¿Por qué la denuncia por genocidio vinculada a la Conquista del Desierto, efectuada por organizaciones indígenas desde el retorno de la democracia en Argentina y luego recuperada por parte de la academia histórica-antropológica genera tantas incomodidades, resistencias y pruritos? Nos gustaría detenernos en este malestar dadas las implicancias políticas, ideológicas, teóricas y, fundamentalmente, sociales que utilizar el término genocidio generan. En notas anteriores hemos fundamentado porqué analizamos el proceso de ocupación militar de la Patagonia y sometimiento de los indígenas como genocidio (ver Al Margen nº 26 y 27 del 2008). Nos gustaría ahora centrarnos en esas comezones que generamos cuando intentamos llevar esta discusión más allá del enunciado.
Debemos aclarar que el concepto de genocidio es complejo y disputado no solo en arenas locales sino también internacionales. Primero porque durante décadas fue monopolizado por los estudiosos del holocausto que celaban su utilización para otros casos históricos. Después, porque es un concepto de muy difícil aplicación desde la perspectiva jurídico-legal. Como ejemplo podemos mencionar la Corte Internacional que juzgó el genocidio de 1994 en Rwanda que se encontró con el problema de determinar el “grupo étnico” (hutus y tutsis) para distinguir entre perpetradores y víctimas. Además la Convención para la Sanción y Prevención del Delito de Genocidio de la O.N.U. de 1948 -ratificada por cientos de países y marco legal de consenso masivo- excluye, por ejemplo, los “grupos políticos” como objeto de la represión genocida. Otra complejidad que presenta el concepto a nivel de política internacional son las denuncias que vienen emergiendo en los últimos años, ya no de organizaciones sociales, sino por parte de países como los EEUU sobre otros gobiernos en términos de genocidio (bueno sería para las cortes internacionales que sienten en el banco de acusados a George Bush en lugar de perseguir -instigados desde las potencias mundiales- dictadores africanos). Por esto, entre otros alertadores, los trabajadores de las ciencias sociales y humanas venimos profundizando los alcances del concepto a partir de experiencias históricas concretas.
En este sentido, el concepto -en su dimensión legal- encuentra sus límites dado que su principal objetivo es la búsqueda por probar un crimen. El derecho se focaliza en determinar fundamentalmente la existencia de intención del crimen. Por esto, descarta los motivos que conducen al crimen y sus efectos sociales. No obstante, los motivos son de suma importancia para analizar la sociedad que llega a un proceso de extrema violencia y complejidad como un genocidio. Al mismo tiempo que revelan las expectativas de cambio social una vez concretado el ataque genocida. ¿Para qué un crimen tan complejo y de esta envergadura? Las respuestas movilizan los estudios más allá de los interrogantes que guían al derecho.
Por otra parte, el concepto tiene un uso político -con el que a veces podemos acordar y otras veces -como cuando es Obama el que denuncia- tener cierta resistencia. Lejos de asustarnos, identificar los usos políticos de los conceptos deberían evidenciarnos que todos -sin excepción- los términos científicos tienen y parten de usos políticos. El mismo término genocidio –en su “estreno” creado por el jurista Rahael Lemkin en 1948 para describir el holocausto nazi- es producto de un contexto histórico y una disputa política. La exclusión de los “grupos políticos” de la Convención de la O.N.U responde a la política de la Guerra Fría. Exclusión ratificada, incluso después de terminada la Guerra Fría, en Roma en 1998.
