De vez en cuando, las mujeres logramos gambetear las pautas sociales para poder acompañarnos. Es difícil, porque vivimos bombardeadas con ideas machistas, y la mayoría de las veces interpretamos nuestros problemas desde una óptica masculina. Por eso la historia de Marianella Ríos nos marcó como equipo, pero principalmente como mujeres.
El grupo, conformado íntegramente por vecinas del Barrio Amuyen, se manejaba bien en la cancha. En la liga amateur barilochense peleábamos el 3er o 4to puesto, lo que es relativamente digno, pero en el último torneo en el que participó Marianella veníamos jugando bien y acariciábamos la punta.
La invitó Graciela (la 8). Era una mujer bajita, rellenita, de unos treintilargos, que no hizo mucho ruido al llegar. Nuestra 4 se había embarazado y estábamos a la pesca de nuevas jugadoras para completar la lista de buena fe. Asíque Marianella entró directo a la cancha, a hacer lo que podía, que era bien poco al principio. A fuerza de entrenar fue ganándose un lugar, mejorando las marcas, corriendo a los wines y, hacia el final, concretando jugadas audaces.
El tipo llegó cuando ella comenzaba a relajarse entre nosotras. Estaba medio sola en Bariloche porque la familia se había mudado a Cipolleti por trabajo. Por eso no faltaba nunca a los entrenamientos. De alguna manera nos convertimos en su grupo de referencia, porque cuando te ves en la cancha, cuando corres las mismas pelotas y cuando salís a bancar a una compañera a la que le dieron duro desde atrás, algo cambia adentro tuyo. Y esas mujeres que se ponen los mismos colores que vos para salir a patear una pelota se vuelven parte de tu vida.
Marianella estaba entusiasmada. Hacía rato que no andaba con ningún tipo y de pronto éste se le acercó, y al toque ya la traía a los entrenamientos, la esperaba, y la llevaba de vuelta a su casa. No nos dimos cuenta al principio. Pensábamos que la cuidaba, que la acompañaba. Los celos llegaron demasiado rápido. Pero otra vez nos dijimos que estaba enamoradísimo, que no podía vivir sin ella, que la quería toda para él. Y eso nos parecía romántico.
Los familiares y amigos que nos venían a alentar se juntaban y hacían música desde la lomita de la popular. Él llegaba a los partidos cuando ya habíamos entrado a la cancha. Se paraba en una esquina, y no hablaba con nadie. Por eso llamaba la atención. Ahí parado en una esquina, con la capucha puesta, en silencio, esperando a Marianella que salía disparada de la cancha para irse con él.
Marianella empezó a cambiar el último mes del primer torneo que jugó. Llegaba, corría, jugaba, se iba. Se la notaba confundida. Dejó de quedarse los sábados a tomar mate después de entrenar, que era cuando organizábamos rifas y otras actividades para juntar plata para las remeras, medias, pantalones cortos. Esos momentos eran muy profundos. Capaz que alguna se lanzaba a hablar de alguna guarangada que nos hacía reír, pero al final siempre terminábamos compartiendo lo que pasaba en nuestras casas, puertas adentro. Esto es algo bien femenino, digo: el compartir y el generar nuestra urdimbre emocional con otras. Y el tipo trabajó para sacar a Marianella de ahí adentro. Andá a saber lo que le decía de nosotras. De a poco se fue alejando. Y después ya ni venía a los partidos.
Era claro lo que estaba pasando, pero así y todo nos costó verlo. Cuando nos la cruzábamos por el barrio al principio nos saludaba, pero al tiempo ya no nos miraba. Bajaba la cabeza y aceleraba el paso. Parecía tener miedo de que nos acercáramos y todo su cuerpo decía: aléjense. Como los celos, las agresiones físicas empezaron demasiado rápido.
La primera noche que escuchó los golpes y los gritos desesperados, Graciela llamó a la policía. Nunca vino nadie. Al cabo de un rato se hizo silencio en la casa de al lado, y Graciela rezaba porque Marianella no estuviera muerta. A los quince días, el tipo volvió a la carga, pero esta vez Graciela nos llamó a todas nosotras.
Nos fuimos juntando de a una en la calle frente a la casa de Marianella. No sabíamos bien qué hacer, si entrar, si tirar piedras, si aplaudir. Y ahí nomás, Graciela sacó un fútbol y empezamos a patearnos la pelota, en la puerta de la casa de Marianella. Escuchábamos como el tipo la acechaba, tiraba cosas, como Marianella gritaba, asíque empezamos a gritar nosotras también, de puro instinto. Teníamos miedo que el tipo saliera a los tiros, pero mientras corría la pelota y nuestras miradas se encontraban, nos íbamos solidificando: contra once mujeres no iba a poder. Queríamos que ella nos escuchara, que supiera que estábamos afuera, esperándola. Nos quedamos pateando la pelota hasta que se hizo silencio. El frío nos calaba los huesos. Pero Marianella no salió.
