué no te quedas conmigo? ¿No soy suficiente?
– Si mi amor, pero me gusta bailar
– Te gusta ese chico ¿no?
– ¿Eh?¿De qué estas hablando?
– ¡El que te mira siempre! ¡No te hagas la Boluda! Si lo veo mirándote de vuelta ¡lo mato!!
– Es un compañero, no me gusta
– Me esta mintiendo. No quiero verte más ahí
– No voy más te lo prometo
La agarré fuerte del brazo. Le clavé los dedos como si fueran estacas y nos fuimos para mi casa. Me sentía otra vez fuerte, aliviado, había puesto las cosas en orden, como deben ser. Pero desde ese día no podía sacarme de la cabeza su pollera, su sonrisa, el compañero de clase, la sensación de opresión y ahogo volvían con esos pensamientos. La llamaba todo el tiempo para ver dónde estaba. Me contestaba, y como yo la insultaba ella venía corriendo a verme.
Pasaron los años, yo estaba cada vez más enamorado y creo que ella también, porque así me lo demostraba. Dejó de salir con sus amigas y ya no iba a bailar, se quedaba conmigo. Nos fuimos a vivir juntos, estaba todo bien hasta que salía. Me inquietaba que no volviera, que me estuviera mintiendo. Cuando llegaba lo primero que hacía era sacarle el celular y revisarlo. Me tenía que decir exactamente a la hora que volvía. La tardanza de su llegada, me volvía loco, me hundía en la desesperación.
Un día a la tarde salió, “voy a lo de mamá” me dijo, “vuelvo a la siete.” A las siete y diez, las agujas que pasaban parecían estacas que se clavaban con más profundidad en mis entrañas. Mi cabeza empezó a batallar. El ahogo y la opresión se incrementaba minuto a minuto, no paraba de ver imágenes, escuchar palabras, de tener sensaciones que invadieron todo mi ser: su cuello, sus piernas, las miradas sobre ella, polleras, tetas, risas, carcajadas, su perfume. Me esta cargando, pensaba y un torbellino de frases venían a mi mente: ¡Atorrantas! Son fáciles. Hacete hombre. ¡Maricón! ¡Las tenés que tener cortitas! ¡Son todas Putas!, de golpe vislumbre su vestido de colores, de pronto escuché un ¡Hola!… Hubo como un estallido en mi cabeza: “Tomás Ezequiel Aguilar, sé fuerte, sé valiente”. Un volcán ardiendo de bronca y humillación en mi pecho salió por cada poro de mi ser. La golpeé como un rayo que descarga toda su furia y se queda vacío. Un sólo segundo sentí alivio, sentí placer, sentí justicia y se volvió todo negro, confuso. Las sirenas de la ambulancia. Los golpes en la puerta me hicieron volver al presente. Sólo recuerdo su cuerpo tendido en la camilla y un policía sosteniéndome los brazos. Lo único que pensaba era que no quería que se muriera, que era mía, que no me podía dejar.
Los días posteriores lo único que hacía era rezar, júrale a Dios, por favor, que no se la lleve, que iba a cambiar, que no la iba a tocar más, que no sabía lo que hacía, que me volví loco pero que no iba a suceder más. Después de su lenta mejoría esas suplicas se las replique a ella. Con flores y bombones, logré que me perdonara. Íbamos a estar juntos nuevamente y lo único que iba hacer es amarla. No podía estar más feliz.
La fui a buscar al hospital para llevarla a nuestra casa. Le tenían que hacer el último control. Un médico joven entró a la habitación. Sus miradas se cruzaron y vislumbre una sonrisa en el rostro de ella. “¡¡Otra vez!!¿Por qué me provoca?” pensé.
– ¡Vamos! Nos vamos ya!
Me miró desafiante. Clavé mi mirada en sus ojos, subí mi camisa lentamente y le mostré la faca que llevaba en mi cintura.
– ¡Vamos!
Volví a decirle. Cedió. “El caballero armado con su dama”, pensaba orgulloso, mientras caminábamos hacia nuestra casa. Cuando llegamos, la puerta se cerró con un golpe detrás nuestro, desde la casa del vecino se escuchaba un bolero: “ (…) hasta tú misma dirás que eres mía, que eres mía, mía, mía. Mía, (…)”. Sonreí, era mía. Sólo tenia que lograr que ese miedo arrollador a perderla no apareciera nuevamente, que no me provocara, que no humillara más mi hombría, y esta vez, sabía como lograrlo.
por Irene Rassetto Ilustracion Andreina Poli