Aquí, una aclaración respecto del “anacronismo” que muchas veces se esboza para criticar el uso del concepto genocidio para la Conquista del Desierto. Si utilizar categorías y conceptos actuales, modernos o reapropiados desde el presente para pensar el pasado resulta anacrónico, bueno, los historiadores nos podemos ir buscando otro trabajo porque de eso se trata nuestra labor. Desde ya que no se puede analizar la historia, como si el concepto o el tratamiento que hoy le damos al mismo -ya sea genocidio, modo de producción, mercado, totalitarismo, estado- fuese parte de ese pasado. Pero sí es nuestro trabajo buscar las formas de comprender esos procesos a partir de las herramientas que el debate de nuestras disciplinas nos permite pensar hoy. La historia siempre se escribe desde un presente. Esto tampoco significa que la inexistencia del término genocidio (para los herero en el siglo XIX o para los armenios a principios del siglo XX o para las víctimas de los nazis durante la Segunda Guerra) durante la ejecución de estos procesos de violencia no hubiesen contemporáneamente condenas o voces disidentes que evidenciaran el abuso. De hecho, en todos estos casos los hay. Ver en recuadro nota de La Nación de 1878 refiriendo a “crímenes de Lesa Humanidad” (gentileza de Diana Lenton). Otra evidencia de esto son las pruebas que forzaron el reconocimiento por genocidio que Alemania hizo este año, 2015, sobre los crímenes en Namibia.
En suma, el anacronismo puede existir en un mal método pero no en la teoría. Y parte sustancial de comprender nuestra teoría es asumir que no existen términos despolitizados.
Todos los términos, conceptos y categorías son políticos, producto de un momento histórico. Lo que hay que exponer es que algunos conceptos son teñidos de pureza y naturalizados en el sentido común hegemónico. Por esto, algunos son evidentemente aceptados como “categorías analíticas” y otros deslegitimados y soslayados como “términos políticos”. Un llamado de atención acá. Esta operatoria de descrédito es tan poderosa que incluso funciona sobre los que hemos defendido tesis de doctorado en universidades públicas -máxima titulación del ceremonial de la academia-. Usar el término genocidio parece desbarrancarnos por el descrédito social y, también, de colegas que descartan el debate porque “hacemos política”. Esta lectura viene reforzada desde la prensa, con voces mediáticamente poderosas como el regional Diario Río Negro u otros historiadores como Luis Alberto Romero –quien, aclaro, jamás investigó los temas aquí expuestos. Entonces, sigamos ahondando un poco más en la razón de la molestia y ninguneo que genera nuestra propuesta académica.
Predominantemente, las campañas militares de ocupación que se sintetizan como la Conquista del Desierto han sido analizadas en diferentes momentos de la historia -y con diferentes matices- como una guerra. Los primeros que la informaron y celebraron en este sentido fueron los militares del ejército y la armada argentina, que por supuesto, se coronaban vencedores de esta guerra. Así lo monumentalizaron en 1979, a los cien años de la llegada del General Roca al río Negro, con un Congreso de historia inaugurada por Harguindeguy y remontas de caballadas por los valles rionegrinos imitando lo que sería la entrada de la civilización en el “desierto”. Pero también en la actualidad producto de análisis históricos que se centran en recuperar la resistencia indígena de algunos caciques -fundamentalmente de Saihueque, último cacique sometido por la fuerza militar argentina- se analiza la Conquista bajo la lógica de la guerra.
Sin embargo, entender el proceso en términos de guerra tiene algunas complicaciones con las que nos interesa discutir. En principio que el grueso del periodo de ocupación militar (1878-1885) registra muy pocas instancias de combate efectivo y las más de las veces resultan justificaciones encubiertas de los militares para referir a ataques a tolderías donde había mujeres, ancianos y niños. Además la idea de guerra genera la fantasía de entender dos potencias equiparables y concisas que se enfrentan. Cuando, de un lado, tenemos un ejército organizado con la fuerza de un estado por detrás -dinero, administración, y apoyo- y, del otro, una sociedad heterogénea de la cual podemos destacar algunas alianzas estratégicas, sean entre caciques o en algunos casos vinculados a los estados y, principalmente un grueso de la población que no forma parte de ningún circuito de contacto ni con los estados, ni con caciques, ni comerciales por fuera de lo regional.