No entendíamos porqué se lo bancaba. Cuando no estás metida en esas relaciones, cuando no te convencieron que sos un algo, una cosa que se puede basurear, escupir, golpear, usar, es difícil de entender. Crees que es fácil abrir la puerta y salir. El machismo que tenemos metido en nuestras neuronas hace que pensemos que si se queda es porque le gusta, o que no hay que meterse porque después lo arreglan en la cama. Esto no resiste un análisis profundo. Lo discutimos mucho entre nosotras. Nos dimos cuenta de la parte personal porque nos llamaba la atención que Marianella no nos mirara. No entendíamos. Intuíamos que tenía miedo. O vergüenza. O todo junto. Era como si estuviera destruida y no supiera desde donde mirarnos. Queríamos ir a buscarla, sacarla, pero en el fondo sabíamos que la que tenía que rehacerse era ella, porque de otra forma en cuestión de días el tipo la iba a convencer para volver con él. Estos son procesos largos. Y no queríamos dejarla sola. Nos parecía que esa era la clave. Hacerle saber que estábamos, para patear una pelota, tomar un mate, charlar, o caminar por el barrio. El tema es que ella nos habilitara el espacio.
Asíque tomamos como rutina ir a jugar a la pelota todas las tardes a la cuadra donde estaba la casa de Marianella. Hubiera o no problemas, nosotras nos juntábamos ahí. Total, por la calle de tierra no pasaba ni el loro, y era lo mismo entrenar ahí que en cualquier otro lado. Graciela logró algún que otro acercamiento, mate mediante. Y finalmente, una tarde, Marianella abrió la puerta y salió.
Salió y tomó aire. Y despacio se acercó. No nos miró de movida, pero alguna le preguntó si quería jugar y al toque estaba corriendo, un poco insegura, pero entre nosotras. Qué alivio saberla cerca. Cuando terminó el partido, nos contó que el tipo se había ido, que se habían separado, pero que estaba asustada. No dijo más nada. Le contamos que nos juntábamos todas las tardes en la calle para jugar y se comprometió a sumarse. Este era el momento crucial. Teníamos que estar más presentes que nunca.
Ese domingo, jugábamos un partido contra Las Abedules en el Gimnasio 3. Marianella vino, y mientras nos cambiábamos en el vestuario me miró y me dijo:
– Cuando me subo las medias me siento otras.
Sólo eso dijo. Otras, con ese.
El partido era parejo. Terminamos el primer tiempo 2 a 2. Marianella se la venía bancando re bien y había que poner toda la carne en el asador para lograr esta victoria. Entramos a la cancha para el segundo tiempo con ánimos de ganar. Corrimos todas las pelotas, pero a los 15 minutos se pusieron 3 a 2. Los minutos seguían pasando y no lográbamos abrir el arco contrario. Estaban todas las Abedules metidas atrás. Faltando 3 minutos para el final, nuestra arquera interceptó la pelota y salió rápido y Marianella fue a buscarla y encaró. Y le entró a dar, a toda máquina. Quedó mano a mano con la arquera contraria. Nosotras sentíamos que si hacía este gol, que si lo hacía, se salvaba, que nos salvábamos, que había esperanzas, que la justicia era posible en este mundo.
Nosotras lo vimos antes que ella. Apareció de pronto. El tipo estaba parado en una esquina del arco contrario mientras Marianella corría para salvarnos a todas. Y cuando ella llegó al área chica y estaba por patear, lo vió. Pateó con todas sus fuerzas, y la pelota salió disparada por arriba del travesaño.
Nosotras nos agarramos la cabeza con ganas de llorar. Marianella se dio vuelta y cabizbaja volvió a su lugar, sin mirarnos. El referí marcó el final del partido y la punta del torneo se alejó definitivamente. Pero eso no importaba. Pensábamos en Marianella y en que no había que dejarla salir del vestuario. Tratamos de convencerla para que se viniera a nuestras casas. Pero ella sentía que en algún momento lo tenía que enfrentar. Ya nos hablaba sin mirarnos. Nosotras le decíamos que todavía no estaba preparada, que esperara.
Esa noche el tipo le dio tal paliza que la dejó internada. Graciela no estuvo en su casa asíque no nos enteramos hasta el día siguiente. Tendríamos que haber ido a la casa. Estábamos cansadas por el partido de la tarde y hacía frío. Pero ahora, esas razones están vacías. Nosotras sabíamos lo que se estaba jugando.
Fuimos al hospital a visitarla. Tenía la cabeza vendada, la cara hinchada y le faltaban 3 dientes. El diagnóstico médico fue fractura de cráneo. Pero nosotras sabíamos que tenía fracturada el alma. Le caían lágrimas mientras conversábamos. Nosotras también llorábamos. Había venido la hermana a buscarla para llevársela a Cipoletti porque sola no se podía quedar.
Salimos del Hospital con la derrota en el corazón. Cuando llegamos al barrio fuimos a lo de Marianella a buscarlo. Pero el tipo ya se había mandado a mudar. Teníamos mucha impotencia y no sabíamos qué hacer. Y al final, lo único que hicimos fue ayudar a Marianella a trasladarse: le embalamos las cosas y se las mandamos. Cada tanto viaja alguna de nosotras para ver cómo sigue. Lo último que supimos es que se había sumado a una organización que ayuda a mujeres que intentan salir de situaciones como las que vivió ella. Es difícil, pero hay que seguir y seguir y seguir luchando.
Marianella nos marcó para la vida. Nos dimos cuenta que hay que estar atentas, y mirar lo que pasa a nuestro alrededor. Porque el machismo se expresa de muchas maneras y te va limando para que te parezca normal la violencia. Y la única forma de combatirlo es día a día, en equipo, juntxs.
Por Florencia Taylor
(imagen: agencia Jupiter – Autor: Rudyanto Wijaya)