Ante la situación que padecen muchos jóvenes de nuestra comunidad, presentamos un documento público realizado por integrantes de varias cátedras del Centro Regional Zona Atlántica de la Universidad Nacional del Comahue y organizaciones sociales de esa zona que se denominan “Movimiento de trabajadores en pos de la vida”.
La muerte irrumpe atravesando ya varias generaciones. No hablamos de la muerte natural. Generaciones sostenidas por políticas asistencialistas, desamparo y abandono institucional. Familias que no logran constituirse como tales.
Dejemos que ellos hablen. Intentemos escucharlos. Cuenta la historia que uno de nuestros niños nació en un hogar muy precario, económica y simbólicamente atravesado por cuestiones ligadas a lo delictivo, al consumo de drogas y el uso de armas. Sus padres habían estado presos en reiteradas oportunidades y también su abuela. Él transita el jardín y la escuela primaria y en ciertas oportunidades resulta identificado con sus referentes, que son aquellos de quienes puede agarrarse.
En nuestras instituciones es mirado como diferente, es desplazado, comienza o sigue su marginación, y su nombre empieza a teñirse de rótulos que cada vez cobran mayor consistencia en él. “El niño problema”, “el conflictivo”, “tiene violencia escolar”, “no podía ser de otra manera, si es el hijo de…” “el nieto de…”
Nuestras instituciones educativas dan intervención a equipos técnicos y estos a su vez a programas asistenciales relacionados con la protección. El niño cada vez se diferencia más de sus pares. Mientras tanto, sus padres, luego de recobrar su libertad, no han logrado insertarse en el sistema laboral, reciben becas y subsidios de organismos gubernamentales, pasan sus días en las esquinas “con los pibes”. La abuela circula diariamente por instituciones estatales exigiendo órdenes de comida, ropa, zapatillas, subsidios para ella, sus hijos y sus nietos.
Nuestro niño se encuentra judicializado desde los 6 años, es derivado a los 8 años a una escuela hogar, sufre mucho la separación de su familia. Este momento de su vida marca los inicios de lo que constituirá una historia de institucionalización. Desde la escuela hogar es trasladado a un C.A.I.N.A, luego al Pagano, pasa por diferentes comunidades terapéuticas dentro y fuera de la provincia, más adelante es alojado en la Alcaidía.
Su siguiente alojamiento es el Complejo Penal. Estas instituciones que recorren su vida y hacen su historia no son de paso, van produciendo marcas en él, y lamentablemente no son marcas positivas. Tristemente, la mayoría de nuestras instituciones no son productoras de dignidad subjetivante en este niño-adolescente… Algunos medios y vecinos de nuestra comunidad sentencian: “él es un chorro, no va a cambiar más”, “con ese no se puede hacer nada”, “ya se hizo todo”, “no se puede hacer más nada”, “si lo matan, un chorro menos”.
Otro niño escribe una carta. Logra escribir y logra escribir la carta en medio de una relación de sostén que pone en marcha una trabajadora. En esa carta pide una familia. Es trasladado luego de romper los vidrios de la institución. Los trabajadores con los que estaba familiarizado en el sentido fuerte del término, no pueden despedirse de él. Es trasladado a otra ciudad sin aviso. Última escena: los trabajadores de la institución lloran su ausencia.
El psicoanalista y pediatra Donald Winnicott plantea que una criatura se convierte en niño deprivado cuando se lo priva de ciertas características esenciales de la vida hogareña. Aclara que la deprivación no es sinónimo de carencia socioeconómica. Las necesidades materiales cubiertas no alcanzan. Podríamos decir que hay una gran diferencia entre una casa y un hogar. Emerge hasta cierto punto lo que podría llamarse el “complejo de deprivación”. El niño manifiesta entonces una conducta de transgresión en el hogar o en un ámbito más amplio. El autor habla de la tendencia antisocial. Avanza afirmando que la tendencia antisocial implica una esperanza. La falta de esperanza es la característica básica del niño deprivado que, por supuesto, no se comporta constantemente en forma antisocial, sino que manifiesta dicha tendencia en sus períodos esperanzados. Un joven de 20 años dice: “Yo ya estoy cansado de los subsidios, quiero trabajar… Pero te prometen cooperativas y un montón de cosas antes de las elecciones y después no pasa nada”. “Cuando vas a buscar trabajo te preguntan; ¿Dónde vivís? Decís que sos del barrio y te dicen: Te vamos a llamar. Ese llamado nunca llega…”
Winnicott agrega: “Comprender que el acto antisocial es una expresión de esperanza constituye un requisito vital para tratar a los niños con tendencia antisocial manifiesta”. Evidenciamos una profunda ruptura del lazo social. Sectores de nuestra sociedad son denominados “tierra de nadie”. Allí la vida humana ya no cuenta. Lo que se nombra es la tierra. La indiferencia asoma en el ultrajante nadie. A pesar de todo, muchos niños y adolescentes logran efectivizar el lazo dentro de nuestras instituciones, logran hacer familia, apoyados en la ardua labor de nuestros trabajadores. Un joven salió en libertad y expresa: “En el barrio está todo mal, así no se puede vivir. Me las voy a mandar así vuelvo con mi gente, con mi familia”. Un vecino dice: “Esto no era así, en los últimos años se convirtió en tierra de nadie, los mismos vecinos no entendemos que pasó. Desconocemos nuestro barrio”. Sufren quienes habitan la “tierra de nadie” y se reproduce sufrimiento en la operatoria de nuestros trabajadores que transitan esos sectores, ya que muchos encarnan funciones primordiales, vitales, con deseo, con pasión, con ansias por formarse, supervisar sus prácticas, superarse, en pos de intentar abrirles sentidos a las vidas de nuestras infancias y adolescencias (en riesgo).