La construcción del “indio” –como un bloque homogeneo- permea las lecturas de la sociedad indígena de la Patagonia que era plural y diversa. Esta misma operatoria genera un conflicto para entender las opciones y elecciones políticas de los líderes y también de las personas aisladas que por ejemplo, trabajaron, pelearon o prestaron servicio de baqueanos para el ejército. Estas elecciones políticas forzadas -que muchas veces tenían como opción cumplir o morir- aparecen encuadradas en la lógica de la guerra bajo las figuras de “colaboradores” o “traidores”. Lo que en términos de Primo Levi -aquel sobreviviente de los campos de concentración nazi que nos relata como Auschwitz imponía su lógica a todos los que allí convivían, incluidos los Sonderkommandos (judíos que estaban a cargo de decidir quiénes iban a las cámaras de gas)- se llama “zona gris”. La épica de la guerra obliga a pensar que entre los indígenas había algunos “traidores” “a su gente”, que mataron por intereses propios o que identificaron cementerios para que fueran profanados -una técnica de terror concreta y habitual que empleaban las columnas militares para el “servicio de la ciencia”. Si logramos entender que el poder perpetrador era desproporcional al de los indígenas -y que se escudó en una épica de guerra- podemos interpretar las elecciones indígenas durante la ejecución de este despliegue bajo otros términos que no encasillen a “traidores” y que tampoco entiendan la resistencia bajo un único parámetro de sacrificar la vida en combate o jugarse a muerte.
Genocidio no es ausencia de resistencia. Más bien significa comprender los márgenes para la misma en el marco de un proceso de violencia totalmente asimétrico. Desde esta perspectiva la posibilidad de “resistir” no pasa únicamente por la voluntad de pelear y ganar una guerra -parámetro impuesto discursivamente por la fuerza militar- sino, en el peor de los casos, sobrevivir, mantener la familia, lo colectivo, la relación con la naturaleza, las contadas, y en el mejor de los casos, negociar un lugar donde poder pensar un futuro. Así, ampliamos el registro de la agencia indígena incluso más allá de las decisiones políticas de los caciques -que tampoco operaban en soledad- sino a aquellos grupos sin representación o familias o individuos que vivieron en carne propia la violencia del ataque del estado argentino. Desde esta perspectiva cobran relevancia, o puede ser visibilizados e incorporados a una narración mayor, muchos fragmentos de historias de abuso y despojo que existen dentro de familias mapuche, tehuelche, rankulche o también relatos recogidos desde principio del siglo XX.
Este momento clave de incorporación de los Territorios Nacionales del Sur consolida no solo una proyección estatal de producir un territorio propio (aunque aún faltaba completar las campañas militares del norte) sino también delimita los términos de pertenencia a una comunidad nacional. La llamada generación del 80 produce los parámetros del “nosotros argentino”, civilizados, modernos, cristianos y blancos. La pervivencia indígena es invisibilizada por los “vencedores” de la supuesta guerra contra -aquello que no volveremos a ser nunca- bárbaros. La continuidad de una Argentina con indígenas implica la posibilidad latente de reversión sobre un pasado que nos acecha. Por esto, en el imaginario nacional los indígenas son hasta el presente entendidos como una amenaza. Tal y como intenté destacar, la sociedad argentina que se moldea en esta representación hegemónica no fue ajena al proceso genocida: civilizó “indiecitos”, temió a los malones sobre los campos de la oligarquía, colocó lo bárbaro en términos de raza (blanco civilizado, indio salvaje), fue espectadora de las deportaciones, de los campos y, en algunos casos, se enriquecieron con el trabajo y bienes expropiados.
Esto hace más fácil entender porqué hay una reacción general -no solo de los protectores de intereses actuales amenazados por demandas indígenas- cuando intentamos pensar este proceso en términos de genocidio. Estamos cuestionando una fibra muy íntima y sedimentada de nuestra sociedad y nuestros presupuestos con un largo camino de indagación histórico, político, social por delante. Además, indeclinablemente, la categoría de genocidio trae aparejada una segunda cuestión que exacerba el prurito: la idea de reparación. Válida para todas y todos aquellos que pensamos que el estado es histórico y político y, por ende, modificable y producido en un diálogo constante con la sociedad. Que la nacionalidad no tiene porqué ser siempre una construcción excluyente y que otras formas de integración de la diversidad son posibles. Sea desde la educación, la prensa, el lugar de trabajo, la militancia o la escritura de la historia, que la reparación de procesos de violencia tiene que estar en agenda. Particularmente para los que vivimos bajo los efectos de estos procesos de discriminación y estratificación de la sociedad que marcan hasta el presente la exclusión social, el tiempo -por si solo- no cura nada. Más bien estamos bajo la urgencia de discutir los términos de la reparación.
RECUADRO
Brevemente recordaremos que entendemos como genocidio la incorporación forzada de los pueblos originarios del sur de la Argentina a partir de analizar la sistematicidad con que el estado argentino traicionó tratados y acuerdos con las parcialidades indígenas con que tenía relaciones soberanas, construyó y reprodujo una doble imagen: del “indio” como otro peligroso y de la Patagonia como un “desierto”. En segundo lugar, ocupó militarmente aterrorizando las poblaciones civiles de mujeres y hombres de todas las edades. De los cuales, muchos fueron muertos o perseguidos hacia zonas marginales y despojados de todos sus bienes (hogares, ganado y riquezas) y, también de la posibilidad de pensar y trazar un futuro. Esta ocupación implicó que se involucraran en el proceso las poblaciones no indígenas que habitaban las tierras patagónicas. Como los galeses, quienes fueron armados para resistir el “peligro” de quienes hasta hacia poco eran socios o clientes. Como también los pobladores viedmenses o maragatos -quienes después de décadas de convivencia encontraban una amenaza en sus vecinos. Además emplazó y expuso ese terror en campos de concentración para indígenas que llegaron a durar hasta 10 años. Desde esos campos se reguló la vida -movimientos, raciones de alimento, jerarquías, trabajo- y, también el devenir de esos presos (hombres, mujeres, niños, niñas, ancianos y ancianas). Recordemos que los sometidos, allí encerrados, habían cometido un único crimen: ser “indios”. La población de los campos estaba conformada por caciques reconocidos y “su gente” y también por todos aquellos que las columnas militares apresaban a su paso, en forma familiar o aislada. Los indígenas habían llegado escoltados por miliares tras largas caminatas, engrillados y atados por las noches y sufriendo la pérdida de quienes, quizás más lentos, eran dejados en el camino para morir.
Desde estos campos situados dentro y fuera del territorio patagónico fueron deportados y desmembradas familias para utilizarlas como mano de obra esclavizada en los polos de crecimiento económico del país (la zafra tucumana o las plantaciones de vid mendocinas), involucrando a los sectores capitalistas en crecimiento -muchos parientes o los propios militares comandantes de las campañas- y a la alta sociedad burguesa que participaba “civilizando” indiecitos que alojaban como sirvientes en sus casas. Es decir, niñas y niños que perdieron tanto su identidad -bautizados- como su familia en estas distribuciones. Muchos otros sirvieron también obligadamente al ejército y la armada nacional, por ejemplo, en las campañas al “desierto verde” del Chaco. Finalmente, el genocidio fue silenciado bajo la épica de la guerra ganada “a la barbarie”. Al decir del General y Presidente Julio A. Roca en su apertura del Honorable Congreso de la Nación en 1884 “No cruza un solo indio por las pampas argentinas”.
Por Pilar Pérez
Pilar Pérez es profesora y doctora en historia por la UBA, especializada en historia patagónica, y trabaja como docente de la Sede Andina de la UNRN
Algo de lectura para los que se animen a debatir
Bayer Osvaldo coord (2010) Historia de la crueldad argentina: Julio A. Roca y el genocidio de los pueblos originarios. Diana Lenton ed., Ed. El Tugurio, Buenos Aires.
Lenton Diana (2011) coordinadora del debate en revista Corpus-Archivos Virtuales de la Alteridad Americana, Vol 1, Nº 2, Julio-diciembre 2011, CAICYT-CONICET. http://ppct.caicyt.gov.ar/index.php/corpus/issue/view/51/showToc
Mases Enrique Hugo (2002) Estado y cuestión indígena: El destino final de los indios sometidos en el sur del territorio (1878-1910). Buenos Aires, Prometeo Libros/ Entrepasados.