Nuestros trabajadores padecen no sólo por falta de recursos sino por falta de respaldo, reconocimiento y sostén de sus prácticas. Infancia efímera. Se aproximan las fechas festivas de fin de año y hay niños que al escuchar petardos y otros elementos de pirotecnia se asustan diciendo: “Empezaron de nuevo a los tiros, ¡son tiros papá!, ¡otra vez tiros!”.
Ese universo simbólico es el que se constituye en contextos de extremo riesgo. El dolor, las pérdidas permanentes se instalan produciendo marcas que a los sujetos les cuesta mucho elaborar. Expresan: “No pasa nada”, “está todo bien”, “ya fue”, “nos van bajando de a uno”. Amortiguan el dolor siendo objeto de consumo de diferentes sustancias tóxicas. En determinados momentos “las pastillas” (psicofármacos) y armas abundan marcando el exceso en lugares arrasados de sostén. La ausencia de la ley, entendida como ordenador simbólico de la sociedad, habilita el avance desmedido de diferentes drogas, armas y modalidades de enfrentamiento. Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota en una de sus letras expresa: “…Ahora tiro yo porque me toca”. Un adolescente dice: “Nos bajaron uno, así que ahora nos la tenemos que cobrar, nos llevan uno de ventaja”. Otro adolescente plantea: “Esta es la ley de la selva, yo no voy a dejar el fierro en casa, porque me pueden bajar. Y no me pienso regalar”.
La muerte violenta queda naturalizada como un evento posible, no sólo para quienes se encuentran en extrema situación de riesgo, sino también para el resto de la comunidad, que en ocasiones la recibe como una noticia más. Se instalan los comentarios que representan ideologías de los más oscuros momentos de nuestra sociedad: “Algo habrán hecho”.
Diferentes espacios de reflexión e intercambio se constituyen entre trabajadores implicados éticamente con sus funciones: redes, hormigueros, cangrejales, mesas, equipos, aunque sin disponer del sostén necesario para incidir con mayor consistencia sobre las profundas problemáticas que atraviesan nuestras infancias y adolescencias. Ante el silencio y la indiferencia de nuestros gobernantes respecto del momento que atravesamos, este documento intenta llegar a cada ciudadano con motivo de instalar la reflexión, el diálogo, el intercambio sobre nuestra comunidad. ¿Qué esperamos de nuestra sociedad? ¿Qué esperamos de nosotros mismos? ¿De qué manera contribuimos a alojar a quienes van quedando en los márgenes? ¿Por qué la muerte se precipita ante nuestros niños y adolescentes? ¿Qué otros destinos posibles podemos escribir para nuestras infancias y adolescencias?
Entendemos que las infancias y adolescencias son nuestras. Hay quienes las tomamos como nuestra responsabilidad. Hay quienes sentimos que, en cada uno de los niños y adolescentes que mueren, algo de nosotros muere también. Nos atraviesa la muerte… La peor forma de la muerte, la ocasionada por la indiferencia a ojos vista, la muerte canalla. Pero hasta la canallada ha dado una vuelta extra. Ya no es hacer a los ojos de cualquiera, sino no hacer ante los ojos de todos. Paradojas en la tierra en la que está en vigencia una ley para la muerte digna. Paradoja en una provincia pionera en lo que a sufrimiento mental se refiere.
En memoria de todos y cada uno de nuestros niños y adolescentes que no sobrevivieron en la “tierra de nadie”.
Por Movimiento de trabajadores en pos de la vida
Fotografia Eugenia Neme